MARIANA Y LA TAZA DE LOS CAMINOS

¿Por qué para ir a Panamá, estos viajeros habían llegado por Ecuador y Colombia? Mariana me lo explicó rápido: después del terremoto de 2010, Brasil abrió las puertas en gesto de hermandad latinoamericana.

 

Escribe / Jáiber Ladino Guapacha – Ilustra / Freepik

Para S. N. y C.

Mariana Barranquero ha venido a nuestra cita vestida de civil. Sin embargo, desde lejos se le nota la vida religiosa. Saluda con cierta solemnidad; elige muy bien cada una de sus palabras y deja que las manos se muevan para trazar en el aire el mapa de los lugares que me menciona. Me mira con ternura y también con dolor cuando evoca las familias por las que le pregunto.

Cuando nos traen los mocaccinos, la hermana Mariana Barranquero interrumpe la historia de cómo llegó de voluntaria al Urabá antioqueño para una foto pa’l Face. Celebra al barista por el “artelate” de las tazas que junta para la instantánea. Después, una “selfie” con la que enteraremos a nuestros amigos de que nuestro encuentro en el Café La Merced. La invité porque Laura Carolina me había hablado de su trabajo con migrantes haitianos y podía ampliar mi conocimiento con su experiencia.

Mientras ella responde algunos mensajes y sorbe el café, recuerdo ese mediodía en el que desvaraban el jeep de Suso, al frente de mi casa. Mientras el mecánico auscultaba los ruidos de arranque, el locutor de la emisora que llevaban sintonizada actualizó el informe sobre un bus volcado en el kilómetro 41 de la vía Manizales-Medellín, repleto de pasajeros haitianos que iban de Ipiales a Necoclí. Suspendí la lectura de Vargas Llosa que me entretenía en ese momento para prestar atención. La noticia me inquietó porque no involucraba dos países vecinos sino cuatro: Haití, Ecuador, Colombia y Panamá. El noticiero de mediodía, entre las canciones de John Alex Castaño y El Charrito Negro, revelaba esa crisis internacional a escasos minutos de Irra. El informe de los reporteros incluía también la solicitud de una madre que, en la ambulancia de camino a la capital caldense, preguntaba en un enrevesado español por su hijo. La recomendación de los locutores fue la de permanecer atentos y llamar a las autoridades si se advertía la posibilidad de un rapto del menor por la zona. Seguí atento a las redes sociales de la emisora y de algunos periódicos hasta que di por hecho de que al niño debían de haberlo encontrado. No fue mayor cosa la que ampliaron sobre el suceso.

Meses más tarde le conté esta noticia a la profesora Laura Carolina, pues nuestra conversación estuvo llena con las imágenes de migrantes atravesando el tapón el Darién, cruzando México en el tren de la muerte: realidades que sucedían en otros paralelos, en otros meridianos. Y no es que hayamos sido indiferentes a la realidad migrante que caracteriza nuestros tiempos. La diáspora venezolana, andando nuestros caminos, nos ha involucrado de una u otra manera. Ella me propuso conocer entonces a la hermana Mariana, una monja del colegio de su adolescencia con un trabajo por reconocer.

Hoy, entonces, ha sido la ocasión propicia para conocer el caso de la familia Moise, a la que Mariana conoció en Necoclí y que se convierte en el centro de nuestra conversación.

Durante un año largo estuve tratando de explicarme el accidente del kilómetro 41. ¿Por qué para ir a Panamá, estos viajeros habían llegado por Ecuador y Colombia? Mariana me lo explicó rápido: después del terremoto de 2010, Brasil abrió las puertas en gesto de hermandad latinoamericana. Una vez allí, muchos haitianos pasaron a Chile, en busca de las mejores oportunidades y, contagiados del entusiasmo que en el Sur ejerce el Norte, apostaron por los Estados Unidos, recorriendo los Andes y Centroamérica.

Pues bien, Mariana conoció la historia de los Moise en Necoclí y ellos son un ejemplo de lo que centenares de familias han vivido. En el paso por el Urabá chocoano, el calzado que llevaba Marie le produjo una llaga que se complicó por su condición de diabética. Charles tuvo que seguir adelante, con el bebé, mientras ella se devolvía a Apartadó buscando atención médica. Por esas cosas de que a la oportunidad la pintan calva, el hombre tuvo que dejar al hijo al amparo de una familia, para continuar el rumbo, mientras la mamá se recuperaba y lo alcanzaba ya en Panamá. Pues bien, el niño terminó en manos de las autoridades con sus padres repartidos entre las naciones vecinas. La situación se convirtió en un conflicto diplomático: el nené, como ciudadano chileno, tendría que ser repatriado a una nación en la que no tendría familiares. Colombia no lo puede pedir ni recibir, aunque las razones sean humanitarias. ¿Qué solución quedaba? El encuentro de dos embarcaciones pesqueras para intercambiar el niño en altamar.

La comodidad de esta tertulia se me convierte en un placer culposo al reconstruir esa odisea latinoamericana. Puedo degustar tranquilo el café y el chocolate porque sé que, al despedirnos, iremos a nuestras casas a seguir con un día que se engrana, sin problemas, con otro. Encontraré mis cosas en su sitio. El flaco vendrá y veremos series, pediremos domicilios. Hasta podríamos pelear por tonterías como los turnos de escoba o quién debe hacer el mercado.

Mariana la tendrá menos fácil con las nuevas inquietudes que prevé: aumentan los refugiados climáticos, aquellos a los que la crisis de la desertificación o las inundaciones, las hambrunas y los incendios desplazan de un lugar a otro. Además, ella lo sabe bien, atravesar Colombia no es fácil para los migrantes, sea el camino que los haya traído. Sobre todo, por un defecto de esta idiosincrasia que nos hace egoístas e insensibles: la “viveza”, esa astucia que saca provecho del apremio del otro. La cadena de intermediarios que explota las necesidades de transporte, alimentación y vivienda y les desangra los ahorros con que emprenden el viaje, no habla bien de nuestra propia pobreza. Esa misma que ha exportado los paga-diario, los gota-a-gota y que nos merece una nueva entrevista.

Nos despedimos. En el abrazo que me da, sé que se queda conmigo. Cada vez que pida un mocaccino será su testimonio el que beberé. Esta es una taza mestiza: el chocolate americano, el café árabe, la asiática caña de azúcar y la costumbre europea de la leche, reunidas con un nombre italiano. Manos indígenas en el surco, brazos africanos en las haciendas, rostros mestizos y sambos en el mercado, Sor Juana en su clausura recibiendo la visita de un cura poeta. Una monja, especialista en derecho internacional, repensando la ética del cuidado en un futuro de fronteras líquidas.

@JáiberLadino