BORGES, EL ANACRÓNICO

Borges reflexiona sobre la poesía y nos dice que no hay nada por inventar.

 

Por / Gustavo Agudelo

Kempes levantó la pelota por encima de cuatro franceses. Fue un pase limpio, certero, de una geometría pitagórica. La asistencia del delantero argentino es tan precisa que tengo que mirar el video varias veces para salir un poco del desconcierto y entender cómo diablos puso el balón ahí. El resto es historia. Leopoldo Luque gana la posición, toma distancia y remata con la pierna izquierda. Corría el minuto cuarenta y cuatro del primer tiempo y lo único que uno puede reprocharle a la jugada es la mano infame de un defensor francés que impide que sea gol.

El árbitro cobra penalti y Passarella pondrá en ventaja a la albiceleste al final del primer tiempo, pero es una lástima que una jugada tan hermosa haya terminado así. Iba a ser el gol del Mundial y uno no entiende por qué el francés evitó que sucediera. Quítate, hermano, déjala pasar que al final va a ser gol, te guste o no. Fue un partido memorable. Michel Platini conseguiría el empate antes de que Luque sentenciara el encuentro con un zurdazo desde fuera del área.

Era el año setenta y ocho y todos los rincones de Argentina parecían transpirar fútbol como una forma de sacudirse el espanto de una junta militar que gobernaba el país con mano de hierro. Todos los rincones, claro, menos uno: un departamento de la calle Maipú 994 de Buenos Aires, donde un hombre con un bastón se prepara para una conferencia sobre la inmortalidad justo a la hora en la que comienza el encuentro entre argentinos y franceses. Un acto de soberbia, dirán algunos; una genialidad, digo yo.

A Borges lo traían sin cuidado los regates de Kempes, la zurda prodigiosa de Luque o las atajadas vertiginosas de «El Pato» Fillol; a Borges no le gustaba el fútbol. A diferencia de Camus, quien había dicho que todo lo que sabía de ética y moral se lo debía al fútbol, Borges iba por el mundo desafiando al establecimiento y refiriéndose al fútbol como «una miseria, una cosa tan frívola, los viles jugadores de fútbol, dice Shakespeare en el El rey Lear, y Kipling también habla desdeñosamente de ello».

Un argentino al que no le gusta el fútbol, vaya contradicción. Lo cierto es que uno lee a un tipo como Borges y no tarda en darse cuenta de que la actualidad le resultaba indiferente y que nada de lo que ocurría en el mundo en el que vivía le ofrecía lo que los átomos del pasado sí. Un anacrónico, ni más ni menos. Arte poética –la serie de conferencias que dio en Harvard– dan fe de ello.

Lo primero que quiero considerar aquí es que hay una inquietud filológica que sostiene al libro desde la primera conferencia (“El enigma de la poesía”) hasta la última (“Credo de poeta”). No hay certezas en Borges, sólo incertidumbre y, al mismo tiempo, deconstruye los cimientos de una estética que le pertenece. Como ese muchachito de barrio que no planea qué va a hacer con el balón pero que se vuelve imparable cuando le llega a los pies desnudos.

Borges reflexiona sobre la poesía y nos dice que no hay nada por inventar. Un Borges bíblico que recurre al «Nihil novum sub sole» (Nada nuevo hay bajo el sol) para decirnos que lo que llamamos metáforas no son sino la repetición de un arquetipo, la recreación de un «modelo original» que va transmutando con el paso del tiempo.

Borges concibe la transmutación de la poesía (en cuanto construcción lingüística) como una circunstancia anclada al devenir humano, el cual, sugiere, puede rastrearse a través del estudio de la evolución histórica de las lenguas. De ahí su interés por la filología y por el mundo medieval.

Reconocer en la metáfora un arquetipo implica una limitación de las formas, pero también, la afirmación de la existencia de una multitud de variaciones de dichos modelos, puesto que «lo verdaderamente importante no es que exista un número muy reducido de modelos, sino el hecho de que esos pocos modelos admitan un número infinito de variaciones».

La lengua en Borges se asume como un organismo que se manifiesta a través de los hablantes. Quizá por eso, en su interés por la filología, recurre una y otra vez a diferentes textos medievales. No lo hace por capricho sino porque es consciente de que esa Torre de Babel que fue la Edad Media reordenó el mundo y estableció nuevos límites a través de las palabras.

El gran legado del mundo medieval fue convertir los límites geográficos en un asunto de tipo lingüístico. Cuando Honorio, a la postre emperador, ordena la ejecución del general Estilicón en una calurosa tarde de agosto, ignora que su acción desencadenará no sólo el fin de su reinado sino el comienzo de una nueva época en la atribulada historia de la humanidad.

La muerte de Estilicón desemboca en la invasión de Alarico y en el posterior saqueo a Roma. Fue un destino cambiado: el general romano fue quien mantuvo lejos de la ciudad a las tropas del rey visigodo hasta que su cabeza rodó por las escaleras de una iglesia por cuenta del hombre al que juró proteger y no por la mano de quien juró combatir.

Tampoco Alarico era consciente de que su triunfo desencadenaría un infierno lingüístico de proporciones continentales. Si uno quisiera llevarlo al terreno futbolístico, el emperador Honorio pasaría a la historia como un pésimo director técnico que, en un ataque de soberbia, desbarata el medio campo al sacar del partido a su jugador más talentoso. «Alea Iacta Est» y no se diga más.

Después de años de persecuciones y de vivir a la sombra de un latín que cada vez parecía menos dispuesto a permanecer incólume dentro de los gruesos muros clericales, llegaba el momento de las lenguas vernáculas.

La expansión lingüística que se produce en la Edad Media marcaría un punto de inflexión sobre el que Borges vuelve una y otra vez. Ahonda en la etimología, dedica horas enteras a reflexionar sobre la evolución de una palabra y declama unos versos en un inglés tan antiguo que dejaría perplejo al mismísimo Doctor Johnson. «Yo he dedicado estos últimos veinte años a la poesía anglosajona, sé muchos poemas anglosajones de memoria. Lo único que no sé es el nombre de los poetas. ¿Pero qué importa eso? ¿Qué importa si yo, al repetir poemas del siglo IX estoy sintiendo algo que alguien sintió en ese siglo? Él está viviendo en mí en ese momento, yo no soy ese muerto. Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No sólo los de nuestra sangre».

Borges es consciente de que una lengua no es otra cosa que el sustrato de todas las lenguas que han sido y por eso el español no sólo lleva consigo al latín, sino que lo sostienen las lenguas semíticas (el árabe, el yiddish o el sefardí), que en el ruso todavía resuenan los gritos de batalla mongoles de los ejércitos de Gengis Kan y el francés recuerda las vicisitudes del reino de Oc.

El espíritu de una lengua habita en la poesía, y con el perdón de Borges y aunque a él le cueste reconocerlo, la definición del enigma poético está en los pies de Pelé, en los regates de Maradona o en la zurda indomable de James Rodríguez que en el minuto veintiocho de un partido imposible, saca un remate borgiano que va a dar al ángulo y deja desparramado a Muslera bajo una de las telarañas del Maracaná.

 

Bibliografía

Borges, Jorge Luis. Arte poética. Editorial Crítica. 2001.

Borges, Jorge Luis. Borges oral. Alianza Editorial. 1998.