Visión de los vencidos: visión de la vacuidad y la finitud,
de la muerte y el despojo;
visión de una derrota callada por mucho tiempo,
rumor de voces del silencio;
visión del desamparo y la orfandad.
Visión de los vencidos, sentimiento de soledad inacabado,
profundo lamento en el centro frío de la
noche de todos los tiempos.
—César Valencia Solanilla
Escala invertida. Ensayos sobre literatura y modernidad.
Por: Juan Sebastián Guzmán*
La presente reflexión pretende dar cuenta de la lectura realizada al fragmento Literatura precolombina: la visión de los vencidos de César Valencia Solanilla. Se realizará un compendio de las ideas principales a la vez que se efectuará un análisis crítico.
La visión del victorioso es siempre narrada: españoles que llegaron con el “progreso” a estas tierras desconocidas, lejanas en cultura, lengua y prácticas. Con su portentosa cruz, grisácea como se tornaría el sol y los días siguientes de aquellos pueblos primitivos y sus dioses, llegaron a Abya Yala. Su codicia los llevó a recorrer el mundo; la expansión de su territorio se presentaba como una necesidad.
La imagen de los genocidas es exaltada en su totalidad por los cronistas españoles como lo menciona Valencia, escritores que rendían gran tributo a la corona de España y justificaban lo hecho por sus soldados:
Se exalta el valor de los conquistadores, las enormes dificultades que debieron vencer, la encarnizada lucha contra la naturaleza hostil y los nativos, la gesta evangelizadora, la fundación de ciudades (…) al fin y al cabo, la conquista siempre sería entendida como expansión política del imperio español y como expresión de un designio sagrado que un Dios muy especial le concediera a España para difundir la fe católica en todo el planeta.
Sin embargo, no todos los llegados a estas tierras habían venido con la sola idea de arrasar con aquel mágico mundo. Hubo otros, como Fray Bernardino de Sahagún y Felipe Guamán Poma de Ayala que, como mucho más, se dejaron cautivar de la grandiosa cultura indígena, de sus dioses, de su lengua, de sus estructuras sociales, políticas y económicas.
Como lo dice Soustelle, mencionado por Valencia: “en una de las más significativas formas de sincretismo cultural en la historia de los pueblos”, ahí en esa forma de sincretismo cultural se encuentran los pueblos aborígenes: tenían una grandiosa concepción del mundo y del ser, de la naturaleza, de la existencia misma, de todo aquello que nosotros vemos dentro de lo espiritual o material, llena de un insondable simbolismo. Todas esas creaciones, rescatadas por algunos españoles o transcritas posteriormente, son conocidas como literatura precolombina.
La escritura de los antiguos (en especial los mexicanos) se estimaba mucho, de esto da cuenta fray Diego de Durán, citado por León-Portilla: “(…) confeccionaron numerosos códices en muchos de los cuales, como lo nota fray Diego de Durán, ‹‹conservaban sus memorables hechos, sus guerras y victorias… todo lo tenían escrito… con glifos de años, meses y días en que habían acontecido››”. Aquí cabe destacar el papel fundamental que cumplió Diego de Durán, el historiador y fraile dominico español. A diferencia de los suyos, inquisidores por excelencia, quiso preservar estos textos de mayas y aztecas, todos contenidos en códices.
Algunos textos escritos en náhuatl, dan cuenta de cómo los aztecas tenían el presagio de que llegaría una nueva era, que por fin vendrían sus dioses. Al llegar Hernán Cortés con sus tropas, los aztecas creen que lo presagiado se cumplía, que se había dado una teofanía, que sus dioses ante ellos se presentaban. Así lo comenta Valencia:
Como los hombres que llegan en estas extrañas naves son blancos y barbados, de pelo largo y raras vestimentas, el monarca azteca cree que los presagios han empezado a cumplirse y que es preciso rendir tributo de admiración a los dioses recién llegados.
Empiezan a rendir tributos y a llevar distintas dádivas a quien no sabían que sí les daría una nueva era, pero funesta y llena de brumas. El codicioso y vil español Hernán Cortés dispara su arma y ante él se amedrantan los indígenas; para estos queda confirmado que son sus deidades, para aquellos representa una sólida hegemonía. Así, interpretaron todo como la ira de los dioses.
En el Códice Florentino, recopilado gracias a los informantes que tenía de Sahagún, se hace un compendio de los presagios de estos pueblos, a saber: una columna de fuego en el cielo, incendio voraz en la casa del dios Huitzilopochtli, un rayo que sin trueno y tenue lluvia cae en el templo de Xiuhtecuhtli, un cometa, una laguna hirviendo que causa no pocas inundaciones, el llanto de una mujer (se piensa que de ahí se creó la figura de la llorona), los signos en un pájaro ceniciento examinados por Motēcuhzōma Xōcoyōtzin (Moctezuma el joven) y la aparición de hombres monstruosos. Todos estos presagios funestos se convirtieron en una lóbrega realidad para los indígenas después de la llegada de los españoles.
