Anacrónicas / La estrategia del borracho

Fue mi gran amigo Jorge Iván Cruz quien me dio las lecciones sobre el beber y ser buen borracho, y considero que ha sido un gran legado, porque era un borracho íntegro, de principios, como siempre he tratado de ser yo. Creo que las penas y dolores lograron aminorar su voluntad y fuerzas para continuar bajo el peso de una academia que cada vez estigmatiza más a quienes se comportan de maneras distintas.

 

Por Martín Rodas*

Acabo de leer el volumen uno de la serie Grandes borrachos colombianos de Pablo Rolando Arango y cuyo título es Borrachos grecocaldenses, en el cual presenta cuatro crónicas sobre personas que danzaron en torno al elíxir de los dioses y sus performancias etílicas. De las historias narradas me gustaron mucho las de sí mismo (“… Comencé mi vida de borracho a los trece años…”), la que dedica al maestro ajedrecista Óscar Castro, del cual tuve referencia de sus proezas “borracheriles” hace muchos años, y la del Caballero Gaucho, del cual se destaca su relación con la bebida, porque no tomaba, pero sus canciones inmortales invariablemente acompañaron, acompañan y acompañarán a nuestros borrachos por los siglos de los siglos. En cuanto al texto dedicado a Jorge Iván Cruz tengo mis reparos por conocimiento de causa.

Esta imagen o “carátula” que representa a Jorge Iván Cruz es un dibujo de Jorge Hernán Flórez, hecho en la hoja de una de las tantas agendas que fueron nuestras bitácoras de viaje y que son testimonios y memorias escritas y dibujadas que narran las innumerables tertulias libres, al aire libre, peripatéticas y mágicas de andanzas existenciales por paraísos bohemios de mundos colectivos y personales.

Fui amigo de Jorgito por más de treinta años, desde mi época de estudiante de bachillerato en el Instituto Universitario de Caldas, muy cerca de la casa en donde vivía él con su familia. Allí tuve mis primeras y verdaderas tertulias, al calor del aguardientico que, por profundos principios raizales y del alma, él nunca abandonó ni cambió, pues jamás, desde que lo conocí, bebió algo distinto. Era el bohemio perfecto, fiel a su bebida y a sus amigos. Recuerdo gratamente que su casa era el refugio de estudiantes, artistas y escritores incipientes, acogidos por una familia que desde la abuela, la mamá y sus hermanas y hermanos participaba del fragor delicioso de las interminables conversaciones sobre temas de arte, literatura, filosofía y política que se daban hasta la madrugada, sin que ocurrieran hechos desagradables o irrespetuosos.

Así conocí a “Croche”, como le decíamos en aquella época, pues todos teníamos nuestro apodo o apodos, heterónimos que nos permitían gozarnos a nosotros mismos y gozar la vida. Mi amigo por esas calendas estaba terminando la carrera de Filosofía en la Universidad de Caldas y se disponía a viajar a Bogotá a hacer una maestría en la Universidad Javeriana. Mi relación con él siempre fue la de un discípulo-amigo, un estudiante que disfrutaba de su sabiduría no en las aulas, sino en los sitios más insospechados, marginales y alternativos: cantinas, bares, pequeñas tiendas de barrio, parques y peripatéticamente en la 23 y parques de Manizales. De él aprendí sobre los presocráticos, me orientó en la espesura de los postulados de Kant y me contagió de su pasión filosófica por Nietzsche, del cual nos disertaba en interminables jornadas de bohemia, música y palabras.

