UN CUERPO SE RESISTE A MORIR

Este es un escrito en dos caras: una ficción de un cuerpo que se resiste a morir y una diatriba sobre la manera como el gobierno Duque ha respondido a las últimas manifestaciones.

 

Por / Julián Bernal Ospina

Régimen de palabras como balas

De pronto llegaron las balas. Como si fueran las mensajeras de la verdad de un régimen que se resiste a morir, llegaron directas al corazón de un cuerpo que ya las ha sentido antes. Un cuerpo hecho de cuerpos, corazón de corazones, sobre el cemento de una fría calle, en el frío vivo de catorce pieles ateridas. La sangre se confundió con el agua de la lluvia mientras recorría la suciedad de la calle, y daba después a las cavidades subterráneas, a las alcantarillas, a donde van a parar también sueños, lágrimas y desperdicios. No hubo que limpiar nada porque la lluvia que riega el tiempo deshizo las balas que se quedaron tiradas como extrañas semillas de cementerio, pasos que se quedaron resonando entre callejones y edificios con su propio ritmo frenético de persecución y de huida, cantos de las mil bocas que se volvieron uno solo, que fue haciendo eco en las cosas, en trapos y banderas, en pistolas y bicicletas, en pedazos de vidrio roto y espigas de árbol cansado.

Las balas llegaron a los cuerpos con la ansiosa detonación de un dedo gatillo, pero con la carga de décadas de odio frente al espejo. Balas de obediencia desenfrenada bajo el uniforme, balas de días de servicio en que bajo la tela verde se cocina a fuego lento la frustración en un pueblo lejano, balas de una formación del enemigo escondido en cualquier esquina rota, en unas gafas de intelectual, en un rostro pobre iluminado por un poste solitario. Las balas que fueron la única respuesta para darle poder a una palabra sin poder ínfimo de vida y de cotidianidad lastimera.

Las balas llegaron, pero, como siempre, nunca se fueron. Aunque el curso del presente eterno, moldeado por las ráfagas diarias de información como otro bombardeo, haga olvidar el origen y su curiosa manifestación; aunque la vida ha sido en función de ese éxtasis, las balas nunca se habían ido. Siempre llegan como un torbellino de vidas revueltas para hacer recordar que siguen silbando en un eco desangrado. Cuando llegaron esa vez no fue la excepción. El huracán de vidas hizo olvidar las anteriores y posteriores, como si este fuera el único que hubiera ocurrido, y el odio frustrado hizo pensar que el cuerpo había muerto del todo, o que moriría al otro día sobre el asfalto negro. Pero la muerte nunca llegó, y solo se reveló, una vez más, en heridas cicatrizadas. Los ojos de ese cuerpo tendrían que ver para otro lado, otro tiempo de la vida en su fugacidad.

Con las balas llegaron también las palabras que nunca se fueron. Cambiaron de estuche, de labios, pero, como organismos vivos, inmortales, salieron por los micrófonos y amplificadores, pantallas y diales, y buscaron los mismos oídos y cerebros, las mismas retentivas eternas. Las mismas palabras crearon otras palabras. Llegaron las balas como llegaron las palabras salidas de pistolas: directas, precisas, al corazón de la vida en que se encuentra la muerte; palabras como balas, llegaron y encontraron las turbas. Como todo cuerpo multitudinario es cuerpo compuesto de vidas fragmentadas: la estrategia de una bala perdida era la pretensión de acabar con el cuerpo multitudinario.

Esa fue otra cara de la tragedia. Supimos que las palabras se convirtieron en una expresión más de las balas, o en escudos para encubrirlas. En lugar de ser un puente comunicativo, una expresión de la vida, se convirtieron en disparos para ser oídos también por ese cuerpo, para retener ese cuerpo de su expresión y manifestación espontánea. En complemento de las balas que acaban con la vida, las palabras fueron la intención de acabar con las almas que aún vivían. Volver el cuerpo zombie, el cuerpo muerte, las almas armas. El régimen que no quería morir quería hacernos ver como un cuerpo gris, pero las balas y su eco informativo nos hizo ver que, aunque se tratara de lo mismo –la escena eterna– había que ver las heridas, recordar una a una las que han pasado, y salir al encuentro de la realidad que quería ser lo mismo de siempre.

