La consecuencia de dicha incapacidad generalizada para salir de sí, es el abocamiento en una sociedad deprimida y solitaria.
Por / Jhonatan Valencia Torres
«Porque tus ojos que han penetrado a través de los míos hasta el fondo de mi corazón, encienden en mis entrañas un vivísimo fuego.
Ten, entonces, misericordia del que perece por tu causa»
Ficino.
En el trabajo de Gadamer sobre La incapacidad para el diálogo (1971) una de las preguntas esenciales que guían su reflexión es la siguiente: ¿no observamos en la vida social de nuestro tiempo una creciente monologización de la conducta humana? Ciertamente nuestras prácticas sociales se han modificado, y lo curioso de todo es que esto ocurre a la par que han avanzado las formas de digitalización y homogenización del mundo. Pensar dicha cuestión en gran medida nos explicaría entonces por qué se dan de manera cada vez más marcada ciertas experiencias de auto enajenación y soledad del mundo moderno.
No es un misterio que en el desenvolvimiento de la convivencia con otros seamos cada vez menos receptivos. En lo que se refiere a la exposición de ideas para combatir otras diferentes a nuestro parecer, somos cada vez más radicales en nuestros puntos de vista, y da la impresión de que somos menos hábiles en el arte de la conversación. No en vano el panorama de la polarización se encuentra en un momento tan álgido y parece que definitivamente no podemos encontrar puntos de común acuerdo. Parece una utopía conceder al arte de la conversación la necesidad de las objeciones, los malentendidos, la manifestación de esa individualidad que es el otro y que es como “la piedra de toque del posible acuerdo al que la razón nos invita” si es que nuestra pretensión es establecer un diálogo verdadero.
Ese misterio que es la alteridad, la cual construye un mundo a partir de su escucha, se siente que se difumina y parece que solo queda ante nuestra visión el eco de nuestras propias premisas y puntos de vista.
Dentro de la experiencia humana más íntima al lado de la muerte tenemos el amor. En este ocurre exactamente el mismo diagnóstico: nuestra imposibilidad para dialogar va de la mano con nuestra propia insuficiencia para el amor. No en vano suele proclamarse en los últimos tiempos la muerte del amor. Y en la misma línea, dicha muerte del eros, viene por la proclama del “infierno de lo igual”, de la homogenización y monologización de nuestra conducta humana.
Un primer planteamiento que explica este punto de vista establece que dicha carencia se da en la medida que hay una sobreoferta del amor. Hay una ilimitada libertad de elección. El objeto del deseo se convirtió en un cuerpo más de consumo que bien puede obtenerse sin ningún tipo de barrera. Así, al existir tan numerosas opciones y posibilidades ilimitadas, no hay más que una saturación del amor mismo, un enfriamiento del deseo.
Sin embargo (y aquí sigo a Byung-Chul Han), hay algo que ataca más al amor que la simple libertad ilimitada por elegir objetos del deseo y que va en concordancia con el mismo problema de nuestra reclusión en nosotros mismos y nuestra imposibilidad de salir de sí para dialogar, para conocer verdaderamente a otros. Y es precisamente el hecho de la difuminación del otro, la erosión del otro, la liquidación del otro en el infierno de lo igual.
No sólo la sobreoferta de otros nos conduce a una crisis del amor, sino el profundo narcisismo del que somos presas. Hacia afuera ya no hay un espejo que refleja nuestra imagen invertida, un eco de nuestra unidad con otros, que expone nuestras carencias y defectos, puesto que ya no hay un afuera, ni siquiera un mirar alrededor.
El amor siempre implica la extrañeza de lo otro. La mismidad del yo en el amor no es posible en tanto su correlacionarse siempre está la exposición de un “hacia afuera” que no soy yo. En la homogenización de las masas de nuestro mundo actual la experiencia erótica cada vez es menos genuina en tanto que la estandarización difumina las diferencias. Al eros le es esencial la “asimetría y la exterioridad del otro”.
El amor es alteridad esencial, es atópico, es decir, no es tierra firme sobre la que nosotros gobernamos sin más, puesto que en su mismo desplegarse el objeto de deseo que me interpela, me llama y me mueve, carece de lugar, “se sustrae al lenguaje de lo igual”, no representa el piso firme de mis convicciones y formas de cifrar el mundo. El lenguaje del eros es signo diferente de mi lengua pues al acercarme a él siempre representa pasión y herida. Por eso al tratar de encauzarlo dentro de mi sistema hay una pugna interminable que es la lucha de amante y amado.
Nuestras prácticas consumistas tienden a una adecuación del canon general de la propia subjetividad, quiere decir que aún bajo la falsa impronta de una originalidad, que no es más que eslogan, el consumo sustrae la alteridad atópica, que siempre es el otro, en favor de una positividad consumible. En otras palabras, el patrón de consumo se homogeniza según lo útil, lo llano, lo fungible, de modo que siempre hay una sobreexposición del yo y sus gustos, y en esa medida lo que se despliega delante de nosotros no es una alteridad genuina sino un narcisismo cansino.
En la medida que la negatividad del otro se difumina en positividad consumible, mercancía para mi satisfacción y placebo de mi egoísmo, los límites entre yo y el otro, su extrañeza, su heterogeneidad, quedan como mera proyección de mí mismo. El mundo sólo adquiere sentido para este sujeto moderno, para este yo potenciado en todos los frentes, si tiene relación consigo mismo, o mejor, si representa proyecciones de sí mismo. Como resultado de ello, se cierra cada vez más la posibilidad de conocer al otro en su diferencia, su alteridad, y así, el sujeto actual es “sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo”. El mito de narciso se reescribe, pero conserva su verdad.
