La violencia, esa que por más de medio siglo ronda calles y montañas, se ha convertido en algo tan común que terminamos por acostumbrarnos a sus consecuencias.
Fotografías / Andrés Felipe Mosquera
“Están en algún sitio / concertados
desconcertados / sordos
buscándose / buscándonos
bloqueados por los signos y las dudas”
Mario Benedetti
Después de un año esperando una señal sobre su paradero, el 18 de enero de 1989 finalmente la guerrilla le informó que no los buscara más, que ellos, como tantos otros, también estaban muertos.
No se lo dijeron, es cierto, pero lo mejor era devolverse por donde había llegado. Eso entendió. O peor aún: esa era la única opción que tenía en ese momento. Si se quedaba, si intentaba poner en duda su poder, lo más seguro es que tampoco regresara a contar la historia. Pero ¿contar qué?, se dijo. ¿Cómo decirle a su madre —mi abuela— que no los había encontrado?
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Lo primero que hizo apenas llegando al municipio de Calamar, Guaviare, fue buscar un balsero. Lo encontró organizando algunas canecas con gasolina en la orilla del río Unilla. Había más de cinco hombres sentados junto a sus pequeñas embarcaciones, pero, por precaución, eligió preguntarle a uno solo: un negro alto y fornido que tenía tatuado en la espalda el rostro de una mujer y que, por suerte, se hallaba a un par de metros del grupo. De modo que le preguntó si lo podía llevar al lugar donde se encontraban sus hermanos, pero antes que pronunciara el nombre de la vereda donde debían ir, el balsero respondió con otra pregunta: “¿Tiene el permiso?”. Mi padre, quien no sabía nada de dicho permiso, recuerda que en ese instante se preguntó desde cuándo las personas que vivían en su país tenían que solicitar un permiso para transitar de un lugar a otro. Para entonces, ya había escuchado en la radio algunas noticias sobre el conflicto armado en la zona, sin embargo, fue hasta el lugar de los hechos donde vino a estrellarse con este tipo de exigencias.
—Sin permiso no se puede, hermano. Está prohibido.
Entonces, antes de regresar, el balsero le dijo que algo se podía hacer. Así que caminaron hasta un bar que se encontraba atestado de campesinos que –de acuerdo con su relato– se trataba de jóvenes raspachines que habían llegado al pueblo con tres firmes objetivos: comprar la remesa, pasar la noche con una mujer y despejar con alcohol los azares de la vida. Licencias que debido a la ubicación geográfica de las fincas donde trabajaban sólo eran posibles cada tres meses. Allí, con un trago de aguardiente encima, el balsero le señaló al hombre que estaba encargado de toda el área. Eran exactamente las cinco de la tarde.
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Mientras tanto, balanceándose en su antigua silla de madera, mi abuela esperaba el regreso de sus hijos. Había pasado un año desde la última vez que estuvo con ellos. Y había pasado un año, también, sin recibir un sólo mensaje. Esto hizo que empezara a imaginarse lo peor: algo —aunque no sabía qué— parecía advertir un desenlace del que ella y los demás familiares huían argumentando toda clase de posibilidades.
—Nosotros a veces decíamos que habían conseguido mujer y que por eso no habían vuelto. Otras, en cambio, decíamos que estaban en otra parte, lejos, en el monte. Guardábamos esa esperanza.
El temor de que algo fatal hubiese sucedido, por otro lado, no tardó en causar sus primeros estragos: “Como no sabíamos nada de ellos, mi mamá, de tanto pensar, entró en una crisis nerviosa. Y nosotros corra pal’ hospital. Y si alguien venía de esas tierras y mencionaba alguna cosa, más mal se ponía”. Incluso cuando empezó a faltarle la memoria, algunas veces, consciente o inconscientemente, empezó a llamar a sus nietos por el nombre de sus hijos: “Guillermo, venga me hace el favor”. O: “Álvaro, mijo, tráigame un poquito de café”. Tal vez, en medio de sus repentinos delirios, intentaba engañar a la realidad. Tal vez porque en nuestros rostros veía los rostros de sus hijos. Por eso nunca quisimos llevarle la contraria. Sabíamos que atender a su llamado era devolverle un poco de vida.
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El hombre que estaba encargado de toda el área —según alcanzó a escuchar mi padre por comentarios a su alrededor— era un comandante que pertenecía al Frente 1 de las FARC-EP. Sólo él podía autorizar si viajaba o no al lugar donde suponía se encontraban sus hermanos. Sin su autorización, sin su consentimiento, nadie podía colocar un pie fuera del municipio de Calamar. Todos sus habitantes, en últimas, estaban presos en su propio territorio. Irónicamente, los humildes nombres que aparecían mecanografiados en las escrituras de los predios que antes les pertenecían, poco a poco se convertían en una burla.