Hoy parecen las mismas palabras como balas de antaño.

–A este pueblo hay que darle duro para que no joda –dijo un coronel en el paro total de 1975, registrado por la revista Alternativa.

La escena del paro, también, parece la misma de ahora: armas de fuego contra manifestantes, fuerza para la intimidación –incluso con sevicia tal que se impide el auxilio de ciertos heridos–, la desigualdad en cuanto al uso de las armas, el ocultamiento de cifras sobre ciudadanos heridos y muertos, la búsqueda por las autoridades de espacios alejados en que se desarrollen las disputas para impedir la observación de los ciudadanos, la intención del dominio de los carriles y zonas de transporte, la dispersión de las diferentes marchas sin una voz al unísono, el uso de la fuerza sin ningún otro fin que el de causar daño y el de generar miedo en la población.

Materia del presente continuo, relato constante de las manifestaciones en Colombia. Cada vez, sin embargo, ese presente continuo crece en espiral, de manera que los manifestantes no son solo un grupo reducido de sindicatos, trabajadores, transportadores, maestros y obreros, sino grupos de diferentes edades y estratos, comunidades diversas, expresiones culturales de la sociedad colombiana desde indígenas, afros y campesinos, hasta amas de casa en pijama y pantuflas con sus perritos e hijos. Una espiral creciente que la pandemia apenas atajó unos meses, impulso que puso en pausa. Una espiral creciente que representa una parte de la sociedad que se ha resistido a la cultura política tradicional colombiana.

Es apenas lógico que las manifestaciones crezcan, y que, incluso, crezca la exacerbación. Según las últimas encuestas del DANE sobre la cultura política, en 2017 y en 2019, somos políticamente tradicionales, individualistas, formales y conformistas. Estas expresiones performativas de tomarse las calles van de lleno en contra de lo que históricamente hemos concebido como la política y lo político, y quienes la defienden no van a detenerse y dejar que el cambio se dé, sin más. La policía, así como las respuestas que ha dado el gobierno, representan instituciones que pertenecen a esa tendencia. Nunca antes habíamos estado tan cerca del cambio, por cuenta de que ahora las expresiones en las redes y la democratización de los medios de denuncia hacen que los actos de violencia no se queden en el vacío. El presidente Duque va a entrar a la disyuntiva de decidir si quiere facilitar la transformación institucional, ser parte de ella, o si prefiere quedarse en el lado del patrón (Uribe), y del patrón común que hacen ver sus propias palabras: en lugar de ser un presidente, se comporta como el líder de una facción que parece y quiere seguir en guerra.

Duque visitando a un grupo de policías luego del 9S. Fotografía / Presidencia de la República.

El Comandante Duque

A propósito de las recientes manifestaciones por la violencia policial, hecho que ha dejado en los últimos días catorce ciudadanos muertos, el gobierno de Duque ha representado, con buen desempeño, el papel de perpetrador del statu quo. Con tesis blandas, con suaves estocadas, con abrazos que asfixian. Antes estábamos dispuestos a creer que Duque en realidad veía el mundo naranja –que era un idiota útil del uribismo, un tecnócrata convencido del emprenderismo que comercia con almas–, pero ahora nos convencemos de que sabe lo que dice, de que sabe el lugar en el que está en la historia.

En sus últimas apariciones en Twitter, al referirse al asesinato de un policía en Cali, dice así, con su tono único de muñeco parlanchín, de formato preconcebido, de caricatura de carne y hueso: “fue asesinado con esas balas asesinas, de delincuentes, y hay una mujer viuda, y niños que hoy ya no tendrán a su padre, y su padre murió hoy también dando su vida por Colombia”. A continuación, señala:

Detrás de cada uno de nuestros hombre y mujeres de nuestra Policía Nacional hay familias y hay personas que se entregan por Colombia. (…). Y si hay hechos que deshonran ese uniforme serán sancionados de manera ejemplar, pero nunca como sociedad podremos permitir que se estigmatice o que se señale a nuestra fuerza pública, a nuestros soldados y policías, a nuestra Policía Nacional, de estar sistemáticamente en prácticas que son violatorias a los derechos humanos.

