Puente que cruzo: Aarón Rodríguez

Aarón Rodríguez Serrano es doctor en Comunicación Audiovisual por la Universidad Europea de Madrid, máster en Historia y Estética de la Cinematografía por la Universidad de Valladolid y máster en Nuevas Tendencias y Procesos de Innovación en Comunicación por la Universitat Jaume I de Castellón. Es egresado de los seminarios de Yad Vashem (Jerusalén). Ha sido profesor en distintas universidades españolas desde 2006. Ha publicado los libros Espejos en Auschwitz: Apuntes sobre cine y holocausto (Editorial Shangrila, 2015), Apocalipsis pop! El cine de las sociedades del malestar (Ed. Notorious, 2012), Un fantasma recorre la pantalla: Cine y sujeto postmoderno (El genio maligno, 2011) y Retratos de familia/Tránsitos del cine (Ed. Shangrila, 2010, junto a Faustino Sánchez).  (Fuente: CulturaVisual).

Presentamos de él su texto “Persona de Ingmar Bergman. Mi nombre es [Elisabeth Vogler] Legión”, publicado en el sitio web Cine Divergente.

 

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En 1966, cuando la noria intransigente de la Modernidad giraba como un mecanismo de relojería preciso amamantando los sueños maoístas de una Europa que todavía no intuía los arañazos sobre su espalda, Ingmar Bergman rodó una película llamada Persona. Desde entonces, la bibliografía se apila en sus márgenes provocando una costra de lugares comunes, una desmesurada hermenéutica por la que comparecen, con mayor o menor fortuna, jungianos, lacanianos, estudios queer, semióticos, y así hasta cerrar el círculo de las escuelas de la teoría crítica cultural de la segunda mitad del siglo XX. No hay ni que decir que ambas no son necesariamente excluyentes. El lector ya se encargará de posicionarse a su gusto en la casilla que más le excite.

Después del 66 llegó el 68. Y tras el 68, su fracaso. La cuestión no sería baladí si, desde entonces, una gran parte del cine europeo no se hubiera agenciado el rol simbólico de Plañidera Oficial de La Izquierda Revolucionaria (Todos los Derechos Reservados). La funerala triste y ebria del 68 ha dado obras maestras como el trazo triste de Eustache y espectáculos de autocomidaderabo tan bochornosos como Después de Mayo (Apres mai, Olivier Assayas, 2010), pero probablemente dentro de tres o cuatro generaciones todo ese discurso de buenas intenciones y de lamento que arranca con el Grupo Dziga Vertov resultará radicalmente incomprensible.

En otra dirección, Bergman.

El marco social está claro: el sistema del capitalismo neoliberal razonablemente corrupto está aquí para quedarse. El precio a pagar es, simple y llanamente, la escisión total del sujeto. El truco de magia de Heidegger -la aparente desaparición del sujeto en nombre de algo unificado y original llamado ser que váyase usted a saber qué significa de verdad– ha resultado ser una broma de mal gusto que da de comer a algunos catedráticos pero que muestra más bien poca conexión con la realidad. “¿Por qué hay algo en lugar de nada?” se intentaba preguntar el bueno de Martin aferrado a su carnet del NSDAP, pero la pregunta es más bien otra: ¿Por qué hoy somos muchos en lugar de uno, en lugar de nada?”. No es de extrañar que a Heidegger le diera pánico el psicoanálisis: probablemente él mismo se moría de miedo al mirarse al espejo y ver al menos DOS Heideggers: el apasionado amante de una judía que le adoraba y el apasionado defensor de una pureza racial anclada en el cuidado de la raza y la tierra. Sujeto escindido en la pasión. Ahí está el núcleo de nuestra discusión.

¿Quién no siente miedo al mirarse al espejo, después de todo?

Bergman, por otro lado, forma parte de esa serie de directores -entre los que no dudaría en introducir a Hitchcock, Tarkovsky o el propio Eustache- que tomaron el relevo de los “avistadores del fuego” post-kafkianos y post-benjaminianos. Esto es, post-Auschwitz. No está de más recordar que Bergman rodó su primera película, Crisis, precisamente en 1945, prácticamente en paralelo con la liberación de los campos de exterminio. Una vez que se había traspasado esa línea de ruptura con prácticamente todos los conceptos humanísticos, tan solo podíamos asumir como buena -como necesaria- la escisión total, la explosión por la vía de la pasión, del deseo.

