Crónica tras las rejas (VI): soles en medio de la tempestad

El preso, con el tiempo y la rutina, termina acostumbrándose a las limitaciones y a veces abusos de la guardia, pero es la familia, con todos sus miembros, los que terminan en una cárcel sin rejas, en un dolor de un encierro en el corazón, que se convierte en una pena más pesada que la que padecemos aquí.

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Por: Wilmar Vera Zapata

Ilustraciones de Carlos Parra

Hay temas en el periodismo que se deben hablar en primera persona. No he sido muy amigo de eso, pero en esta ocasión el tema y las circunstancias no solo excusan sino que obligan. En estas crónicas tras las rejas quiero dedicar una a los que más sufren la pérdida de la libertad en los prisioneros: la familia.

En los más de 500 días de encierro que llevo, hay una imagen que nunca olvidaré: el primer domingo de visita de Carolina, mi madre. Ella no lo sabe, pero desde temprano la esperaba junto a la reja, con el corazón galopante y las manos sudorosas, temiendo ese forzoso momento con la angustia de quien, sin querer, genera dolor. De pronto la vi, acercándose, con sendas bolsas de comida en las manos y la mirada de doliente turista que recorre por primera vez un contristado camino. La miré esbozando una mueca, mal disimulada, de resignada sonrisa. Antes de que le diera tiempo al guardia para abrir, última barrera, la reja que nos separaba, sus lágrimas comenzaron a correr y debí sostenerla con fuerza para que no se derrumbara. Sus lágrimas corrían por mi pecho y el temblor no me auguraba nada bueno. También lloré, pero tenía que fingir una fortaleza que corría por sus mejillas repitiéndole una y otra vez: tranquila ma, tranquila.

He tenido la fortuna de gozar del amor de mi familia y de mis padres, pero esta situación de encontrarme recluido en una cárcel falsamente acusado por la fiscalía me hermanó con el dolor que sienten los allegados y familiares de 140.000 presos en Colombia. El preso, con el tiempo y la rutina, termina acostumbrándose a las limitaciones y a veces abusos de la guardia, pero es la familia, con todos sus miembros, los que terminan en una cárcel sin rejas, en un dolor de un encierro en el corazón, que se convierte en una pena más pesada que la que padecemos aquí. Algunos se dan cuenta de eso cuando caen en la cárcel. A otros simplemente no les interesa.

Uno no se da cuenta de eso, pero por los errores uno paga, y por ahí derecho la mamá, el papá, los hermanos y hermanas, los hijos y las hijas… Todos. Pero uno se da cuenta de eso cuando llega aquí y a veces es muy tarde”, dice Luis, quien no deja de arrepentirse por su camino tortuoso en el crimen.

Así nos pasa a todos y los  que a nadie tienen, lamentan que su carga emocional la llevan solos. Porque. como la alegría, el padecimiento compartido es más soportable.

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“Mi hijo reo”

Nunca habíamos pisado una cárcel. Las conocíamos de afuera, con sus muros descascarados, las ventanas llenas de señales de hacinamiento y el lúgubre signo de aquellos que infringen la ley y deben pagar por ello. Por eso, lo primero que debimos aceptar es que en Colombia un carcelazo, una temporada en el hospital o en el cementerio, no se le niegan a nadie.

Ya había experimentado la curiosidad de mi papá y mis hermanos, el día anterior, cuando procedentes de Medellín inauguraron lo que sería una angustiosa romería por el eje cafetero. El sábado, en una visita masculina, Alberto Pérez y Duván no ocultaron la curiosidad, intriga y temor al adentrarse por espacios que aunque limpios y aparentemente “normales”, recubren la angustia y la opresión que significa encontrarse privado de la libertad.

-A cada puesto le dicen parche y en aquel lugar lavamos la ropa. Allá queda el caspete y ese que está atendiendo es “El pluma”. Que ahora llaman así al representante de derechos humanos, pero es como el cacique del patio, les explicaba haciendo gala de una asepsia en el tono, como quien narra una corraleja desde la comodidad del palco. Fungía de anfitrión obligado por las circunstancias de exhibir con buena cara las penurias, limitantes y angustias que también están encerrados en una cárcel.

