RAFAEL, EL DEL AGUA

Sí, Papá, de eso te quiero hablar. De ese algo que soy yo y mi relación con los libros, de cómo te busco y te encuentro ahora en ese espejo de agua de las páginas impresas.

 

Escribe / Jáiber Ladino Guapacha – Ilustra / Stella Maris

@JáiberLadino

 

Llueve afuera. Llueve adentro. Tecleo a su ritmo; suave y constante. Una a una se suman líneas que condensan párrafos, a la inversa de las nubes que se deshacen en los millares de gotas que renuevan los colores en las montañas. Reconozco entre esa música del aguacero, los pasos escondidos que suben lentos la escalera. Mis gatas saltan del mueble a saludar esa brisa que las mima, que modula el tono hasta encontrar la frecuencia que les resulta conocida. Gaaata, gata-niña… de barrigas, de barrigas, suena en castellano lo que ellas entienden en su felino.

No me inquieta saber que esas miradas fijas de Mina y Mora pueden verlo donde yo no. Mis sentidos están instrumentalizados por la razón y les castra la oportunidad de contemplar el prodigio. No obstante, terco como todo creyente, acepto que has venido a darnos vuelta y a escucharme mientras amaina.

Podría hablarte de mis preocupaciones sobre el destino del país con los giros actuales. O de lo cuestionado que me siento por el desarrollo de Inteligencias Artificiales y ese encandilamiento que producen las tecnologías. Ciertos entusiasmos se olvidan fácilmente de que la cuestión no está en criticar el avance de la ciencia y la robótica, sino en buscar las reformas de producción, uso y apropiación de estas. Agotar los recursos del planeta y dejarlo lleno de basuras es una conducta cuya transformación nos apremia. La solución va más allá de las viviendas humanas con falsos bosques y ecosistemas asépticos.

Sí, Papá, de eso te quiero hablar. De ese algo que soy yo y mi relación con los libros, de cómo te busco y te encuentro ahora en ese espejo de agua de las páginas impresas.

Recientemente recordaba que si alguien necesitaba llegar a nuestro domicilio, se le sugería que preguntase por “la casa de Rafael, el del agua”. En un pueblo tan pequeño como el nuestro, no me dejaba de ser curioso que la gente diera conmigo al referenciar a mi papá con una suerte de superhéroe al cual invocar cuando se tenía algún problema doméstico con las veleidades del líquido vital.

Si había un derrumbe que afectara el acueducto, allí ibas con tu equipo a cerrar válvulas, cavar fosas, trazar nuevos trayectos. Desde el alba hasta más allá de la puesta del sol, todo el día trabajaban para darle soluciones a nuestra engreída necesidad de contar con agua potable.

Hace días repasé fotos buscando una en particular de mi bautizo y encontré esa secuencia que nos hicieron en la planta de tratamiento. Tuviste, en mi niñez, el encargo de estar pendiente del caudal que llegaba de las bocatomas del Pensil, de Puntelanza y de las redes que surtían los barrios del pueblito. Sí, Papá, mis juegos tuvieron de banda sonora los arroyos limpios y tus herramientas de fontanero. Fueron más de treinta años con el líchigo al hombro para subsanar y remendar los imprevistos que nos dejaban enjabonados, con la ropa acumulada y las ollas vacías.

Así que ahora, te he armado un altar en mi biblioteca. Es un anaquel pequeño, íntimo, al que vengo a buscarte. Nuestra fragilidad, esa que nos dice que más del 50% de nuestro cuerpo es agua y que por eso la necesitamos tanto, me lleva a sospecharte allí. No son páginas “bellas”, al contrario, me asustan, me atemorizan. Soy huérfano de nuevo en esa angustia de mundos secos y distópicos en los que fracasa la tecnología y la democracia, en la que los plásticos son el paisaje. Sí, Papá, allí reúno los presagios oscuros sobre los años venideros. Intento exorcizarlos: imagino que vendrás, una vez más, con un cuerpo biomecanizado en la que la diabetes no interfiere y por eso caminas hasta mí y nos hacemos vigías de páramos y ríos.

Cesó la lluvia. Algunas gotas ruedan por el vidrio de la ventana. La neblina abraza al cerro Gobia y Yarumal. Desciende silenciosa para caminar nuestras calles. Mamá se despierta y me ofrece merienda. Acepto. En la tibieza de sus brazos estás presente.

Con el aroma del café caliente se despierta mi curiosidad por escuchar de nuevo el audio de Juan Álvarez, el autor de Aún el agua, a quien le he escrito deseoso de comprender una frase que sus personajes, las cuhubaxies, dicen a cada rato síansucaxie qasquamue. En el mensaje con el que le pedí cooperación para profundizar en su propuesta, le señalé que intuía la presencia de la lengua muisca por algunas huellas indígenas que en su novela futurista no se pueden obviar. Él confirmó mi sospecha y le amplió el horizonte describiéndome el muisquismo que pretendió al fusionar las raíces insuca (dar voz), Síe, Sía (diosa del agua), qasqua (volverse, transformarse) y mué (tú, usted, sumercé).

Que seamos la voz del agua, transformados en ella.

Que al pronunciar agua seamos en ella.

Insatisfecho de no aproximarme satisfactoriamente a ese mantra, musito el neologismo muisca de Álvarez, más para que suceda y menos para racionalizarlo. A mi cabeza viene el hecho de que Ratzinger halla advertido en su primera misa como Benedicto XVI que “Los desiertos exteriores su multiplican en el mundo porque se han extendido los desiertos interiores”. De ahí que espere que mi tiempo en la biblioteca vaya más allá del oasis y llegue a ser páramo, entonces.

Venciendo el frío, llegan a la casa de Rafael, el del agua, Melva, Alfredo y Nieves. Habrá juego de parqués. Me aventuraré con tus fichas, Papá, con las rojas. Es una buena pausa a esta imaginación que no deja de preocuparse por los acualtantes y los buitres de los que habla Enrique Patiño en La sed, pues hace rato los sabemos negociando el agua, sin que hayan tenido que esperar las crisis de las metrópolis para explotar los ríos de este sur.

Que siga entonces la lluvia en la familia que me has heredado.