LA PANDILLA SALVAJE

En América Latina, un continente sitiado por la miseria, la violencia y un creciente malestar colectivo, las federaciones -después de un receso impuesto por la emergencia sanitaria- reiniciaron los torneos locales y continentales. A partir de ese momento, han obligado a equipos y deportistas a desplazarse de un lugar a otro del continente, a pesar de  que las cifras de contagios y muertes siguen creciendo.

 

Escribe / Gustavo Colorado Grisales – Ilustra / Stella Maris

Al principio el fútbol soccer fue para los norteamericanos un juego exótico practicado por negros en las repúblicas bananeras y por los imperios competidores que reproducían al calco el viejo modelo colonial: los grandes clubes de Europa importaban futbolistas en condición de materia prima del espectáculo, mientras el tercer mundo exportaba jóvenes talentos en busca de fama y redención económica.

Fue después del Mundial de México 70 –el de Pelé y su banda de genios- cuando las grandes corporaciones vieron el filón y se dieron a la tarea de hacerse con una parte del botín.

El escenario se antojaba perfecto: miles de millones  de espectadores en el mundo, cautivos por la magia de los deportistas, sentados frente a la pantalla del televisor constituían un  canal expedito para vender productos, servicios, ideas, prejuicios, valores y antivalores.

Como quien dice, el mundo en la palma de la mano.

Muy pronto se pusieron en camino. En diciembre de 1970 crearon un equipo artificial con un nombre ambicioso y premonitorio: El Cosmos de Nueva York. Disponían de dólares a manos llenas para contratar grandes figuras. Así lo hicieron. Tentaron y vincularon jugadores que habían brillado en México: el mencionado Pelé, el elegante defensor alemán Franz Beckenbauer y el goleador italiano Giorgio Chinaglia, entre otros.

Al mismo tiempo, la multinacional Pepsi -contrato multimillonario de por medio- se hizo con la imagen de “ O Rey” Pelé para promocionar su campañas corporativas.  Fue así como el muchacho nacido en una barriada marginal del pueblo de Tres Corazones, en su natal Minas Gerais, se convirtió en la marca alterna del producto que competía con Coca- Cola por el control de los mercados.

Los cálculos funcionaron tan bien que, veinticuatro  años después y sin tradición futbolera, los Estados Unidos organizaron su primer mundial de fútbol: el de 1994. El mismo del que expulsaron a Diego Maradona cuando el rebelde jugador se atrevió a denunciar los atropellos cometidos por la Federación Internacional de Fútbol Asociado  (FIFA)  contra los futbolistas, al obligarlos a disputar partidos a mediodía en  estados tan calurosos como Texas en pleno verano del hemisferio norte. Necesitaban hacer coincidir los horarios con el inicio de la noche  en Europa y la madrugada en oriente con el fin de garantizar audiencias para sus transmisiones.

Poco importaba si los jugadores caían extenuados, si sufrían dolores de cabeza o delicadas lesiones provocadas por la deshidratación o la tensión muscular a altas temperaturas.

Desde luego, nunca reconocieron que la expulsión de Maradona obedeció a su posición beligerante. Para eso contaban con su inagotable reserva de doble moral. Cuando se hizo necesario apelaron -¡Oh descubrimiento!- a una  muestra de laboratorio en la que se comprobó la vieja  adicción del jugador a la cocaína, algo conocido y admitido desde su paso por el Nápoles italiano cuando la Camorra –el cártel mafioso de la zona- era dueña del equipo: los mismos dirigentes le suministraban su dosis “gratuita” , con tal de que les animara la carpa y desviara de paso la atención sobre los graves problemas de violencia, pobreza y corrupción que aquejaban a la sociedad.

Así pues, lo que fue represión pura y dura se disfrazó de indignación moral y defensa del juego limpio: ellos, que nunca han jugado limpio desde que se consolidaron como un estado supranacional, capaz de imponer sus intereses sobre los de los pueblos y sus gobiernos.

Basta un ejemplo, casi olvidado hoy por los colombianos: en la parte final de su gobierno, Andrés Pastrana desgobernaba un país sumido en el caos y  el desconcierto, tras el fracaso de una nueva tentativa de paz con la guerrilla de las FARC. Corría el año 2001. Poco antes del inicio de la Copa América en el país, un grupo armado secuestró en límites con el Chocó al dirigente pereirano Hernán Mejía Campuzano, vinculado  al Deportivo Pereira, a la Federación Colombiana y a la Confederación Suramericana de Fútbol, ahora llamada Conmebol.

Para entonces ya estaba al frente  de esa entidad el paraguayo Nicolás Leoz, caro a la entraña de Hernán Mejía. Cuentan las fuentes de la época  que el llamado perentorio de liberación por parte de Leoz a Andrés Pastrana no se hizo esperar:  o el gobierno colombiano consigue la liberación inmediata de Mejía Campuzano o no hay Copa América en Colombia.  Y Pastrana necesitaba ese torneo para aliviar un tanto las tensiones sociales y económicas, y de paso limpiar en algo su imagen de líder burlado por las guerrillas

¿El resultado? El dirigente fue liberado con una rapidez  inusitada para los antecedentes de indolencia e ineptitud de las autoridades nacionales. Hoy, dos décadas después, se desconocen los mecanismos y términos que condujeron a la liberación del dirigente.

