Dibujo de Juan Comba

Sé que morí

Debía aceptar la realidad, había muerto, había muerto y no morí. ¡Imposible de aceptar! 65 años en vida serían una eternidad. ¿Cuánto tiempo tendría que sufrir ya de muerto? ¡Cuántos años más de soledad!

 

Dibujo de Juan Comba

Por: Alejandro Agudelo García

65 años son una eternidad para alguien cansado de sentimientos insensatos.

La última vez que vi a alguien cercano fue en el hospital público, me despedí de un amigo enfermo que moriría de… ya no recuerdo, de viejo dicen algunos. Todo ese pesar se queda en el alma, no por las amistades que la muerte arrebata sino por la sensación de morir en poco tiempo… ¿de qué?

Los viejos no morimos en accidentes o de enfermedades trágicas que a veces se ponen de moda, solo morimos de viejos. Esa fue la última vez que vi a alguien cercano, y pasarían varias semanas de soledad para que ocurriera conmigo lo mismo. Como si la muerte necesitara alguna excusa, y tengo el recuerdo intacto mas no la fecha.

Volvería a mí el dolor que una vez joven me había hecho pasar incomodidades, ese dolor en el pecho que ahoga la garganta y aprieta los pulmones, y de súbito un frío que me había dado la señal de que toda la eternidad que viví concluiría en ese instante. Yo estaba sentado sobre el sofá viendo algo de televisión, y lo digo porque recuerdo muy bien el día de mi muerte, me esforcé por respirar y trataba de tocarme el corazón con las manos para aliviar el dolor al tiempo que el mundo parpadeaba, la televisión se tornó borrosa y la habitación gigante y de pronto… silencio. No recuerdo más, solo sé que morí.

Sin saber cuánto tiempo había transcurrido desperté en el suelo, me sostuve del sofá para ayudarme a levantarme, sin entender nada sostuve mi cabeza tratando de recordar, nada, solo el paso de la muerte, ¿soy solamente un alma?, ¿un ente miserable? Todo mi cuerpo estaba intacto, pero en el espejo me veía azul por la falta de respiración. Salí a la calle para saber si la calle era la misma, y aparentemente lo era, una calle ruidosa llena de gente vulgar y de jóvenes que no aceptarán nunca el paso de los años y el hecho de que la felicidad no dura ni un instante. Volví a mi habitación, traté de beber agua y esta no tenía ningún sabor, no le vi importancia, pero el sinsabor de la comida me hizo entenderlo todo. Morí, morí y tal vez mi alma nunca se marchó. Impactado todavía por el sinsabor en mi boca volví a sentarme en el sofá, pensé que si la vida había sido conmigo tan insatisfactoria tal vez la muerte había llegado como un golpe de suerte. Dormí entonces tranquilo esa noche.

Y así como el sinsabor de la comida me había hecho comprender lo que había pasado, la mañana siguiente me hizo comprender la muerte. El azul de mi piel no se había marchado y un olor a podrido comenzó a salir de mi. Quise quitarme el olor en la ducha, pero fue imposible. Una vez rendido ante el olor traté de ver televisión y recuperar la calma. Pero sentado en el sofá los pensamientos no me abandonaron “¿qué pasará mañana?”.

El día siguiente fue peor, el olor ahora era un hedor insoportable y el color azul de mi piel ahora era un verde de podredumbre, lo peor fue enterarme que había perdido la sensibilidad en mis manos, sino en todo el cuerpo. Debía aceptar la realidad, había muerto, había muerto y no morí. ¡Imposible de aceptar! 65 años en vida serían una eternidad. ¿Cuánto tiempo tendría que sufrir ya de muerto? ¡Cuántos años más de soledad!

Me senté en el suelo mirando al techo buscando una respuesta. Una o dos cucarachas me cayeron encima, las sacudí en cuanto pude, pero no huyeron, intentaron subirse a mi cuerpo. Los días siguientes se tornaron horribles. Mi piel comenzó a caerse, la podredumbre atrajo a miles de bichos, el mareo y el insomnio fueron insoportables. Volví al espejo con la esperanza de que el color verde en mi piel me hubiera abandonado. Ya el verde estaba marchándose, pero para mi desgracia el matiz era negro, llevé mis manos podridas a las sienes tratando de liberar estrés y vi varios gusanos que salieron de mí, tomé el espejo y lo arrojé contra la pared con furia. Yo estaba engañado, los gusanos estaban en todo mi cuerpo ya en descomposición. La piel se caía de tal manera que podía ver mis huesos. ¡No podía soportarlo más! El suicidio para muchos desesperados y angustiados es una solución, pero yo, yo ya estoy muerto. ¿Qué hacer para descansar? Corrí hacia la calle en búsqueda de una funeraria, para ver si así calmaría la angustia que me hacía gritar. La gente me miraba y cubría su nariz por el hedor que salía de mí. Corrí con el poco aliento que quedaba en mi cuerpo y de pronto… silencio nuevamente. No encontré una funeraria, pero sí la calma. La calma que, con la muerte, a mi edad cualquiera busca. Hoy paso mis días lejos de los espejos, sentado en una banca en uno de los pasillos del hospital psiquiátrico universitario.