Fue así como empezaron a cambiarse las políticas, hasta que la Constitución de 1991 le dio un giro definitivo a las cosas, al asumir a Colombia como un país de regiones y en esa medida definir la cultura como la base de la nacionalidad.
Durante varias décadas las instituciones públicas y privadas consideraron que la gestión cultural consistía, casi de manera exclusiva, en presentar espectáculos. Esa idea echaba raíces en la cosmovisión de las viejas élites europeas y sus réplicas latinoamericanas. Sobre todo en el campo de las artes escénicas, a falta de políticas la noción de culto o clásico primó a la hora de definir programaciones. A tono con esa concepción de las cosas, la construcción de teatros y auditorios para albergar esos eventos se convirtió en objetivo común. El resultado no tardó en hacerse visible: dentro de la percepción de cultura espectáculo la institución que no dispusiera de tales escenarios quedaba fuera del mercado. Las expresiones artísticas y culturales gestadas más allá de los recintos sacralizados resultaban así proscritas.
A resultas de esas prácticas, la sociedad quedó dividida en cultos e incultos. A la primera casta pertenecían quienes podían consumir los productos seleccionados de antemano por quienes elaboraban los portafolios de eventos. El resto debía alimentarse de esas producciones más o menos gaseosas cobijadas bajo la etiqueta a veces despectiva de “Cultura popular”. Sobra advertir que los presupuestos se destinaban de manera exclusiva al primer sector.
Por fortuna, la vida es alérgica a los estereotipos y no tarda en desbordarlos. Fieles a esa consigna, la creatividad y el talento bullían en calles, esquinas, parques, barrios y veredas. Más sorprendente aún: incluso los espíritus ortodoxos empezaron a admitir que todas esas expresiones cabían en el campo de la cultura. Se hizo necesaria una vuelta de tuerca: no eran solo los ciudadanos quienes debían asistir a los teatros. Era el turno para que las instituciones volvieran la vista a la calle.
Fue así como empezaron a cambiarse las políticas, hasta que la Constitución de 1991 le dio un giro definitivo a las cosas, al asumir a Colombia como un país de regiones y en esa medida definir la cultura como la base de la nacionalidad.
Esa aceptación de nuestro talante diverso y contradictorio exige un cambio de escenario. El epicentro de la actividad cultural ya no serán los teatros, sino las bibliotecas. Al estar ubicadas tanto en el centro como en la periferia de ciudades y departamentos se convierten, por la propia dinámica del entorno, en punto de encuentro. Más allá de su condición de sitios de consulta o préstamo de libros, las bibliotecas empiezan a albergar expresiones tan distintas y a la vez convergentes como la pintura, el dibujo, la tradición oral, las músicas, los concursos, la gastronomía, la recuperación de la memoria colectiva y las tertulias literarias. Las salas empiezan a llenarse de ritmos y voces. Es el palpitar de la vida lo que ahora toca a sus puertas.
Los libros recuperan así su antigua condición mágica: sumada a su función de fuente de consulta resurge su vieja condición de talismán, de conjuro capaz de abrir puertas y ventanas para asomarse a los misterios del universo. Siguiendo esa ruta, encontramos maneras para recuperar y conservar las historias pequeñas de la vida cotidiana que constituyen la base de la Historia grande de las sociedades.
A ese panorama nos enfrentamos hoy. Para mantenerlo, el recinto de la biblioteca deberá ser fortalecido en el plano legal y financiero desde las instancias locales, regionales y nacionales. Al menos esa fue la gran conclusión del XXIV Encuentro Nacional de Bibliotecas de Cajas de Compensación Familiar, adelantado en Leticia, Amazonas, ese punto de intercambio entre países y culturas. Ese solo razonamiento implica un salto adelante desde los vetustos tiempos cuando primaba la simplista noción de cultura espectáculo.