Dos son, por lo demás, las imágenes que puntúan la relación de ese ser bicéfalo Elisabeth Vogler/Alma con el exterior:

Persona es una topografía de la escisión del Yo precisamente allí donde ya no queda espacio para ningún Otro. Elisabeth Vogler es el paradigma del hermetismo de nuestros tiempos: incapaz de dar cuenta de su propio sentir -a no ser, claro, por la vía del desprecio o del odio-, acaba por delegar incluso el uso de su lenguaje. En esta dirección -y en todas, no nos engañemos-, Bergman está mucho más cerca de Wittgenstein que de Heidegger. Pero no hay que cometer errores: el sueco es capaz de intuír lo que ocurre un poco más allá de la máxima del Tractatus, y responde con una fiereza inusitada: Si de lo que no se puede hablar es mejor guardar silencio, en el silencio lo único que le queda al sujeto es la escisión. Partirse, dramáticamente, vampirizarse a sí mismo en torno al propio deseo.

Y es que, en el fondo, de casi todo se puede hablar. Otra cosa es -según Wittgenstein- que no queramos pronunciar ciertas palabras en nombre del decoro, del juego social, o incluso -hete aquí el corazón de la manzana podrida- del pánico brutal a sentirnos rechazados. De todo se puede hablar, pero sobre todo, de aquello de lo que no se quiere. Esa podría ser otra definición del inconsciente. De hecho, el monólogo que se repite en la segunda mitad de Persona nos lleva directamente a ese descubrimiento: las cosas que duelen se repiten, las palabras que se pronuncian son siempre las mismas, incluso en el silencio, incluso allí donde podemos jactarnos de la no-comunicación.

Inciso: ¿Por qué se jacta alguien de no hablar? ¿Acaso no es el silencio de Elisabeth Vogler un acto incómodo de autoafirmación y de autocreencia en su propia importancia? Bergman también supera, por la referencia a la tragedia griega, la máxima marxista: primero la tragedia, después la farsa, y por último, el silencio. Pero el silencio de la Vogler no es un silencio humilde de quien admite los márgenes de su existir, de su amor o incluso de su deseo. Es un silencio teñido de desprecio hacia todo lo que rodea, hacia todo aquello que no es pánico o que no está directamente enchufado con lo real. Hacia todo lo que no se muestre directamente en contacto con el delirio.

Elisabeth Vogler es, el Dios-Araña la bendiga, la quinta esencia del desprecio hacia el mundo. Podríamos, incluso, en el límite de lo tolerable por las convenciones de nuestro tiempo, explorar una incómoda solución. Antes decíamos que el Yo ha expulsado al Otro hasta conseguir su borrado casi total al precio de su escisión. Pero, por otra parte, lo que la Vogler nos demuestra es que el Otro no vale gran cosa, que nos humilla con sus demandas de amor, que está presto al asesinato, a la barbarie, o que lleva con poca dignidad su repugnante existencia.

Alma, la pobre y pequeña enfermera, siempre solícita y siempre bienintencionada excepto en la creencia en su propio Ser (“Creo que nos parecemos mucho”, repite mecánicamente), resulta ser una cruel muñeca rota. Su cuidado está envenenado, tejido con la misma tela afilada de la Sorge de Heidegger, como bien muestra en ese desquiciado encuadre en el que mutila a su propia paciente con un gesto de odio.

¿Son, como se ha sugerido tantas veces, Elisabeth Vogler y Alma, en realidad la misma persona? ¿Y de qué demonios serviría tener la respuesta a tan estúpida pregunta? ¿No son, simple y llanamente, una radiografía precisa de nuestro propio interior en el ejercicio de nuestro profundo desprecio hacia el Otro? Y en ese contexto, ¿no retratan que no existen Caín y Abel, sino Caín y Caín, Mr. Hyde y Mr. Hyde, Mefistófeles y Mefistófeles? El lenguaje ciñe ese mismo desprecio -la carta descubierta por Alma, el monólogo repetido, el encuentro sexual narrado que termina en la infidelidad y en la vergüenza-, como si el mundo girase únicamente en ese desgarro egoísta.

Lo decíamos antes: una gran parte de la modernidad, comenzando específicamente en los textos seminales de André Bazin y el neorrealismo italiano, se amparaba en una concepción más o menos humanista de la verdad, de la cinematografía y del concepto de sujeto.

Antes bien, lo que demuestra es que somos legión, que todas las caras del doble son necesariamente malvadas, que  la escisión es ya para siempre nuestro estado existencial irremediable.