ORÁN Y LA PESTE QUE NOS ATAÑE

Orán y Armenia, se parecen, se parecen en el sentido de que frustramos la felicidad reduciendo la existencia a un conjunto vacío de rituales: trabajar, ir a un prostíbulo, trabajar, dormir, estudiar y ya.

 

Por / Richard Alexander Galvis Gutiérrez – Ilustraciones / Stella Maris

Las reflexiones aquí contenidas omitirán toda meditación basada en datos estadísticos. Se trata, en esta pequeña reflexión, de hacer una lista de infrecuentes cambios en el actuar individual del personaje, que en este caso no será nadie diferente a mí: Richard Alexander Galvis Gutiérrez.

De La peste de Albert Camus ya tenía una referencia anterior. La había leído por primera vez cuando contaba unos 18 años. En dicha fecha, por el 2018, estaba yo convencido de que el libro no era más que una dilatación de un aforismo de Nietzsche, el aforismo trata de reflexionar sobre el sin sentido que supone una paz impuesta, artificial, nacida de la sociedad moderna. Más o menos, en su fatalidad, Nietzsche propone que la sociedad debe arder en ciertos momentos para no morir congelada ni clausurarse en las desconchadas paredes de una moral inamovible. De algún modo, tanto la guerra como la peste, cuestionan las bases de la sociedad. En la guerra como en la peste se puede observar todo lo bestia y todo lo razonable que puede ser alguien. La peste es una afirmación de la supervivencia.

Pasado un trecho, y ya no fuera del fenómeno… en pleno 2020 y con la muerte soplando canciones en mis oídos, y sufriendo una pandemia, me he dado a cavilar más en La peste, y aunque no comparto muchos pensamientos de Albert Camus, uno con el que estoy de acuerdo en todos los sentidos es en la descripción de los cambios de hábitos.

Orán no deja de parecerse a Armenia, Quindío. No es ni bonita ni del todo fea, se vive tranquilo y la gente es moderadamente amable. El sol, aunque sin mar, logra sacar chispas cuando vertical cae en el pavimento empolvado. Las señoras son amables, y casi todos pelan los dientes cuando en las mañanas se camina hasta la tienda para comprar los cigarrillos o lo necesario para el desayuno.  Pero, en realidad, somos felices en Armenia. Ciertamente no soy feliz, aunque nunca ha faltado un plato de comida en mi mesa. Tal vez, esa personalidad apagada y tranquila, a punto de apagarse, esa amabilidad impuesta en muchos de mis conciudadanos no sea más que una de las muchas pruebas de que como comunidad, aunque amables, hemos sido una región semiapagada, sin vibraciones fuertes y sin pasiones contundentes y desgarradoras.

Una prueba más de lo malo que es la pasividad de los sentidos es la precaria producción artística y aunque tenemos múltiples ejemplos de poetas, músicos, gente del teatro, lo cierto es que la convicción de vivir en una paz insondable nos ha sumido en la inanición. Yo también lo soy. No he sobresalido en nada por física pereza, algo en mí me impele a no obrar, y yo, con mi precaria voluntad, también he sucumbido. Tal vez, después del covid y después de haber vivido en 1999 un terremoto, es probable que la rutinaria Armenia arda en nuevas percepciones, y lo que antes fue calma y sueño, ahora, incrementado, sea delirio y acción y pesadilla, y quiera Dios, todo se vea reflejado en las producciones no solo artísticas sino en todas las acciones de la sociedad, para bien de la polis.

Una afirmación más de que la felicidad y la vida no son tan de nosotros es el elevado número de jóvenes sumidos en mares de heroína y nubes pesadas de basuco, y no lo digo por las drogas –cada quien es libre de drogarse– sino por la pulsión autodestructiva que se puede observar en un muchacho tirado en una esquina con una hipodérmica hundida en una vena, mientras el del lado espera para con la misma aguja hacer que el líquido penetre por el canal sanguíneo y llegue a adormecer la frustración de no ser nadie y sumirse más en la nada para ya no sentir nada y afirmar la nada y la pereza de existir en una ciudad apagada y sin trabajo.