Los hombres de mi familia son menos expresivos, pero no por eso fríos o insensibles. En sus ojos pude ver cómo asimilaban toda la novedad de tenerme como un reo, pero ante la negativa de conocer la celda comprendí que la aflicción tiene un límite.

tras las rejas 4-Esto es un error, yo sé que apenas se den cuenta del error me van a dejar libre, les dije ese día convencido del malentendido, sin ni siquiera sospechar que no solo la Fiscalía y la Sijín saben del entuerto que me tiene cautivo junto a dos supuestos cómplices, porque un tercero fue exonerado por un juez de menores, sino que estaban justificando esta tremenda chapucería.

Sí, es verdad, la cárcel es el primer lugar donde uno recuerda y repasa la vida antes de morir definitivamente, pues quiérase o no, éste es la cuota inicial del Averno o como muchos decimos: “ de la muerte en vida”. Y, precisamente, cuando cruje la reja a las 4:00 de la tarde, marcando el cierre ineluctable hasta las 5:45 am del día siguiente, la vida  pasa como una película que con horror y desazón refriegan los errores. Como espinas. Cada acto de desobediencia, cada silencio ante una injusticia o el callar una palabra dulce para el alma y el corazón, representan un dolor que clava cada vez más profundo, porque la sentencia de una conciencia es más cruel que cualquier implacable juez.

Mi padre y hermanos actuaron bien. Ese domingo mi mamá intentó alcanzar tan alto nivel, pero logré calmarla mostrándole tranquilidad y resignación. Mis palabras y actitudes no amainaron su desazón pero le permitieron comprender que la vida había sido muy buena con nosotros y ya era la hora de saborizarla con nuestras lágrimas.

Mucho ha cambiado desde aquel fin de semana de junio, cuando vinieron por primera vez. No sin esfuerzo han logrado desmontar barreras que tenían al pensar en lo que representa la vida carcelaria. Ya tienen amigos y amigas entre los presos o los visitantes. Se relacionan con fluidez con los guardias y las directivas y han aprendido a capotear comentarios bellacos de sujetos que dudan de que a una cárcel puedan caer inocentes. Ellos solo se limitan a confirmar lo que por año  y medio he repetido hasta la saciedad: Soy inocente. Soy como muchas personas privadas de la libertad y condenadas por un sistema penal carcelero víctima de una inclemente maquinaria, inmoral y terrible, que no por grande es invencible. Ya llegará mi tiempo y mi verdad, que es sin duda la verdad. Solo necesito paciencia.

tras las rejas 2Y paciencia requirió mi madre para salir de aquí sin llorar. Por supuesto, sé que ella, mi padre, mis hermanos, esposa, hija y amigos abandonan el patio transfigurando el dolor de la partida con una sonrisa de solidaridad  y cariño. Con paciencia han aprendido a soportar la joda de la guardia al ingresar, la humillación de sentirse señalados porque tienen un conocido en una cárcel o simplemente tragarse la rabia cuando alguno levanta malas palabras contra mí

Mi madre llega feliz porque me va a ver y sale menos feliz, pero no tan triste como antes. Mi padre y hermanos quedan tranquilos cuando cruzan la reja rumbo a la salida y mi esposa e hija saben que la alegría del encuentro con los seres queridos me llevará hasta la siguiente ocasión que puedan venir. Mis amigos y amigas también han estado a la altura de las dificultades.

Hay temas que en el periodismo se pueden hablar en primera persona. No me gusta, pero mi prisión obligada, cortesía de un falso positivo de la fiscalía y la Sijín, me obligan. Y es que todos aprendimos a reír en medio de la tempestad y a comprender que por más oscuras y grises que estén las nubes, siempre habrán mil soles brillando tras ellas.