LÍNEA DE SOMBRA

Es su sombra, no cabe duda, la forma es inconfundible, así como su sombrero, pero es él y no es él al mismo tiempo. Es mi padre, pero solo la sombra de mi padre.

 

Escribe / Pablo Felipe Arango – Ilustra / Stella Maris

La tecnología no solo no era el fuerte de mi padre, sino que le tenía cierta reserva. Sentía por ella un fastidio relativamente justificado. Supo, pronto, que los computadores iban a hacer inútil su trabajo de estadígrafo, o que, por lo menos, redefinirían su oficio de manera radical. Lo escuché denostar los computadores y a sus compañeros ingenieros de sistemas como si se trataran de demonios infames que venían a destruir su mundo ordenado, hecho de lápices y calculadoras manuales.

Sus dedos se movían por las teclas de las calculadoras con la destreza de un pianista, y les iba dando entrada a las cifras para después hacer girar una manivela que el aparato tenía en un costado y entonces un papel salía por la parte superior, uno en el que venían los números no solo impresos, sino casi grabados, algunos incluso de colores. Eran bellos aquellos trozos de papel blanco, de extremos aserrados, llenos de números ordenados, y con una tipografía cuidada y plagada de serifas.

Luego mi padre cortaba el trozo en el que constaba la operación matemática y con un color rojo escribía o resaltaba algo en él, para terminar agregándolo con un clip a una montaña de papeles que, estos sí, habían sido vomitados por la impresora de algún computador. Unas hojas anchas, de líneas verdes y blancas intercaladas. Es decir, aceptaba que el aparato se encargara de las impresiones, pero no de los cálculos finales, esa era su tarea. Imagino el tenor de las discusiones que sostenía con sus compañeros, que debían verlo como un ser anticuado, que intentaba detener los avances de la modernidad, solo, con su lápiz rojo y su enorme vozarrón.

Claro, fue vencido, como no podía ser de otra forma. Incluso ya estaba vencido desde mucho antes de que él se enterara de su lucha. Nuestro país y su oficio estaban llegando muy tarde a la computación. Su despacho era uno de los últimos lugares del mundo en el que los cálculos estadísticos se hacían como mi padre exigía, y se imponía. Hacía por los menos diez años que los sistemas ya se empleaban para la estadística inferencial, y no se diga la descriptiva, que era en gran parte la que su oficina practicaba.

Al final mi padre tuvo que abandonar su oficio, un poco vencido por lo que obviamente lo iba a vencer, y mucho porque, por fin, cruzó su propia línea de sombra. Creo que fue por aquella época en la que dejó la estadística a un lado, cuando cruzó la línea que Conrad supuso cruzaban los hombres cuando abandonan su adolescencia, para sumergirse en las oscuras profundidades de la adultez. Alguien dirá que mi padre ya era muy mayor para vivir esa situación, pero no, el equivocado en este caso era Conrad, porque la tal línea de sombra la cruzamos cuando podemos, no cuando cumplimos determinada edad; y es además posible que en la vida de una persona se crucen varías líneas de sombras. Mi padre, entonces, cruzó una, o la suya, no estoy seguro, y comenzó un nuevo trajinar vital, alejado de números, estadísticas, lápices rojos y calculadoras, que fueron cambiados por lo que puede nombrarse como una perpetua conversación.

Luego vinieron muchos años de conversación, y su muerte. No sé, sin embargo, si él alguna vez se habrá preguntado cuándo sucedió el cruce de su línea de sombra; era un hombre aparentemente práctico, que creía, además, que lo era; pero los hechos indican lo contrario: una melancólica visión del mundo y un cierto deshacimiento que lo convertían en un ser etéreo, inasible. No obstante, ante una mínima pregunta al respecto, habría respondido con una sonrisa entre ingenua y sardónica.

Y él, que había descreído de los computadores y de la inteligencia artificial, y que se dejó hacer a un lado cuando fue vencido por lo obvio, tuvo su propio teléfono inteligente. Fue en ese aparato, cuando procedí a limpiarlo y borrarlo, después de su muerte, que hallé su obra maestra, un autorretrato sublime. Se trata de una fotografía de su sombra reflejada contra un andén y alguna zona verde; la parte superior se ve sobre el prado, la mitad de su torso y sus piernas sobre el asfalto, y todo ella atravesada por otra sombra, la de un canal de agua lluvia.

Es su sombra, no cabe duda, la forma es inconfundible, así como su sombrero, pero es él y no es él al mismo tiempo. Es mi padre, pero solo la sombra de mi padre. Etéreo e inasible como era, supo hacerse su autorretrato perfecto. O quizá fue un mero descuido y lo que quería era tomar una foto a algún insecto entre las plantas, como acostumbraba a hacerlo. Pero no importa, aun así, es un autorretrato formidable y fue su dedo el que tomó la foto.

He reproducido la fotografía y la tengo sobre mi escritorio, la veo por el rabillo del ojo, y siento un frío estremecimiento –que me recorre de arriba a abajo-, mientras escribo esto y pienso en su línea de sombra y en la mía, que tal vez crucé cuando comencé a tratarlo a él como a mi hijo y no como a mi padre.