Sí llegó aquella nueva era tan anhelada, la “segunda era” por la que tanto habían estado esperando. Mas en sus mentes no habían concebido que llegaría con sangre, con una cruz fatal, aciaga, que “A sangre y fuego impondrían la fe (…)”, dice Valencia. Los españoles, con la acepción muy acertada de Valencia, esos “(…) inefables señores de la cruz y de la espada”, llegaron a imponer de manera atroz su sistema estructural tanto político como religioso al pueblo indígena. A aquel pueblo que estaba en su máximo esplendor, vinieron aquellos a castrar el sol.
No fue únicamente la destrucción de lo material, de sus códices, de sus figuras, de sus templos y casas, no fue solo el asesinato de sus líderes, de sus niños y niñas, fue el deicidio impartido por los portadores de la cruz. Aquello de castrar al sol, que está expresado en un texto maya, tiene un carácter profundamente simbólico. El sol es el que germina, el que permite que algo llegue a ser, llegue a la vida; al castrar el sol, estaban impidiendo el “(…) poder germinativo del astro, para negar de esta forma el valor cosmogónico mismo en el que ellos creían con esperanza”, enfatiza Valencia. Estaban negando que la vida prosiguiera su rumbo natural con la ayuda del naciente sol.
La impotencia de aquellos vencidos es evidenciable en muchos textos, un ejemplo nos lo da Valencia con el poema azteca Los últimos días del sitio de Tenochtitlán, pero éste no es el único, también encontramos el desamparo y la ruina de la llegada de los españoles en La tragedia del fin de AtauWallpa. En ambos podemos ver la orfandad por el abandono de los dioses.
En Los últimos días del sitio de Tenochtitlán se destaca la mirada desde un “nosotros” de lo sucedido, de la suerte a la que tuvieron que atenerse. Se da una descripción llena de simbolismo de lo acontecido: rojas las aguas, el precio de los indígenas por veinte tortas de grama salitrosa y la subestimación de cosas que se tenían en demasiado valor. Se destaca la frialdad, la imposibilidad de hacer algo. Igualmente, esto es evidenciable en La tragedia del fin de AtauWallpa, no solo es el deicidio ya cometido y la imponencia de una nueva religión, sino que es el asesinato de su Inca, de AtauWallpa, amado por todos y que a todos los suyos protegía. Quedan a la deriva, paradójicamente, en un mundo desconocido y desamparado. Se da así una “imagen del caos, la metáfora del desamparo y del asombro” continúa Valencia.
Como mencionaba anteriormente, se resalta desde un “nosotros”, desde la colectividad que a través de la narración de una persona, de un anónimo, da cuenta de la tristeza, pesadumbre, abandono y desespero; en palabras de Valencia:
De nuevo, pues, aparece en esta otra forma de expresión de la poesía precolombina, una idéntica postura del creador anónimo de la colectividad: la noción de la perplejidad, del aturdimiento, de «errabunda vida dispersada» en que se siente sumergido todo un pueblo cuando le han arrebatado a sus dioses y monarcas, cuando se ha debilitado al límite su razón de ser en el mundo y no parece esperar para ellos más que el vado y la soledad.
La llegada de los barbados también había sido profetizada en la literatura maya, en sus grandes libros sagrados (el Popol Vuh, El libro de los libros del Chilam Balam y el Chilam Balam de Chumayel), así pues, todo aquel pueblo “(…) asume desde su llegada un sentimiento de frustración y derrota”, dice Valencia. La pasividad asumida con la llegada de esos hombres, como dice el autor: “(…) ebrios de dios y de miseria”, se explica por su honda espiritualidad y su creencia de que aquellos ampliarían sus horizontes y tendrían caminos llenos de luz, pero ya vimos cuán diferente fue la realidad.
Sin embargo, aquel fuego que ardía dentro de todos los indígenas, dentro de sus mitos y leyendas, dentro de sus dioses, dentro del maíz y la tierra, no quedó reducido a cenizas, aquel fuego fue un “vigoroso canto de vida entre los despojos de la muerte, llama minúscula que fue iluminando por siglos la oscuridad”, al decir de Valencia. Quedó una herencia y fue la exaltación de lo diferente.
Más una reflexión que una conclusión: su esplendoroso pueblo quedó navegando, metafóricamente hablando, en aguas suyas, pero con remolinos ignotos. Quedaron errabundos ante una nueva lengua, unas nuevas prácticas, un nuevo dios al que adorar y temer, vestimentas desconocidas. En fin, un vuelco total a su magnificencia. No obstante, aún hoy día existen pueblos que recrean los rituales de sus ancestros, de nuestros ancestros, y de esta manera se actualiza el mito, se mantiene vivo.
Una fracción de nosotros, los latinoamericanos, viene de allí, de aquellos que resistieron, de aquellos que lucharon por preservar lo suyo, el suntuoso mundo en el que habitaban y que hoy revive en la entonación de miles de indígenas. Por ello es indispensable que aquella parte nuestra se acerque a esa literatura, a la Literatura Precolombina, a nuestra literatura.
* Estudiante de la Licenciatura en Español y Literatura UTP.