Más allá de la siempre renovada discusión sobre los bajos niveles de lectura, los libros están allí dispuestos como ventanas para quienes deseen asumir el desafío de arrojarse a las siempre riesgosas aguas que conducen al conocimiento de su propia, ineludible y demencial condición.
Por Gustavo Colorado
Iniciados y legos coinciden en algo: El Quijote es una obra clásica no solo por el dominio del lenguaje y la capacidad de crear personajes complejos demostrada por su autor. Lo es, ante todo, por su manera de mostrarnos las múltiples manifestaciones de la locura del hombre de todos los días: no el confinado en los sanatorios si no el honrado y puntilloso ciudadano, buen hijo, mejor padre de familia, juicioso elector de sus gobernantes, fiel a los dioses y cumplidor de sus obligaciones.
Vivir enloquece. Eso de inventarse una personalidad o asumir la impuesta por los códigos sociales y culturales no es tarea de poca monta. Más o menos a la mitad del camino de la existencia empiezan a aparecer los primeros síntomas de desvarío. Una copa de más basta para dar salida a los demonios controlados día tras día a costa de mucho esfuerzo. No es casual que los abstemios sean al mismo tiempo las personas más aconductadas: le profesan un pavor reverencial al vino, esa llave forjada para abrir la puerta de las habitaciones donde guardamos los secretos más reprimidos. Para salir del paso los mortales nos refugiamos en alguna clase de adicción. Puede ser a la oración, a los juegos electrónicos, a las apuestas o los vicios solitarios. Da lo mismo si nos permite eludir por un instante el estupor producido por la visión de la nada reflejada en el espejo.
Para que todos podamos llegar a la hora de la muerte sin acabar aullando desnudos en la plaza pública fueron inventados el arte y sus múltiples sucedáneos. Solo en las novelas, en las pinturas, en las películas o en las canciones les es permitido a los protagonistas ser ellos mismos sin temor a una sanción impuesta por el soberano, el pater familias o la divinidad. No estoy hablando, desde luego, del arte cuyo objetivo es trasmitir una moraleja o un mensaje edificante. Esa vertiente está dirigida de hecho a legitimar el poder, no a controvertirlo.
Quizás por eso es posible identificar líneas comunes en la ficción de los distintos continentes. Los grandes escritores europeos, herederos directos de la fusión entre el helenismo y las tradiciones judeo cristianas, se han ocupado en detalle de la culpa, es decir, de la locura metafísica. Desde los griegos hasta creadores como Robert Musil o Mijaíl Bulgákov, alienta esa marca, una suerte de rastro de babosa o caracol impregnando cada una de las acciones humanas.
A su vez, los escritores norteamericanos han convertido el absurdo en la impronta misma de una improbable identidad colectiva. La locura del norteamericano blanco protestante del sur es la de la de la insensatez de quien se impone el destino de gobernar el mundo. El resultado es la alienación sin remedio de los personajes que pueblan las novelas de William Faulkner, Thomas Pynchon o John Fante. Basta con leer La hermandad de la uva, de este último autor, para entender las dimensiones alcanzadas por la locura individual y colectiva en ese país. Al lado de ellos los asesinos seriales son unos aprendices.
Por su lado, los escritores asiáticos nos dejan entrever los pliegues de esa forma de locura anclada en la búsqueda de una mítica armonía perdida tras el encuentro con Occidente. A esa aventura consagraron todas sus energías las criaturas engendradas por Yukio Mishima y Yasunari Kawabata, dos de los autores japoneses más conocidos a este lado del mundo.
En América Latina y África, pueblos marginales y marginados durante siglos por los poderes geopolíticos, la seña de identidad es la desmesura. Nacidos en pueblos obligados a reinventarse todo el tiempo, los mejores autores latinoamericanos, herederos del esperpento peninsular y de la imaginación desbordada de la tradición árabe, hicieron de la hipérbole su manera de insertarse en la tradición. Los personajes de Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier o Guimarães Rosa son creíbles solo porque siempre están un paso atrás de la locura de los seres de carne y hueso que los inspiraron. Los caudillos mesiánicos y las matronas de vientre prolífico son parte de nuestra forma particular de expresar la insania, precoz o senil.
Más allá de la siempre renovada discusión sobre los bajos niveles de lectura, los libros están allí dispuestos como ventanas para quienes deseen asumir el desafío de arrojarse a las siempre riesgosas aguas que conducen al conocimiento de su propia, ineludible y demencial condición.