La consecuencia de dicha incapacidad generalizada para salir de sí, es el abocamiento en una sociedad deprimida y solitaria. La depresión es conciencia de soledad, y dicha soledad es narcicismo puro. El sujeto deprimido, está apilado patológicamente consigo mismo en una relación exagerada. Para el sujeto narcisista no hay mundo, hay abandono del otro, desaparición y difuminación del otro. “El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado de sí mismo”. Liquidado de las diferencias, el otro desaparece en la imagen que de sí proyecta el narcisista, al punto de que lo que reconoce de él no es más que la imagen de sí mismo, de modo que el otro simplemente es confirmado en su ego.
El narcisista-depresivo, al advertir la diferencia abrumadora que es el otro, ese torrente que rompe mi circularidad y la destruye, cae en el juego de las pretensiones de leerlo según sus signos, y al tomar conciencia de la imposibilidad de dicha pretensión, lo desdibuja y toma de él lo que sólo es un eco de sí, y en esa medida, lo empareja, lo allana, lo moldea, en suma, toma del otro lo que sea sólo una visión de sí mismo, desechando el producto restante para volver sobre el reinado de su mismidad.
Como producto, el “otro amado” es sólo presente optimado que cae en la categoría de simple objeto sexual que se diluye en la inmediatez del uso. De modo que ya no es un tú al que nos dirigimos, puesto que no es posible ninguna relación con él. El otro, sexualizado como objeto excitante solo puede consumirse, pero no amarse, en tanto que su alteridad ha sido despejada. De ahí el hecho de esa infranqueable soledad de la que somos presos, esa circularidad sin fin. Soledad orquestada por nuestra misma incapacidad para ese diálogo entre almas que se da en las relaciones humanas y que en mayor medida se presenta en el encuentro amoroso.
El eros, peligroso sentimiento que nos enajena y no saca fuera de sí, vence la depresión. En la tensión erótica, que es duelo y herida, enfrentamiento a la extrañeza que es el otro, pero que en su unión me reescribe de manera diferente, es donde el sujeto alienado en su autosatisfacción, rompe su monólogo interno para escuchar el canto del mundo desde una voz que no es suya. Eros también es muerte y renacer. Muerte de mí mismo para transformarme bajo la mirada del nuevo sol que son los ojos de quien se ama. La dialéctica amorosa, es la pérdida del suelo firme de mis convicciones enmascaradas en el miedo, y me conduce del “infierno de lo igual a la atopía; es más, a la utopía de lo completamente otro”.
El Amor, tiene en sí el sello de una lejanía que no es posible romper, es una negatividad (en tanto que es diferencia de mí mismo) que construye una verdadera intimidad. El abrazo es la certeza de esa diferencia, que si bien esta se difumina en su unión, mantiene la certidumbre de la divergencia del otro ser que me abraza. Lo esencial de esta negatividad, es precisamente que las cosas son vivificadas por su contrario: el amado es extraño que se confunde en mí, me transforma, y en su estar, rompe el hilo de mi monólogo interno para entonar el canto del mundo.
Eros es un acto de transgresión, mucho más ahora donde se trata de romper la misma lejanía a través de los medios digitales. Sin embargo, esa cercanía que solo está a un clic de la mano, lo que genera es una falta de distancia que desdibuja al otro. La tensión antes dicha de la extrañeza del otro se rompe y el otro se positiva para convertirse en una mera fórmula de disfrute; dice Byung Chul han: «El amor se positiva hoy para convertirse en una fórmula de disfrute. De ahí que deba engendrar ante todo sentimientos agradables. No es una acción, ni una narración, ni ningún drama, sino una emoción y una excitación sin consecuencias. Está libre de la negatividad de la herida, del asalto o de la caída. Caer (en el amor) sería ya demasiado negativo. Pero, precisamente, esta negatividad constituye el amor: “El amor no es una posibilidad, no se debe a nuestra iniciativa, es sin razón, nos invade y nos hiere”. La sociedad del rendimiento, dominada por el poder, en la que todo es posible, todo es iniciativa y proyecto, no tiene ningún acceso al amor como herida y pasión».
El amor en la tierra de las posibilidades ilimitadas, en el mundo de la sobredemanda del cuerpo, del todo vale y todo se comparte, languidece con cada “me gusta”, puesto que narciso, creyendo que ama, se encierra cada vez en sí mismo, y en su peregrinaje, se dirige al estanque inmóvil de su egoísmo y su muerte. Su eros, es un eros inauténtico, ilegítimo, un eros venal, esclavo del tiempo en línea y del like, un eros que se autolacera; su saeta, es la ponzoña que a sí mismo se administra.
Eros es ante todo resistencia contra la cosificación económica del otro. Debe ser escucha, que aún en el desacuerdo, mantiene viva la voz de alguien que sencillamente es diferente a nosotros. La incapacidad para el diálogo que muchos nos reprochan es quizás el reclamo del otro, que envuelto en su sistema de mundo y de creencias, no puede salir de sí. Entonces, la vía por tomar es arrojarse al tempestuoso fuego del amor como lo dibujó Dante en su canto quinto del Infierno. Permanecer sin miedo con la herida del amor, la de la muerte y la de la vida como lo dice Miguel Hernández. Para el amor, la poesía de la vida; para el artificio el like. Cada quien que siga su senda. No obstante, ya se lo dijo la sabia Diotima a Sócrates: “Lo bello es lo difícil”.
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