El río que se hizo poesía

En la primera década del 2000 el país hervía gracias al conflicto armado. Eran tiempos donde hubo víctimas arrojadas al río, las cuales provenían de cualquier municipio y estaban envueltas en bolsas, con piedras o cemento para que no flotaran o simplemente estaban descuartizadas. 

Es viernes –día de los muertos– y llueve en el centro de Pereira. Caminamos alrededor de la plaza, durante diez minutos, sin resultado y nos sentamos en un café. Fotografía / Rodrigo Grajales

Texto y fotografías: Margarita Rosa Rojas Torres

María Isabel busca el evento Magdalenas por el Cauca, un encuentro que rinde homenaje a los desaparecidos del conflicto armado y víctimas de la violencia, en la plaza cívica Ciudad Victoria con la esperanza de recitar algunos de sus poemas y hacer parte de esta conmemoración.

Es viernes –día de los muertos– y llueve en el centro de Pereira. Caminamos alrededor de la plaza, durante diez minutos, sin resultado y nos sentamos en un café. Parece estar cansada y revisa su celular para comprobar qué fue lo que pasó con el evento. Hace frío y finalmente se resigna a que lo cancelaron.

—Lo que varía en la cuestión de los muertos es la forma en cómo los mataron, eso hace la diferencia. Hay muchísima gente que no han encontrado, porque están en tumbas conmemorativas, en partes tan tristes que solo llega allá la misericordia de Dios.

La ‘poeta de los muertos’, la ‘novia del río Cauca’ o simplemente María Isabel Espinosa Hincapié es una mujer menuda, sencilla, de cabello cano y manos ásperas. Ha trabajado por muchos años en el campo y cuenta que antes de conocer la oscura historia de Colombia, vivió entre flores y colores en la vereda La Bella, del municipio de Pereira. Lleva una blusa color salmón, pantalón negro y tacones que la hacen caminar más rápido de lo normal.

Centenares de cadáveres han pasado por las aguas del río Cauca. Centenares de ellos siguen sin identificar.

Hace 15 años dejó Pereira, su ciudad natal, por cuestiones laborales y se trasladó hacia la vereda Guayabito, ubicada en Cartago, Valle del Cauca, sin saber lo que le esperaría en aquel lugar donde se oculta el sol y lo que, según ella, Dios le tenía preparado.

El 14 de febrero de 2003, a pocos días de haber llegado a la vereda, María Isabel vio bajar a la primera de muchas víctima.

—Para mí era común ver esos cadáveres, pero normal no era —dice María Isabel con rostro serio, mirando hacia el lado izquierdo.

Le pregunto si aún recuerda a esa víctima, su expresión cambia y hace una pausa:

— Lo recuerdo mucho porque se quedó en mi mente y quizás, para mí, hizo la diferencia entre muchos que vi pasar por la forma en la que lo mataron —titubea un poco y me mira a los ojos —. Era un joven de 18 años, con el cabello ondulado, con las manitas cortadas, los pies también, nueve tiros en el pecho, la boca llena de trapos y la cabeza dentro de una chuspa —dice mirando hacia la aromática que hay sobre la mesa —. Él hizo la diferencia por eso.

En la primera década del 2000 el país hervía gracias al conflicto armado. Eran tiempos donde hubo víctimas arrojadas al río, las cuales provenían de cualquier municipio y estaban envueltas en bolsas, con piedras o cemento para que no flotaran o simplemente estaban descuartizadas. Es por esto que hoy en día existen alrededor de 10.756 NN, según el Sistema de Información Red de Desaparecidos. Fueron muchos los pescadores y areneros los que se encargaron de sacar aquellos cuerpos y entregarlos a las autoridades.

—Hay mucho cadáver que se pierde en el río Cauca, por Los Chorros, por ahí. Cuando era más joven bajaban por ahí cuatro, cinco o seis muertos por día o hasta más —confiesa Jorge Eliécer, uno de los que se encargó de recoger algunas víctimas.

A diez metros del río Cauca, aquel lugar que vio bajar las víctimas del conflicto armado, vive Jorge Eliécer Agudelo. Es un pescador y lleva 34 años ejerciendo su profesión y subsistiendo de lo que el río le provee. Saca los muertos que ve flotar por las aguas de la Virginia, Risaralda, desde los 14 años y junto a su padre aprendió que este arte, como así lo llama, en una época fue tan común como ir a pescar.

—Uno se va acostumbrando, uno va botando el miedo a recogerlos, al final todos los muertos son iguales —dice serio, como quien estuviese familiarizado con esta práctica.