Esto es, no pierde oportunidad para llamar este hecho como “asesinato”; dibuja un rostro humano de la policía, con lo que pretende sensibilizar; y defiende a la institución hablando de “hechos que deshonran”, en abstracto, poniéndolos en condicional (si pudo haber ocurrido): lo cual pone una duda, una posibilidad de que no ocurrió nada. Después, en el mismo testimonio, repite el pronombre posesivo “nuestro” tres veces, queriendo hacer énfasis en un sentido de pertenencia, de vínculo y, por oposición, de un “otros”, que no son nuestros. Con lo cual, dicha expresión propone que son esos “otros” –a los que no nombra, solo enuncia– los que “estigmatizan”, los que engañan, los que enredan.

Con las palabras el presidente se muestra más como el representante de un grupo, que parece privilegiar una muerte sobre otra. Si esto es así, ¿cómo sería mejor llamarlo, presidente o comandante? (Comandante, en mayúscula, como todo ideólogo).

Ahora bien, para hacer referencia a los asesinatos de jóvenes, el presidente (Comandante) Duque dice:

Quiero decir que hemos visto dolorosos hechos de violencia en los últimos días. Hemos visto que varias personas han perdido la vida en hechos que también tienen que esclarecerse de manera rápida. Hemos visto también a varias familias sufrir, y yo quiero, de manera muy clara, decirle a la familia de Julieth Ramírez, de Germán Smith Puentes, de Cristian Hernández Parra, de Jaider Fonseca, de Andrés Rodríguez, de Cristian Andrés Hurtado, de Lorwuan Estiben Mendoza, de Anthony Gabriel Estrada, de Julián Mauricio González y de Angie Paola Vaquero Rojas que trabajaremos rápidamente para que los hechos en los cuales sus seres queridos fallecieron puedan tener no solamente el esclarecimiento sino también la sanción ejemplar.

Con los agentes de la fuerza de choque de la policía colombiana, el temido Esmad. Fotografía / Presidencia de la República.

Tomó las gafas, se las volvió a poner, y parecía como obligado, como haciendo una tarea que no quería. Valdría la pena preguntarle al presidente (Comandante) si recuerda alguno de estos nombres. Así, sigue, ahora con más vehemencia:

Quiero también decirles que hablé con algunos de sus familiares, como también hablé con muchos miembros de la fuerza pública que han sido heridos en hechos de violencia, y aquí tenemos todos que ejercer ese rechazo como país. Porque hemos visto también actitudes vandálicas, sistemáticas, estructuradas, organizadas para afectar, no solamente instalaciones de la Policía Nacional que les sirven a los ciudadanos, sino también agresiones a los miembros de la fuerza.

Igualmente, al referirse al asesinato de Javier Ordóñez, dice el presidente Comandante:

Por eso yo quiero hablarles a los colombianos de hechos que hemos visto en los últimos días que nos generan dolor. Vimos la situación dolorosa que le ocurrió a Javier Ordóñez. Sabemos, además, que ese fenómeno ha causado profunda indignación, pero también hemos visto una actitud gallarda y rápida por parte de nuestra institución policial, con instrucciones muy claras para que esos hechos no solamente se aclaren con velocidad, sino que se llegue hasta las últimas consecuencias.

Es posible indignarse con los asesinatos de los ciudadanos, pero lo es más con esa actitud de defensa que, en lugar de reconocer autocríticamente los errores, sobrepone la “gallardía” de la policía, palabra que repite después en otras alocuciones como si fuera la única que encontró en el diccionario. Sigue el presidente (Comandante):

Se ha procedido ya con que dos personas hayan salido de la institución, y se han suspendido cinco más, y se trabaja con celeridad con todas las instituciones, que hemos trabajado con la Fiscalía General de la Nación para que se proceda, de manera rápida, a establecer todas las líneas de responsabilidad. ¿Por qué? Porque la fuerza pública no puede permitir ningún abuso, y ese tiene que ser un mensaje claro, porque la fuerza pública de nuestro país se ha ganado históricamente el cariño y el corazón del pueblo colombiano, y por esa misma razón tenemos que avanzar con prontitud en esas investigaciones.

