ESAS ORGÍAS DE LIBROS

Lo que importa es que la literatura es una forma de relacionarse con el mundo, de entenderlo, de concebir la propia existencia y de comprender la de los demás. Aunque esto último importa menos a algunos, hay que decirlo.

 

Escribe / Pablo Felipe Arango T. – Ilustra Stella Maris

 

Narra Claudio Magris en alguno de los ensayos que componen Ítaca y más allá, una anécdota hermosa y conmovedora: cierto día viajó el escritor a Londres, no recuerdo si advierte que con ese único propósito o con alguno adicional, el caso es que quiso visitar a Elias Canetti, a quien ya conocía de antemano. Una vez en Inglaterra marcó al número telefónico de su amigo y contestó una mujer, algo mayor según podía deducirse por el tono de voz. Ella le preguntó qué deseaba y él contestó que visitar a Canetti; ella le pidió que esperara y él sintió sus pasos alejándose por el pasillo; luego se puso al teléfono Canetti, que no solo aceptó la visita, sino que además lo recibió dichoso durante horas. Más tarde Magris supo lo que seguro había conjeturado: que aquella ama de llaves no existía y que era el mismo Canetti quien había contestado impostando su voz.

 

Cada vez que recuerdo la anécdota vuelvo a imaginar a la mujer, más o menos mayor, contestando el teléfono. Y aunque conozco el final de la historia no logro imaginar al viejo Canetti, canoso y con su bigote poblado, levantando el auricular e intentando volver aguda su voz y haciendo la pantomima. Es más, lo que imagino es a una señora desplazándose por el pasillo, con sus pasos cansinos y unos zapatos de tacón medio que van bien con su falda de paño a media pierna y un saco de lana de estar por casa. Imagino también a Canetti que corre por el pasillo, en este caso con unos zapatos de gamuza y suela de goma, camisa azul y ajada chaqueta de tweed, para contestar emocionado a Magris, invitándolo a que cuanto antes llegue a su casa.

 

Y siempre pienso, o mejor, caigo en cuenta, que no, que así no pudo ser, que la tal ama de llaves no existió nunca, y que Canetti incluso no tenía que hacer el juego del taconeo en el pasillo y demás; pero no logro dejar de imaginar lo que acabo de contar. Supongo que es un defecto personal, qué duda cabe, pero he descubierto que es justamente el que permite, a quienes lo padecemos, ese disfrute a veces desmedido, de la literatura. Hay quienes no huimos ni un ápice de la ficción, y que, al contrario, aun cuando nos advierten que algo lo es, como advirtió Magris en su historia, seguimos prefiriendo, una y otra vez, la fantasía que se nos ofrece. En mi caso me creo el juego de Canetti, aun sin haber escuchado la voz del ama de llaves, e imagino su real existencia. Por eso llego incluso a suponer que habrá sido ella la encargada de servir los cafés a los dos amigos que conversaron animadamente.

 

Muchos años antes de que sucediera la historia de Magris, Jean Hoepffner, director y propietario de un diario alsaciano, que extrañamente no tenía pretensiones exhibicionistas y que era más bien un hombre opaco, decidió avalar financieramente la edición de la novela Auto de fe de Canetti, que ninguna editorial había querido publicar. A Hoepffner no le gustaba la literatura que se escribía en su época, y solo leía al escritor austriaco Adalbert Stifter; aun así y ante el solo resumen de la novela que le hizo Canetti, decidió financiar la publicación de la obra, advirtiendo que por supuesto no la leería. Hermann Broch dijo que aquel hombre era maravilloso, pues estaba claro que a tal acto lo movían tan solo su bondad y el efecto que provocaba la literatura que le llegaba a través de la lectura de Stifter. Para aquel entonces Canetti era un escritor tardío que muy pocas personas conocían en Viena, para colmo era judío en medio de un creciente antisemitismo y había escrito una historia aterradora plagada de seres extremos.

 

En El juego de ojos, unos pocos años después, Canetti contaría que Robert Musil pudo dedicarse a escribir El hombre sin atributos gracias a cierta sociedad de amigos que hacían aportes en dinero, de tal forma que Musil podía dedicarse a escribir, y no tenía que buscar un trabajo tradicional.

 

Hoepffner o sociedad de amigos, da igual. Lo que importa es que la literatura es una forma de relacionarse con el mundo, de entenderlo, de concebir la propia existencia y de comprender la de los demás. Aunque esto último importa menos a algunos, hay que decirlo. Tal como no importaba para el Doctor Kien, el sinólogo protagonista de Auto de fe, para quien lo único valioso eran sus libros, algunos de los cuales sacaba a pasear en la mañana, tal como otros pasean sus mascotas en el parque. O como casi llegó a suceder con el mismo Canetti, que se escondía de visitas, no siempre desagradables, detrás de su ficticia, y al mismo tiempo real, ama de llaves; él, para quien los libros también llegaron a serlo casi todo: “no me arrepiento de esas orgías de libros”, escribió en uno de sus Apuntes; y algunos lectores, estoy seguro, querríamos suscribir esa frase, e incluso ponerla en alguna pared de nuestras casas.