Al final, Colombia ganó esa copa con un gol del defensor Iván Ramiro Córdoba, en un torneo deslucido por la deserción de algunas selecciones temerosas, como hoy, de viajar a un país desbordado por la inseguridad y el malestar social.

El omnipotente cartel de la FIFA y sus filiales habían ganado otro partido, esta vez en el terreno de la geopolítica.

Y la aplanadora continuó su marcha. Por esos días, la televisión había unificado al planeta y se había hecho parte de un entramado de clubes de élite, empresarios –“ Traficantes de piernas”, los llamó el escritor uruguayo Eduardo Galeano-, entrenadores, dirigentes, canales especializados, periodistas deportivos, futbolistas, multinacionales y otros agentes coordinados por la FIFA a todos los niveles.

En ese mundo los negocios alcanzaron cifras tan demenciales, que ya en 1997 el club Atlético de Madrid  había pagado 3000 millones de pesetas (alrededor de unos cincuenta millones de dólares de la época) por el delantero italiano Christian Vieri. Fue  tanto el impacto que hasta el Papa Juan Pablo II , tan alejado de todo lo que no fuera política, se atrevió a decir que pagar esa suma por un simple futbolista era un pecado mortal, mientras profesionales tan importantes para la sociedad como médicos y maestros ganaban una miseria en rincones apartados del planeta.

Ilustración / Revista Espejo

Pero “negocio es negocio”, dijo el gringo, y siguió alentando su codicia. El siguiente objetivo era apoderarse por completo del cartel con todas sus ramificaciones.  Para lograrlo apelaron -cómo no- al viejo truco de la falsa moral. Dijeron que la FIFA era un nido de corrupción y sólo los Estados Unidos podían salvarla. Unos cuantos movimientos y pusieron  fuera de circulación al suizo Joseph Blatter y su camarilla… para  reemplazarla por otra peor en cabeza de su favorito Gianni Infantino.

Con bastante rapidez, éste último  movió todas las piezas: modificando los reglamentos, se sacó de la manga una Copa América extra celebrada en 2016 que, desde luego, se jugó en territorio norteamericano. De paso, Infantino se presentó en sociedad como el nuevo zar del fútbol mundial.

Las denuncias sobre corrupción se olvidaron pronto: las jugadas sucias afloraron de nuevo cuando se adjudicó el Mundial 2022 a Catar, un país del Golfo Pérsico sin ninguna tradición en el fútbol pero rebosante de dólares para dar y convidar. Hasta cambiaron el mes tradicional de  celebración del torneo para ajustarse a las demandas de los jeques y sus socios. En ese carrusel importa tan poco el juego, que desde un comienzo se anunció la construcción de estadios que serán demolidos después del  Mundial: los especuladores precisan de esos terrenos para levantar más rascacielos y centros comerciales.

Faltaba un epílogo a la altura: tenía que llegar la pandemia de covid-19 para poner en las cosas en su sitio, tal como sucedió con los otros asuntos de la vida.

En América Latina, un continente sitiado por la miseria, la violencia y un creciente malestar colectivo, las federaciones -después de un receso impuesto por la emergencia sanitaria- reiniciaron los torneos locales y continentales. A partir de ese momento, han obligado a equipos y deportistas a desplazarse de un lugar a otro del continente, a pesar de  que las cifras de contagios y muertes siguen creciendo. El caso más patético fue el del tradicional club argentino River Plate, forzado a jugar partidos con muchachos de las divisiones menores y con un jugador de campo lesionado en condición de arquero.

¿La razón? Había que cumplir contratos de televisión, publicidad y mercadeo para no incurrir en pérdidas, demandas y sanciones económicas.

Así pues, la Copa  América 2021, que en principio debía jugarse en Argentina y Colombia, acabó por realizarse en Brasil, un país sacudido como ninguno en el continente por las denuncias sobre corrupción, violencia y por un irresponsable manejo de la pandemia por  parte de sus autoridades.

La Conmebol no se hizo  rogar y cedió con prontitud la localía a Bolsonaro y sus  agencias de poder. Igual que Pastrana en Colombia veinte años atrás, el gobierno de Brasil necesitaba del fútbol para distraer durante unas semanas las tensiones sociales que no dejan de acumularse, agravadas por la creciente multiplicación de contagios. El presidente no se iba a dejar amedrentar por “una simple gripizinha” , como ha definido la pandemia, a caballo de un discurso eugenésico y racista, que insiste en que el virus mata “sólo” a los  viejos y los enfermos -según él, una carga para la sociedad- mientras los futbolistas “jóvenes, saludables y con preparación atlética” no corren mayores riesgos, aunque de regreso a casa puedan contagiar a familiares, amigos y vecinos.

Para desventura de los brasileños, no había corrido una semana de partidos, cuando el número de  jugadores contagiados ya había superado el medio centenar. Tal fue el impacto, que el boliviano Marcelo Moreno Martins, perteneciente a una liga  sin mayor peso en el juego de poderes continental, se atrevió a levantar la voz, igual que Maradona en el mundial de 1994. “ A la Conmebol sólo le interesa el dinero.  No le importa para nada la vida de los futbolistas”, sentenció, luego de un brote de contagios en su seleccionado.

Hasta ahora no se sabe de sanciones, pero ya encontrarán la manera de castigar la osadía. Después de todo, la única tabla de valores de todas las pandillas salvajes que en el mundo han sido, “Business is business”,  sigue hoy más vigente que nunca.

PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada