Escribe / Pablo Felipe Arango – Ilustra / Dall-E
El tendero de la esquina, el chofer del bus del colegio o el de la buseta que nos llevaba en la noche del barrio de ella al nuestro; las mujeres que nos asistieron en las tareas domésticas cuando éramos unos niños y las que luego lo han hecho ya de adultos; el vendedor de dulces del barrio y los vendedores de la tienda del colegio; los vecinos del barrio, de los barrios; los curas y los profesores del colegio, las profesoras de aprestamiento; las mamás, papás y los hermanos de los amigos; los celadores del barrio y de los múltiples edificios en los que hemos vivido o trabajado; los amigos de los amigos, los primos de los amigos y los familiares de los amigos; los conversadores de ocasión, imprevistos, breves, pasajeros; los cajeros y los vendedores de los cachivaches que hemos comprado o no; los clientes y sus acompañantes; los empleados, los jefes y los compañeros de trabajo; las personas que hemos socorrido y los que nos han socorrido; los fugaces compañeros de juegos infantiles o juveniles; los vecinos de silla de viajes riesgosos o serenos; el lotero; los amigos clochards, los pedigüeños y los vigilantes del carro; los caminantes y trotadores de las mañanas; los candidatos, los políticos y los funcionarios públicos que nos han pedido un voto o nos han atormentado con sus lagarterías o trámites; los que vemos de lejos, pero con el ánimo de que sean nuestros amigos y los que nos ven de la misma forma y ni siquiera presentimos; los transeúntes regulares o intempestivos que nos molestan o perturban sin saber por qué; los que esperan a nuestro lado; los protagonistas de las noticias que suceden lejos o cerca; los personajes literarios y sus creadores; los músicos que escuchamos con cariño y los que padecemos; los artistas callejeros; los familiares lejanos; los muertos de la familia que nunca vimos.
Los otros, la gente, en abstracto. Todos aquellos de los que nunca supimos su nombre o lo olvidamos, y de los que mucho menos supimos algo diferente a la mera estela que su presencia o paso dejó a nuestro lado. Pequeños cometas que cruzaron apenas cerca de nuestra órbita. Líneas paralelas, tangentes o si acaso aparentemente perpendiculares. Roces, o apenas miradas furtivas, no sostenidas, indiferentes. Solidaridades intempestivas. Odios o rabias injustificadas, prejuicios ocultos, disfrazados. Enamoramientos breves. Emociones contenidas.
Felisberto Hernández escribió un cuento formidable: “Ester”. La historia es sencilla y corriente, aunque al final comprendemos que el relato podría ser fantástico, a no ser porque lo narrado nos sucede con regularidad. Un hombre, paseante solitario y recurrente de ciertas calles, ve alguna mañana a una joven que se dirige a su colegio, y se enamora. Sí, así de sencillo, porque el amor es siempre arbitrario e intempestivo. Y se enamora especialmente de sus piernas, de sus rodillas y de las corvas que mira con obsesión cuando la sigue unos pasos atrás. Enamorado como ha quedado, la espera cada día en una esquina de la calle, porque ella es rutinaria —como somos todos—, y luego la sigue hasta el colegio, siempre sin decir nada. El enamoramiento crece, así como el embeleso que le provocan las piernas y la joven toda. Un día, sin embargo, cumpliendo la misma rutina de seguimiento y respeto, en una esquina, o ante el vaivén de la falda de colegio, el hombre siente que el enamoramiento ha desaparecido, de manera tan intempestiva como llegó: “Una mañana Ester caminaba por la plaza. Yo caminaba muy cerca y muy detrás de ella; parecíamos un ferrocarril; yo sentía cómo era, tanto el aire que le daba en el ala de su sombrero doblado para arriba como el aire que le doblaba las puntas de su saco para atrás. De pronto no vi a Ester extraordinaria, ni tampoco tenía pena por no verla extraordinaria. No me di cuenta cuándo fue que mi destino tuvo la esquina… Al mucho rato yo estaba sentado en un café y seguía sintiendo lo imprevisto; pero con un poco de tranquilidad…”.
Es una historia de amor, al menos la de él. Ella aunque es el ser adorado no lo sabe y no se entera. Nunca. Habrá quien hoy considere que es la historia de un acoso, y no podrá estar más equivocado, porque el hombre del cuento nunca traspasa las fronteras de la más estricta decencia, al igual que cualquier otro personaje de Felisberto, aunque bordeen la excentricidad; nada diferente por demás a lo que nos sucede a todos en nuestra intimidad, o en lo profundo de nuestros pensamientos.
Somos también esos seres tangenciales con los que apenas nos rozamos. Tal vez nuestra constitución es más compleja y menos evidente de lo que suponemos, y somos además ese cúmulo de encuentros con seres intrascendentes y pasajeros. Nos hacemos y deshacemos al mismo tiempo y siempre, tal como la montaña que se hace polvo que lleva el viento, pero a la vez recibe el que viene de otra. El personaje de Felisberto se hizo amante persiguiendo a la joven, sin necesidad de decírselo, y ella se hizo amada. Que ella lo supiera es intrascendente.