El amansador de palabras

Orlando Sierra Hernández es un hombre hecho de palabras y las palabras son milenarias.

Juan Carlos Acevedo

 

Por: Albeiro Montoya Guiral

Fotos: La Patria y Daniela Jiménez Galeano

En la década de los 60, cuando en Europa y Norteamérica los jóvenes hacían de las cuatro estaciones una sola primavera; cuando Jean Paul Sartre y Simone de Bouvoir apenas si presentían el papel que iban a tener en la revolución estudiantil de Mayo 68; cuando las mujeres del mundo acompañadas de unos pocos hombres sensatos salían a la calle a decirle a la indignidad unas cuantas verdades a la cara sobre sus derechos y cuando el niño Orlando no imaginaba el destino de letras que le esperaba, ni sabría que la violencia que le empezaba a subir pierna arriba a Colombia iba a ser la causa de su crítica en la plazuela del periodismo y, asimismo, el motivo de su muerte.

Sus padres, Gilberto Sierra Alzate y Marina Hernández lo trajeron desde las montañas frías de Santa Rosa de Cabal, al pie de los páramos donde la tierra tiene siempre un olor a boñiga de caballo y un sabor de queso con panela, a la zona urbana.

Contraste sin Beatles, Woodstock, existencialismo ni conciencia. Frialdad de araucarias en la niebla donde el mayor cargo político desempeñado por la mujer era el de cocinar fríjoles y arreglar la casa. Pueblo de caballos y hombres con sombrero negro y látigos de cuero que aún desconocían la muerte de Gardel esperándolo todavía para llegar a Medellín. Niños corriendo descalzos por unas calles que tenían un solo punto de llegada: el templo católico, e instruidos en la literatura de los devocionarios y misales que, al crecer, iban a hacer sonar a los cuatro vientos su amplia percepción de mundo: “Es esta la ciudad modelo”, para recordar las palabras que pronunciara Jorge Eliécer Gaitán sobre nuestro pueblo –quizá pasado de copas de aguardiente de Manzanares- en su visita de 1945 cuando aún el Eje Cafetero era sólo Caldas.

En este espacio desfavorecido, Orlando Sierra, hijo de un buen hombre amansador de caballos, iba a encontrar su vocación de amansador de palabras. La única casa urbana, final de una expedición por más de 10 sitios rurales en menos de cinco años, lo vio salir con su mochila y su saco humilde hacia Manizales a finales de los años 70, lo vio volver de visita luciendo un saco elegante y una corbata roja a finales de los 90 con un portafolio grávido de europeos recuerdos, y a comienzos del siglo veintiuno, cuando sintió el frío de su muerte, empezó a marchitarse adentrándose en sus recuerdos como un animal de monte herido fatalmente en lo profundo de su madriguera.

“El amor, esa casa grande”

En el año de 2008 Gilberto Sierra Alzate decidió morir. No más desconocido que su hijo para sus coterráneos, salió de su casa silenciosamente y volvió a la tierra con sus manos cruzadas ya sin látigo. Así como el 29 de enero de 2002, cuando la poesía colombiana fuera puesta entre flores amordazada con una cinta morada, y las palabras lamentaran la ausencia de su amansador, aquella tarde los caballos de Santa Rosa de Cabal empezaron a tener una mirada de paloma triste.

Hoy, cuando Caldas es apenas una tercera fracción de mariposa y nuestro pueblo, según los especialistas en exageración e ingenuidad, es uno de los más grandes de Risaralda después de Pereira, grandes edificios nos impiden la vista a los páramos. Muchos templos católicos y alternativos comparten el punto de llegada de las calles, la gran minoría de las mujeres y una parte aún más pequeña de los hombres, al menos, van a la universidad y leen cuanto se les antoje o viajan dondequiera en el mundo gracias a la internet, por lo que sabemos que los Beatles eran unos mentirosos, que “L’imagination au pouvoir” fue una bella utopía, que no tuvimos Woodstock pero pasando las montañas hay Carnaval del Diablo, que Gardel murió en 1935 –aunque haya quienes aún lo esperemos- y que el doctor Gaitán pudo ni siquiera habernos visitado.

Sin embargo, sentándose en la sala de la Casa de la juventud Orlando Sierra, al hablar con la única sobreviviente de la angustia, doña Marina Hernández, puede notarse que el tiempo puede ser lo que queramos que sea. Ella estará leyendo siempre para distraer la soledad, desde la poesía de su hijo o la de Gracián hasta las publicaciones recientes del diario La Patria, huérfanas también. Prepara el mejor tinto conocido con base en un secreto personal indescifrable que comparte con sus visitas orgullosamente, y sabe más acerca de su hijo que cualquiera de sus amigos, estudiosos o pasados amores. Al mirarla, uno entiende por qué Orlando Sierra fue poeta y periodista, y al despedirse de ella le damos la espalda a todo el antagonismo del tradicionalismo de un pueblo. Bajamos la escalera, cerramos la puerta y allí esta otra vez, imperecedero, el olvido.