El arte del dolor

Enamorados de la vida con todo y sus latigazos, nos resistimos a abandonarla. Así que la muy aviesa no tiene una opción distinta a la de retomar el control. Nada más peligroso que un mortal remiso en un planeta superpoblado.

Por: Gustavo Colorado Grisales

La historia es simple. Cansada de lidiar con el talante insondable de los humanos, tiró la toalla. Después de romper media docena de corazones y de ser vapuleada por otros tantos la mujer decidió mudarse al reino animal: vive en compañía de un perro, un gato y un novillo, en una pequeña parcela ubicada junto a “Un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. No se exasperen, que ya lo dijo alguien citando a otro alguien: En literatura, lo que no es autobiografía es plagio.

Pues bien, hace un par de meses, a su perro , que ostenta un nombre de banda de rock, le diagnosticaron una enfermedad degenerativa de los huesos que lo mantiene sumido en unos dolores atroces para los que no bastan varias dosis cada vez más fuertes de opiáceos.

Así la encontré una tarde de domingo. Debatiéndose entre la certeza de sus afectos hacia Pink Floyd y el carácter irreversible de su dolencia. En otras palabras, mi amiga empezaba a hacer su curso intensivo en el arte del dolor.

Porque de eso tratan el dolor físico y moral: De un lento y tortuoso aprendizaje de la muerte. Eso que el escritor Juan Carlos Onetti llamaba Los adioses. Es tan grande la fuerza que nos empuja a aferrarnos a la vida que solo el dolor en sus muchas formas y presentaciones puede ayudarnos en la tarea de desasirnos. Ustedes dispensarán que los asalte con asuntos tan lúgubres, pero alguien tiene que compartir conmigo la honda punzada de impotencia que produce la agonía de un animal enfermo. Los humanos disponemos al menos de la palabra y en no pocas ocasiones tenemos la oportunidad de ese patético ejercicio que es el arrepentimiento. Pero los seres como Pink solo pueden mirarnos desde el fondo de unos ojos en los que no hay un resquicio más para la desesperación. De modo que me tocó pronunciar las palabras que ella se negaba a decirse en sus noches de insomnio : Que solo una sobredosis letal de analgésicos podía poner a su compañero de viaje lejos del alcance de la bestia que lo atormentaba en lo más profundo de sus huesos.

La vida, la naturaleza, son tramposas y sabias. Para garantizar su reproducción por los siglos de los siglos se inventaron un señuelo tan placentero como el sexo. ¿Se imaginan lo que podría suceder con toda criatura viviente si el apareamiento fuera un asunto desagradable? Me temo que no estaría relatando este cuento ni ustedes leyéndolo. Asegurada la multiplicación vienen los desencantos, los divorcios y los crímenes pasionales. Pero eso ya es otra cosa: En todo caso, nada que preocupe a madre natura. Además, para eso se inventaron los licores y los poetas: para paliar los efectos devastadores del ardid. Nada como Julio Jaramillo y el ron Viejo de Caldas para curar los desengaños.

Enamorados de la vida con todo y sus latigazos, nos resistimos a abandonarla. Así que la muy aviesa no tiene una opción distinta a la de retomar el control. Nada más peligroso que un mortal remiso en un planeta superpoblado. Lo supo Robert Malthus: la lubricidad de la especie y los suministros de alimentos no se llevan bien. Más temprano que tarde alguien se encontrará con la panza vacía y tratará de asaltar a su vecino.

Es aquí donde entran a jugar las leyes del equilibrio: Cada momento de placer lleva implícita su dosis de dolor. Y no porque exista una especie de entidad perversa encargada de distribuir los pesos en la balanza. Nada de eso. Es solo que, hasta hoy, no se ha ideado un método mejor para convencernos de que es hora de abandonar la fiesta. Lo saben los santones que intentan suspender los ciclos del mundo sensorial y con ellos la rueda de las dichas y los tormentos. Lo conocen bien los fumadores de opio instalados justo en la frontera donde empieza la inconsciencia. Pero sobre todo, lo saben a esta hora mi amiga y su perro, o el perro y su amiga, asomados al abismo de su ineludible extinción uno y enfrentada a una de las caras de su soledad, la otra. Ambos a su manera iniciándose en esa suprema forma del conocimiento que es el arte del dolor, tan cercano como vive a las fuentes del placer.