La mayor población feliz en Armenia es la de los ancianos pensionados que viven bajo techos de mármol donde el sol no quema y vienen a pasar su tranquila vejez en un pueblo que está viejo desde sus cimientos. Los demás, los jóvenes y adultos y ancianos que nacieron acá, la mayoría, tratan de reír para no tener que llorar. ¿Trabajo? Trabajo no hay. ¿Indigencia y pobreza? Gire la esquina de un barrio de clase media o baja y la va a ver más real que la muerte con una hoz amenazando abrir el cuello de un joven adormecido por el opio en una calle con olor a orín a las tres de la mañana. En fin, Orán y Armenia, se parecen, se parecen en el sentido de que frustramos la felicidad reduciendo la existencia a un conjunto vacío de rituales: trabajar, ir a un prostíbulo, trabajar, dormir, estudiar y ya. Será que hemos sentido la vida o la vida ha pasado, inadvertida, o tal vez como un pedazo de jabón, humedecido, se nos ha escurrido de las manos. La vida, que no es solo felicidad, tanto en Orán como en Armenia, se ha desvanecido en la nada del ritual, es hora de cambiar, para que no se nos haga demasiado tarde.

Hasta aquí llegué, debo ir a lavarme las manos, ya han pasado tres horas desde que me metí en la pieza a pensar qué debía escribir. No soy Rieux, pero mi nombre empieza por R. Da igual, recuerda hombre que polvo eres y en polvo te convertirás. Somos todos una mezcla de carne y sentimientos, de buenos y malos sentimientos anudados en los huesos y en la cabeza. Somos humanidad, debemos sospechar de los tiempos tranquilos, y afrontar los tiempos difíciles para enardecer los sentidos y no morir fríos como un hielo flotando en un vaso de Coca- Cola.

Buenos sentimientos de nuestros conciudadanos.

Aunque, en líneas anteriores, conducido por una furia irremediable cogí de los cuernos todas las palabras y todos los conceptos que hacen de la ciudad una mala ciudad o una ciudad con sentimientos impuestos y autómatas, debo decir conmovido que, a pesar de la mierda en las calles y la droga en nuestros corazones y lo sentimientos reducidos a cenizas tempranamente, hay seres humanos –la mayoría– que justifican la presencia de nuestra ciudad en el mundo. Tenemos buenos sentimientos, y como hombres pobres –los que lo son o somos– materialmente, hemos dejado de lado, un poco, nuestros vanos placeres y hemos seguido, católicamente, la sentencia de la biblia que reza: recuerda hombre que polvo eres y en polvo te convertirás. Muchos, convencidos de la inutilidad de la ostentación y el lujo, han optado por sacrificar sus tenis o ropa de marca, por ofrecer a los conciudadanos más pobres un trozo de pan o una bolsa con mercado.

He llegado, meditando sobre las posibilidades de la peste, que dicha catástrofe nos hace conscientes de la precariedad de nuestras vidas y la fragilidad de nuestros bolsillos rotos, nos ha hecho de algún modo más humanos y ha mostrado la hipocresía de los países “desarrollados” que, a decir verdad, dejan viejos muriendo en camas sin familia y orinados y carcomidos por la mierda pegada a los cuerpos.

En fin, la covid ha jodido las placas en las cuales erigimos nuestros castillos de felicidad estúpida, y nos ha mostrado que no somos más que esto: humanos, demasiado humanos. Y que la plata comparada, con el sufrimiento, es una nube que desaparece; el sufrimiento es lo único y tal vez, sin exagerar, el sufrimiento nuestro y sentir el sufrimiento de los otros es lo único que puede salvar al hombre de su sistema creado y controlado, y de la vida artificial y antinatural que se vive hoy. Por fin hemos sentido algo.