Bourdin, Mitnick y, recientemente, Nicolás. Son estafadores. Engañan, manipulan, roban identidades. Cometen actos altamente delictivos y duramente castigados. Sin embargo, sus acciones no pueden sino ser objeto de estudio. La genialidad a veces se manifiesta al margen de la ley.
Por: Berta Jiménez/Zero Grados
“El sueño de la razón produce monstruos”, dice el grabado número 43 de los Caprichos de Goya. El manuscrito del Museo del Prado lo clarifica de la siguiente forma: “La fantasía abandonada de la razón produce monstruos imposibles: unida con ella es madre de las artes y origen de las maravillas”.
La realidad siempre ha superado a la ficción. Las tramas más jeroglíficas, las más complicadas formas de creación humana no están en las obras de ciencia ficción sino en los libros de historia, en la televisión y en los periódicos. Basta con echar la vista atrás. Muchos de los grandes personajes del pasado fueron incomprendidos en su tiempo. Los despropósitos de Julio Verne, que soñaba con que algún día el hombre llegaría a la luna; el incomprendido Van Gogh, que murió creyéndose un loco. Un loco que pintaba locuras.
Los ejemplos anteriores pudieron ser polémicos pero eran lícitos. Sin embargo, en la actualidad encontramos algunos casos en los que “la maravilla” flanquea la frontera de la legalidad y burla a la justicia.
La semana pasada los medios se hicieron eco del caso de Francisco Nicolás Gómez Iglesias, un joven que pertenece supuestamente a las Nuevas Generaciones del Partido Popular y estudiante del Colegio Universitario de Estudios Financieros (CUNEF). Según informó El Confidencial, parece que el joven, desde muy temprana edad, estuvo interesado en la política, en codearse con las altas esferas y en llegar lejos. Su primera aparición data de hace unos cinco años, cuando pidió que José María Aznar participase en una ponencia de un seminario de jóvenes conservadores. A partir de aquel momento formó parte del equipo de Arturo Fernández, compartió en varias ocasiones mesa con José María Aznar y con Arias Cañete, frecuentó los círculos de Ana Botella y Esperanza Aguirre, y disfrutó de los partidos del Real Madrid en el palco.
Nicolás Gómez vivía de humo, un humo tan sólido que le permitió asistir a reuniones del Ibex-35 y al besamanos de la coronación de Felipe VI. Llegó a hablar con la familia Pujol, presentándose como portavoz de Soraya Sáenz de Santamaría y miembro del CNI. También contactó con la Casa Real ofreciéndose a ayudar al Rey Juan Carlos en los embrollos de su hija Cristina. El pequeño gran estafador, alquilaba coches de alta gama para desplazarse por Madrid, para aparentar y facilitar el engaño a sus víctimas. Así, en una ocasión, según la Policía,intercambió un dossier con información confidencial del Palacio de la Moncloa por 25.000 euros. Unos documentos falsos que consiguió simplemente escaneando la firma del secretario y subsecretario de Estado. También falsificó un informe en el que demostraba su pertenencia al CNI.
Nicolás Gómez fue detenido por la Policía, aunque ha sido puesto en libertad con cargos. Se le acusa de delitos de falsedad documental, estafa y usurpación de funciones públicas.
En el informe emitido por la Administración de Justicia, publicado en el Twitter de Información Sensible, la jueza instructora del caso afirma: “Vaya por delante que esta jueza no acierta a entender como un joven de 20 años con su mera “palabrería” aparentemente con su propia identidad puede acceder a las conferencias, lugares y actos a los que accedió sin “alertar” desde el inicio de su conducta a nadie, por muy de las Juventudes del Partido Popular que manifieste haber sido. Tampoco se comprende que pueda prosperar su afirmación de ser Asesor del Gobierno de España”.
El informe realizado por el médico forense asegura que el acusado presenta una “florida ideación delirante de tipo megalomaníaco”. Delirios de grandeza y otras desdichas del pequeño Nicolás, quien habrá de enfrentarse a la justicia, pero que se clasifica, sin lugar a dudas, en el top 3 de los grandes estafadores de nuestra Era, y sin duda, de nuestro país.
Este castizo ejemplo de suplantación de notoriedad (ya que no tuvo necesidad de cambiar su identidad) no puede sino evocar aotros grandes del arte de la estafa. Uno de ellos, en el campo de la informática, es Kevin Mitnick, tal vez el cracker más relevante de la historia. Desde la temprana adolescencia, a mediados de los años 80, Mitnick se sintió atraído por la red y su dominio en este ámbito era mucho mayor que el de la media. Aunque Internet ya había nacido, su uso doméstico era aún escaso y el conocimiento de las empresas mínimo. Sus andanzas, como las de Nicolás, comenzaron muy pronto. A sus dieciséis años se coló en el sistema de su colegio hasta tener acceso a toda su información personal, incluido el expediente académico. No quería modificarlo, simplemente demostrarse a sí mismo que podía acceder a un espacio blindado sin el menor de los problemas. Entonces comprendió que tenía en sus manos una llave que podía abrir cualquier puerta. Y así lo demostró: entre 1981 y 1982 se hizo con la base de datos de los clientes de Pacific Bell, una empresa telefónica de California perteneciente al imperio de AT&T, la Telefónica estadounidense. Años después entró en el servidor de ARPAnet, el predecesor de Internet, desde donde intentó hacerse con documentos clasificados del FBI. También crackeó el sistema de Microcorp Systems, obteniendo decenas de códigos de seguridad de la compañía de telecomunicaciones, e intentó robar el prototipo de un novedoso sistema operativo por aquel entonces, el VMS.
