N y Ñ

Creo que los animales ven en el hombre un ser igual a ellos que ha perdido de forma extraordinariamente peligrosa el sano intelecto animal, es decir, que ven en él al animal irracional, al animal que ríe, al animal que llora, al animal infeliz.

Friedrich Nietzsche

N y Ñ

Por: Marthic Wallace

Ilustración: Daniel Román

Crecí con N. Las manos de la seño Eneida me han cuidado, como seguramente lo hubieran hecho las de mi madre de sangre.

Vivíamos en el paraíso: un rinconcito casi invisible en medio de los Montes de María, donde el sol desprendía sus rayos en las tajadas de mango para alimentarnos de la forma más dulce y celestial imaginable.

N me enseñó todo lo que sé. Aunque tendríamos la misma edad por esos días, N parecía saberlo todo.

A N no le hacía falta la enroscada cola de la que yo alardeaba al ganarle en subir, de rama en rama, por la copa del viejo indio desnudo. N siempre llegaba después, con muy pocos segundos de diferencia, ¡casi gano yo!, me decía.

Una vez arriba del árbol, nos quedábamos horas ahí contemplando nuestro rincón del cielo, hasta que los rayitos del mango gigante se desvanecían, dejando solo su aroma para recordarlo hasta el siguiente día.

—¡El niño del mono colorado!—, saludaban a N los saladeños; ellos nunca supieron que yo también tenía un nombre, aunque eso nunca me importó, mientras fuera sobre el hombro de N, mi hermano del alma.

Que quién podía bajar chontaduro, que quién cuidaba al niño más chiquito de Doña Nubia, que quién leía las noticias dominicales a Don Vitaliano, que quién ayudaba en las labores parroquiales al padre Nepomuceno; para todo aparecía N, el niño más dispuesto, con su inmensa y reluciente sonrisa —y yo que anduve siempre como su sombra.

En diciembre, mientras yo ayudaba a Juan Manuel —mi “padre” adoptivo— a amarrar del techo las hojas de tabaco para que comenzaran a secarse, N aparecía con su tambora, anunciando con cantos la llegada de la navidad.

Desde las arepas del desayuno hasta el sancocho de nochebuena, en todo el pueblo la alegría brotaba de cada techo.

Nunca entendimos cómo un día decembrino el cielo oscureció y llovieron papeletas que sentenciaban un final aterrador. Ese día el miedo se instauró en mi paraíso. N era inmune al miedo, él seguía pensando en su futuro musical, y como en febrero cumplía los doce, ya era un niño grande, o eso le repetía a sus taitas con el pecho hinchado de orgullo.

N no era de este mundo. Yo no lo quería aceptar. Lo entendí el día en que se despidió de mí. Ni una palabra, solo una cristalina mirada y un abrazo mudo.

Las gaitas sonaban, pero no era diciembre, las tamboras gritaban, pero no había alegría saliendo por los techos. Solo hediondez de soldaditos militantes de Satán.

—Ñ, tienes que correr rápido, lejos de aquí —me decía N mientras me empujaba con sus manitas llenas de lágrimas.

¡Pum!, petrificado vi cómo una ráfaga de astillas de metal atravesaban a N hasta quitarle su último suspiro.

Aullé, aullé. Solo eso pude hacer. La cancha, la iglesia, todo el pueblo inundado de sangre. Hervía como el infierno.

El Salado no volvería, no volvió, no volverá a ser el paraíso.

N subió al cielo, mientras demonios predicaban con sangre la Biblia.

Desde ese día yo corro, huyo como N me lo pidió. Sé que no hay escapatoria.