Entre dos personas, normalmente areneros o pescadores, realizan la acción de sacar los muertos y orillarlos un poco. Después de esto llega la Fiscalía, hacen el levantamiento y llevan el cadáver directamente a la morgue para que su familia pueda reconocerlo. Cuando alguien se hace cargo de un desconocido o NN, tiene que cubrir todos los gastos funerarios.

—A veces uno coge finados que no son conocidos de uno y ya la Fiscalía se encarga de joderlo a uno porque se supone que eso no se debe hacer o sino le toca al municipio hacer el entierro, porque el cementerio se va llenando de puro NN y nadie responde.

Extraer arena es uno de los oficios tradicionales en la orilla del Cauca perteneciente a Pereira, corregimiento de Caimalito.

Una poética del no nombrado

Conmovida por la misericordia y la impotencia de no poder enterrarlos, María Isabel encontró en la poesía una manera de darles el descanso que se merecían. Así fue como estas atrocidades la motivaron a sepultarlos de una manera simbólica y sacarlos del río con papel y lápiz.

Lamento colombiano

Oh, patria donde conocí a mis padres y ellos me vieron nacer, pero  a nuestros hijos no dejan amamantarlos y mucho menos sus cuerpos crecer, el paisaje que por derecho nos pertenecía como alas gigantes esconden el amanecer de hombres con diferentes ideologías, masacrados y secuestrados son en contra de su parecer, el sol corre deprisa porque se niega a ver que la tierra es testigo de una guerra sin cuartel, la luna apenada se asoma y esconde su resplandor diciendo con su tristeza que somos hombres en extinción. 

Mi patria ya no es mi patria porque muchos aportan para su destrucción y apenas unos pocos que luchan por ella los silencian sin compasión, los sueños que teníamos para una patria de amor se han convertido en quimera de llanto y de dolor, en un peregrinar de almas que no encuentran a los suyos hoy, tampoco dónde fijar sus raíces para hacer un mundo mejor.

María Isabel no tiene grandes maestros de la literatura y ha leído poca poesía, no tiene técnicas ni un manual de redacción a la mano. Sin embargo, eso no la ha detenido para seguir escribiéndole a las víctimas y continuar con un legado que ha tratado de narrar una parte del conflicto armado en Colombia.

—Mi principal referente es Dios y a mí me dio la capacidad de escribir y de expresarme porque no tengo maestrías ni tampoco doctorados, pero sí un talento que este me ha otorgado, se ha convertido en mi mánager y por todo el mundo me ha llevado, dando a conocer los bálsamos cicatrizantes para todas las víctimas que el conflicto armado en Colombia ha dejado —dice en rima y sonríe a pesar de tanto sufrir por su patria y por aquellos muertos que considera como hijos suyos.

Me comenta que la han amenazado, pero que no es un impedimento para salir adelante y continuar escribiéndole a la patria, la paz y a los miles de colombianos que murieron a manos de otros colombianos.

La Arenera, sector ubicado a orillas del Cauca.

—Yo hago este trabajo y hay muchos detractores que no quieren que yo lo haga —dice ella mirándome a los ojos.

El río ha sido su confidente, su fuente de inspiración, él fluye junto con las palabras de María Isabel como si fueran uno, como si ella fuese una extensión de este. De ancho, mide cuarenta metros, más una profundidad de hasta quince metros donde solo me pregunto cómo habría sido ver flotar una persona fallecida por esas aguas.

—Somos como dos abogados que legislamos por aquellos desventurados que pasaron por ahí —, dice con alegría, su semblante cambia y en sus ojos se refleja el gran cariño que guarda por aquel lugar —. Esta es una relación de sentimiento puro y de borrón y cuenta nueva porque nos vamos a casar y no vamos a descansar hasta que cada madre logre saber de su retoño, agrega mientras termina su aromática.

Actualmente vive en Cartago, Valle del Cauca, en Zaragoza, un corregimiento de este municipio, donde pasa sus días dando charlas, conferencias y donde visita, cada que puede, a algunas madres que tienen sus hijos desaparecidos. Su vida sigue a pesar de lo que vio, y 15 años después, sus poemas siguen recorriendo numerosos lugares del mundo y contando la cruda realidad del país.

Ella le agradece al público que la lee, a pesar de que no tenga fórmulas o técnicas para redactar, María Isabel siente que tiene un deber con esas víctimas del conflicto armado que alguna vez desenterró con sus letras, sus hojas en blanco o servilletas, su lapicero y su amplia inspiración. “Todo tiene su esencia y la esencia en nada está, porque todo muere, /muere la tarde al ponerse el sol, muere la noche al aparecer el día, /se marchita la flor al mediodía, muere el preso de melancolía, /muere la justicia por falta de verdad y la verdad no tiene justicia, / muere el embrión del pájaro que lucha para darle vida”.