Desde sus inicios el FBI le pisó los talones a Mitnick quien fue encarcelado en tres ocasiones, dos siendo menor de edad y una tercera siendo adulto. La prensa se hizo eco del caso del “fantasma de los cables”, se escribieron libros y se hicieron películas en su honor (que no fueron del agrado de Mitnick ya que, según afirma, falsean la realidad). Al cumplir su condena, era tan temido por las fuerzas de seguridad como ansiado por las mejores empresas de seguridad informática. Kevin Mitnick dejó de lado la ciber-delincuencia y actualmente posee su propia empresa asesora de seguridad: Mitnick Security.
No recibió duras lecciones de informática, ni se empapó de manuales sobre programación o “hackeo”; la clave de sus fechorías se basada en analizar el comportamiento y perfil de los usuarios, donde según Mitnick, reside el mayor problema de seguridad en la red. Es lo que en la actualidad se conoce como ingeniería social. Esta teoría se basa en que el usuario es el acceso más fácil a un sistema porque es la única pieza humana del engranaje, y por tanto, la pieza más fácilmente manipulable.
En su libro, El Arte de la Intrusión, sintetiza en pocas líneas esta práctica: “El ingeniero social, o atacante diestro en el arte del engaño, se alimenta de las mejores cualidades de la naturaleza humana: nuestra tendencia natural a servir de ayuda y de apoyo, a ser educado, a colaborar y el deseo de concluir un trabajo” (K. Mitnick, 2007: 299). Muchas de sus acciones se basaban en la realización de llamadas suplantando identidades, precisamente por lo establecido en la anterior cita, porque el usuario tiende a confiar incluso en la persona que está al otro lado del teléfono. Mediante amabilidad y técnicas tradicionales de engaño, Mitnick recopilaba los datos necesarios para romper las fronteras de cuantos sistemas se ponían en su punto de mira. El arte de la manipulación, al fin y al cabo, pero aplicado a los nuevos medios que permitieron a Mitnick ser tan escurridizo.
Sin embargo, puede que el impostor que ha demostrado mayor maestría de todos los tiempos sea Frédéric Bourdin (1974) quien, según la BBC, podría haber adoptado hasta 500 identidades falsas a lo largo de su vida. En 1997 unos transeúntes alertaron de la presencia en el sur de España de un joven solo, desorientado y asustado
El pequeño fue trasladado a un hogar de acogida, con otros jóvenes extraviados. No hablaba, ni se relacionaba con nadie. Tras varios días de rastreo, y como por arte de magia, descubrieron que podría tratarse de Nicholas Barclays, un joven estadounidense desaparecido en Texas tres años atrás.
Sin embargo, no existe la magia sino los magos, genios de la falsedad como Bourdin. El joven consiguió pasar la noche en una comisaría de policía hasta hallar una identidad que robar. Él lo preparó todo sin la menor sospecha de los agentes. Con 23 años y unas facciones que revelaban su ascendencia argelina, Bourdin se encontró con un plan imperfecto: debía hacerse pasar por un joven de 16, de menor altura, rubio y con los ojos claros. Cuando la familia Barclay viajó hasta Andalucía para recogerlo, él no sabía qué hacer: ¿Confesar? ¿Huir? Estaba a punto de ser descubierto. Pero… el destino es caprichoso y “su familia” lo recibió con los brazos abiertos.
Bourdin, interpretando a Barclay, ofreció a las autoridades estadounidenses un desgarrador testimonio (producto de su imaginación) de cómo había sido secuestrado y obligado a prostituirse. El cambio de color de sus ojos se debía a que le habían rociado un líquido extraño para impedirle ver, y la ausencia de su acento americano, a que se había acostumbrado a la voz sus secuestradores.
Todos le creyeron, o eso parecía. Sin embargo, esta historia, que aunque parezca imposible se torna mucho más oscura y compleja, se relata en El Impostor (2012), un documental algo tendencioso pero exquisito, que demuestra cómo la realidad puede ser de un surrealismo enloquecedor (y sería una lástima que se desvelase el desenlace en este texto).
https://www.youtube.com/watch?v=oBQPEeHin8E
Por supuesto, Bourdin apodado “El Camaleón”, fue finalmente descubierto por el FBI, detenido y deportado y, aunque ahora vive con su pareja y sus hijos, a la de Barclay le sucedieron muchas otras estafas.
Estos tres “monstruos” nacidos del “sueño de la razón”, estos tres farsantes con tres formas y dominios diferentes de actuación, no son sino tres reflejos en un espejo cóncavo, tres personalidades esperpénticas que vagan por la tierra engañando a los mortales y que sin duda hacen gala de un ¡Cráneo Privilegiado!
*Artículo publicado originalmente en zerogrados.wordpress.com