—Ellos eran la Ley. No es que no hubiera policías en el pueblo. Sí los había, pero la guerrilla, en esa época, era quien más tenía poder.
Cuenta mi padre que en esa época el grupo insurgente era el que más poder tenía, aunque, además de las guerrillas, los habitantes de la región también han tenido que someterse a las aterradoras injusticias por parte de los paramilitares. Tal es el caso del bloque Guaviare que entre los años 2001 y 2005, según las declaraciones presentadas por la Fiscalía en enero de 2014, cometió una serie de delitos de lesa humanidad que fueron ordenados por Pedro Oliveiro Guerrero, alias “Cuchillo”.
Realidades que, sin querer, hemos aceptado como una porción de nuestra azarosa cotidianidad. La violencia, esa que por más de medio siglo ronda calles y montañas, se ha convertido en algo tan común que terminamos por acostumbrarnos a sus consecuencias. Nos sigue pareciendo inútil, a pesar de todo, intentar comprender que su origen se debe más a la desigualdad social que al narcotráfico.
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Uno de mis tíos —“el menorcito”— se llamaba Álvaro. Tenía 20 años, los ojos color café y un bigote que había heredado de una película mexicana. De ocho hermanos fue el único que logró terminar el bachillerato, pero, por cuestiones económicas, se dedicó a las labores del campo. Guillermo —“el mayorcito” — tenía 40 años, era aficionado al comercio y desde hacía tres años transportaba productos agrícolas en un jeep Willys que había comprado con sus ahorros.
El negocio era rentable, pero la fascinación por la base de coca y el progreso del que tanto hablaban sus amigos, terminaron por convencerlos: si se iban para los llanos las cosas empezarían a ser distintas. Alcalá, Valle del Cauca —lugar del que eran oriundos— en ese tiempo no se prestaba para soñadores. Sólo tenían dos opciones: quedarse trabajando en sus parcelas o salir en busca de un mejor futuro.
En ese entonces fue el presidente Virgilio Barco, en medio de la oleada de sucesos infortunados, quien durante su mandato debió afrontar el conflicto. Los asesinatos de los miembros de la Unión Patriótica (UP), los atentados guerrilleros y los ataques terroristas vinculados al narcotráfico fueron la antesala de una de las décadas que con mayor violencia ha azotado al país. En todo caso, al finalizar su gobierno, gracias a los acuerdos de paz que se venían desarrollando, Barco consiguió realizar la desmovilización del grupo guerrillero M-19 e iniciar la participación de éstos en la vida política institucional.
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Sin embargo, el comandante que estaba encargado de toda el área, no se levantó de la silla en toda la noche: después de beber aguardiente en cantidades desproporcionadas, cayó dormido sobre la mesa. Nadie —ni siquiera sus acompañantes— se atrevieron a despertarlo. Por esa razón, cuando llegó el amanecer, mi padre decidió pasarse por alto el debido proceso.
—Yo tenía que llegar a la vereda Agua Bonita. Yo sabía que allá estaban mis hermanos.
Pero no, mi padre no alcanzó a llegar a tan perseguido destino. Cuando estaba en las orillas del río negociando el valor del viaje, uno de los hombres que custodiaba al comandante lo detuvo mientras intentaba convencer a otro de los balseros. Este, sin conmiseración alguna, le dijo que ellos sabían a qué había ido, pero que no se preocupara, que a sus hermanos no les había pasado nada. Y, algo más: que si quería se podía quedar el tiempo necesario en las instalaciones del pueblo. Ellos mismos —cuando así lo dispusieran— se encargarían de llevarlo a la vereda donde se encontraban.
— ¿Qué les podía decir? Ya los habían desaparecido, ya los habían matado.
Sin otra salida, mi padre se dirigió al pequeño aeropuerto municipal con una tristeza que jamás había sentido. Ni él, ni su madre, ni sus demás hermanos volverían a verlos con vida. La espera había terminado: apenas quedarían sus rostros, las veladoras encendidas y los recuerdos acotados, difuminándose en sus memorias. ¿Cómo entender que desde ese día sus nombres entrarían a la casi interminable lista de desaparecidos que nos ha dejado el conflicto armado? Aún más: ¿cuánto coraje se necesita para regresar a casa y dar una noticia así a una madre? Ahora, después de tantos años, mi padre recuerda que desde la rústica aeronave divisó las planicies de los llanos orientales como si fuera el último lugar en el universo. Luego, mientras enciende un cigarrillo, me dice que aquella mañana fue una en la que “sólo deseaba permanecer y permanecer sobre las nubes”.