Al parecer no tenemos otra mejor salida que no sea por medio del arte, aunque ésta sea otra utopía para nuestro país, una en la que además, bastante se ha batallado; sin embargo, en esta lucha su fuerza ha permanecido a la altura de estos tiempos tan convulsos.
Por: Jhonattan Arredondo
Hoy, nuestros abuelos y abuelas recuerdan con nostalgia aquellos tiempos donde la abundancia no parecía acabar nunca, también recuerdan con tristeza los canastos en los que se solía hacer mercado; éstos que ya han sido reemplazados por unos carros metálicos, que para las familias no tan pudientes, tan solo logran cubrir el fondo de este cruel artefacto, y en el mayor y más común de los casos se hacen las compras al fiado en la tienda de la cuadra.
De los campesinos de antaño que ofrecían con alegría y devoción esa amalgama de productos de nuestras tierras campesinas, hoy apenas sobreviven unos cuantos que se encuentran refugiados en la urbe, en esa maraña de malicia y desamparo en que se han convertido nuestras calles en los últimos tiempos.
Las antiguas plazas campesinas han sido arrasadas, aniquiladas y abandonadas en la intemperie del olvido por ese monstruo capitalista que ha borrado y que sigue eliminando de nuestra memoria la esencia y el fulgor de nuestras raíces. Entonces, me pregunto con indeseable amargura: ¿Sobre los sueños e ilusiones de quiénes se han construido y se están construyendo las ciudades actuales que hoy dejan perplejas y sedientas a las nuevas generaciones? La respuesta ha sido desconsiderada; además, hemos sido insensatos, no solo políticamente, sino también por la mezquindad de nuestra cultura, que ha sabido olvidar con facilidad nuestra historia, nuestro pasado; más directamente, lo que somos.
Sin embargo, aún habitan en nuestros pueblos y ciudades que han sido forjados tanto por el carácter y la templanza del arriero, como de la terquedad de nuestros valientes campesinos; los resguardos de un tiempo que fue mejor atesoran cuidadosamente lo “poquito” que les queda: valores, pujanza, compromiso con la familia, responsabilidad con el pueblo y uno que otro objeto antiguo que exhiben en sus casas o en los restos de sus fincas como un trofeo que burla a las nuevas tendencias.
Es preciso entonces que indaguemos concienzudamente y a profundidad sobre nuestro porvenir, y el porvenir de los que vienen en camino, preguntémonos: ¿Cómo dejar un legado que refracte nuestras costumbres de las cuales hemos sido víctimas y victimarios? ¿Cómo contarle nuestro pasado al niño que apenas nace? ¿Cómo expresarle a la sociedad de la liquidez, la necesidad de no dejar en el olvido los diferentes hitos que han configurado nuestra historia? Al parecer, no tenemos otra y mejor salida que no sea por medio del arte, aunque esta sea otra utopía para nuestro país, una en la que, además, bastante se ha batallado; sin embargo, en esta lucha su fuerza ha permanecido a la altura de estos tiempos tan convulsos.
Para finalizar, debo hacer la siguiente aclaración: el arte, como ya nos lo han mencionado varios cartógrafos de la condición humana, no es para generar respuestas, no es este su fin; por el contrario, tiene el deber de generar preguntas, de rescatar el tesoro que se encuentra oculto en las profundidades del Hades; eso que nuestra nación y el mundo absurdo en que vivimos no quiere ver transitar sobre la faz de la tierra: “la conciencia colectiva”, la cual es el tiquete para emprender un viaje por todo el bagaje histórico en el que nada nos ha sido gratuito; nada, absolutamente nada. Por esta heroica razón, nuestros sabios labriegos, titanes de la montaña y forjadores de ciudades que hoy son humillados por los dioses de la miseria, por esa fuerza pétrea que insulta a sus gentes; hoy, ellos reclaman a sangre y fuego el honor de una patria que se encuentra rota, fragmentada y discriminada por una Colombia que está cansada de tanta corrupción, de tanto silencio.
¡Ay, pueblo colombiano! ¡Cuánto dolor tenemos que padecer! ¡Cuánto más!