En torno a esas reuniones de teoría, metateoría y vida girábamos personajes que poco a poco fuimos tomando rumbos diversos y en cuyo seno surgió el combo de “Les Carraspandas”: Jorge Iván Cruz, Jorge Hernán Flórez, Henry Salgado, León Darío Gil y yo, pero todos de una u otra manera estuvimos inevitablemente ligados por esas borracheras que nos dieron, para mí, mucho más de lo que aprendimos en las instituciones dedicadas a impartir el “saber”, pues fue una especie de educación al aire libre, en donde incluyo otros grandes maestros borrachos que marcaron mi vida de manera también profunda como Arcesio Zapata Vinasco, Ricardo Toro, Rafael Zambrano, el profesor “Camión”, Germán López Quintero, y grandes condiscípulos borrachos como Héctor “El Asado” Martínez, Luis Gustavo de Los Ríos, Jairo Hernán Uribe Márquez, Luis Alberto Meza, Germán González Valencia, Jairo Elías Vásquez “El Profeta”, Carlos Mario Uribe, Mario Armando Valencia y Juan Carlos Navarrete. Fue una estrategia de vida que aprendimos en la calle, y que nos permitió enfrentar la “gran angustia existencial”.

Sé de primera mano que en el camino de la bebida se recorre un sendero peligroso en donde a lado y lado hay abismos insondables y mortales. He sido testigo de cómo muchos amigos han sucumbido a sus delirios y se dedican hoy en día a arrastrar sus mundos por las calles con un costal al hombro como única posesión. Sí, eso es aterrador, y no es tema para hacer apologías, porque no hay nada más duro que ver a personas que uno conoció poderosas y dueñas del mundo, postradas e impotentes ante la adicción a una bebida o a la droga. Ese es el riesgo que se “toma” cuando nos acercamos al fuego de las espirituosas aguas ardientes, pero considero que son situaciones asumidas por cuenta y riesgo de cada uno de nosotros frente al peligro y la emoción que provocan los estados alterados, expansivos y sensibles producto del consumo de licores y otro tipo de estimulantes, en donde se tiene esa sensación increíble, liberadora y divina de torcer el tiempo y el espacio a nuestro antojo, pues es el poder que se siente cuando se ingresa a esos paraísos y espejismos creados por nosotros mismos y los cuales ha forjado la humanidad desde los primeros tiempos en aquellas cavernas que eran santuario, casa, magia, rito, mito y fiesta antes de que la modernidad nos instalara en el “pienso, luego existo”.

Fue mi gran amigo Jorge Iván Cruz quien me dio las lecciones sobre el beber y ser buen borracho, y considero que ha sido un gran legado, porque era un borracho íntegro, de principios, como siempre he tratado de ser yo. Creo que las penas y dolores lograron aminorar su voluntad y fuerzas para continuar bajo el peso de una academia que cada vez estigmatiza más a quienes se comportan de maneras distintas. Jorgito ya no cabía en ese medio, pues era considerado allí una caricatura de sí mismo. Creo que fue muy duro soportar un medio en donde los pares lo violentaban con sus comentarios, colegas que posiblemente compartieron copas con él en algún momento de sus vidas. Pero también nunca conocí a alguien como Jorge para quien la academia era una pasión, su proyecto de vida, pues amaba su trabajo y el conocimiento impartido y producido en la misma, lo mismo que su relación con sus alumnos dentro y fuera del aula.

Recuerdo la última vez que lo vi, tres días antes de su muerte. Fue una visita en mi oficina para solicitarme el favor de que fuera el editor de un libro que él quería publicarle a un amigo, nunca supe a quién. Habíamos quedado de vernos la semana siguiente para acordar todo lo concerniente a la edición. Ese anhelo se frustró por su partida de este mundo, pero fue un último gesto de su entrega y generosidad.

Sí, Jorgito fue un gran borracho, enorme y digno en el sentido más exacto de la condición humana, honesto, transparente, firme en sus ideas y convicciones, al cual nunca le oí decir una mentira o hablar mal de los demás… y yo me considero su discípulo, perteneciente también a ese grupo de presocráticos posmodernos que aprendemos de la vida, del trago… y de la muerte gracias a personas que como él nos enseñaron a enfrentar la angustia existencial mediante esa valiosa y peligrosa herramienta bamboleante que como nostálgico y buen bohemio llamo “la estrategia del borracho”.

 

*  Poeta, anacronista, dibujante y pintor; editor de “ojo con la gota de TiNta (una editorial pequeña e independiente)”.