En estos otros testimonios, el presidente (Comandante) Duque tiene un patrón común: referirse de manera abstracta a los hechos de que han sido víctimas los ciudadanos. Por ejemplo: “hemos visto dolorosos hechos de violencia en los últimos días”, “los hechos en los cuales sus seres queridos fallecieron”, “Por eso yo quiero hablarles a los colombianos de hechos que hemos visto en los últimos días que nos generan dolor”, “la situación dolorosa que le ocurrió a Javier Ordóñez”. No son asesinatos: a duras penas llegan a fallecimientos. La pérdida miserable de vidas de ciudadanos colombianos son “hechos”, “situación dolorosa”, “fenómeno”. Lo cual, evidentemente, contrasta con la manera en que se refiere al “asesinato” de un policía en Cali, sin ningún tipo, estos sí, de duda ni abstracción.

Manifestante hace un grafiti durante las protestas del 9S y 10S. Fotografía / Cortesía.

Otros patrones (además de Uribe, el presidente eterno, el Comandante Que Manda De Verdad) son los que relucen en lo siguiente:

Una especie de justificación soterrada de los actos en que participaron policías: “Porque hemos visto también actitudes vandálicas, sistemáticas, estructuradas”, “agresiones a los miembros de la fuerza”, “pero nunca como sociedad podremos permitir que se estigmatice o que se señale a nuestra fuerza pública”. ¿Pero sí se puede estigmatizar la protesta como acciones provenientes de células del ELN y las FARC?

Una exacerbación de la labor policial, como en cualquier régimen con tintes totalitarios: “una actitud gallarda y rápida por parte de nuestra institución policial”, “porque la fuerza pública de nuestro país se ha ganado históricamente el cariño y el corazón del pueblo colombiano”. ¿Se ha detenido a ver cómo, ahora, las personas le tienen pavor a la institución policial?

Llamados colectivos al repudio de asesinatos de policías, pero no igual vehemencia con las acciones concretas cuya responsabilidad la tiene esa institución: “hablé con muchos miembros de la fuerza pública que han sido heridos en hechos de violencia, y aquí tenemos todos que ejercer ese rechazo como país”, mientras que  “trabajaremos rápidamente para que los hechos en los cuales sus seres queridos fallecieron puedan tener no solamente el esclarecimiento sino también la sanción ejemplar”. Un llamado político, de líder ideológico; versus un camino institucional, de burócrata naranja.

Entonces, existe una convergencia de todos estos elementos, con lo que se podría considerar: el presidente (Comandante) Iván Duque más que ser presidente de todos los colombianos actúa como miembro de una facción ideológica, política y coercitiva, con el típico comportamiento de una figura que sigue en medio de una guerra (y, lo que es peor, que sigue órdenes del Comandante Eterno).

Porque hay un establecimiento de un nosotros común en contraste con otro enemigo oculto. Porque hay una justificación soterrada de las propias acciones. Porque hay una exacerbación del régimen policial. Por la falta de vehemencia para señalar las acciones perpetradas por el cuerpo policial. Por las abstracciones frente a los hechos de que fueron víctimas los ciudadanos. Por los nombramientos airosos para los asesinatos a policías.

Esto sin tener en cuenta la semiótica de ponerse el uniforme policial y dejar la silla vacía del acto de perdón propiciado por la Alcaldía Mayor de Bogotá. El interés del presidente (Comandante) no es transformar la policía sino consolidarla como un aparato de fuerza estatal, de acuerdo con su propia ideología y con sus propios intereses. Los principales alfiles no se han quedado atrás: Carlos Holmes Trujillo, el ministro de Defensa, con las palabras con que ofreció perdón también condicionó su afirmación al decir “cualquier tipo de acción”, sin hablar concretamente de lo que ocurrió; Miguel Ceballos, el alto comisionado de paz (que parece un alto comisionado para la guerra), al vincular las protestas con el ELN y disidencias de las FARC, lo único que hace es criminalizar la protesta. Además de todo, parecieran más pendientes de lo que sucedió con la destrucción de los 70 CAI que con testimonios como el que expresa Mayra Páez, esposa de una de las víctimas:

Soy la esposa de Jaider Fonseca, la madre del niño de 7 meses que el pasado 9 de septiembre la Policía Nacional deja sin padre (…). Pero sí quiero exigir al Gobierno Nacional que haga justicia, que no siga habiendo víctimas mortales ni heridos por parte de la Policía Nacional, y que sobre la Policía Nacional caiga todo el peso de la ley, porque lo que ellos hicieron fue un asesinato. A mi esposo no fue una bala perdida, fueron 4 tiros. A él lo acribillaron. Han dejado a un hijo sin derecho a conocer a su padre, sin derecho a crecer con él. Hoy mi dolor no es solo como mujer, mi dolor también es como madre. También quiero que tengan en cuenta que mi hijo queda huérfano por este acto violento por parte de la policía nacional. Y lo mínimo que les exijo es que le garanticen a él sus derechos. Aquí hoy no debería solamente estar la alcaldesa. Aquí debería estar el presidente. Aquí debería estar la Policía Nacional pidiéndonos disculpas y reconociendo este acto que hicieron (…). Son tantas preguntas que hay para la Policía Nacional, no solo de mi parte sino de cada uno de los que estamos aquí. ¿Quién dio las órdenes para que ellos empezaran a disparar?

Iván Duque visita uno de las estaciones de policía atacadas durante la noche del 9S. Fotografía / Presidencia de la República.

Menos interesados en la ética estatal que implica reconocer la responsabilidad, parecieran más prestos a defender el gobierno, como una muestra de que permanecen en la política tradicional colombiana, y de que prefieren mantener las palabras como balas. Pero, tan solo unos días después de las manifestaciones, empieza a resonar con más fuerza la necesidad de una transformación de la institución policial. El periódico The Economist preparó un especial en el que muestra, comparativamente, las implicaciones que tiene para una democracia el hecho de que exista una policía militarizada en Colombia.

Una organización jerarquizada, controlada desde el centro del país, con patrulleros con niveles de frustración altos y con deseos del pronto retiro, y que solo en Bogotá –según cifras de la Alcaldía– llevaban antes de septiembre más de 137 denuncias de abuso, es suficiente para tener que replantear la existencia de esa institución. Este periódico aduce que, no obstante, la respuesta del presidente Duque ha sido, más bien, hostil. Como hostil también ha sido su respuesta frente a las más de 50 masacres que van en lo corrido del año, y demás cifras que establecen que tres ciudades de Colombia se encuentran en las tasas de homicidio más altas del mundo.

Lo cual da pie para seguirse refiriendo a Duque como el líder ideológico de una facción que pareciera querer permanecer en un conflicto armado eterno. Las transformaciones y críticas de las instituciones policiales no son cosa extraña para los estados de derecho. En días anteriores se ha visto cómo, por ejemplo, según publica El País, la policía del oriente de Alemana ha sido criticada duramente por el propio ministro del interior regional, Herbert Reul, al encontrar que se compartían entre ellos imágenes ultraderechistas. Fueron suspendidos 29 policías, y el ministro dijo que era una vergüenza, que golpean de lleno a la policía, y que era propaganda neonazi y antirrefugiados “deleznable”. O en Argentina, por ejemplo, con la policía bonaerense que se toma las calles y las afueras de la residencia presidencial de Olivos.

El presidente (Comandante) Duque, a juzgar por las respuestas a las manifestaciones, no gobierna a Colombia en función de su bienestar, sino para defender los tres huevitos presos. Mientras tanto, el cuerpo vivo colombiano va a querer mirar una y otra vez sus propias heridas, y va a querer que le digan palabras que no sean balas, sino palabras verdaderas de autocrítica. En el Comandante recaerá la responsabilidad de seguir siendo parte de esa forma de ventrílocuo naranja de ejercer el poder, y con ello ver exacerbados aún más los ánimos ciudadanos, o trascender hacia una institucionalidad para la construcción de paz.

@julianbernal12