Luz del Atrato

Me tenía que atragantá de rabia cuando, al salir de la pieza que ustedes llamaban la biblioteca, después de limpiarla, usté me hacía levantar la falda dizque pa’ ver si no se me había enredado algún libro. Imagino que ese es el cuidado del libro que usté enseña en su famoso taller de lectura en la biblioteca municipal.

Tomada de https://afrofeminas.com/2015/06/05/la-violencia-y-la-mujer-negra-en-colombia/

Por: José Hoyos

Vea doña Lourdes, sepa que yo no soy una persona irresponsable, pero tampoco soy pendeja. Le pido disculpas por venirme así nomás sin avisar, y por renunciar a través de esta carta y no hacerlo en persona, pero hay cosas que una no aguanta más, como mirarla a usté a la cara o seguir allá en su casa. Por eso aproveché mi salida a la cita médica y de una vez me vine pa’ mi pueblo. No se preocupe por mi sueldo, no se lo voy a cobrá. No puedo negar que usté al principio tuvo un detalle conmigo, al adelantarme una quincena para los medicamentos de mi amá cuando estuvo tan enferma. Fueron días muy duros para mí, tanto, que tuve que dejá mi pueblo y salir pa’ la ciudá a buscá trabajo. Gracias por recibirme. Yo creí que por fin había dado con unos patrones de corazón generoso, y me propuse trabajá responsablemente y ser la mejor empleada del servicio que ustedes hubieran tenido. Cumplía con más de lo que me tocaba, como lavarle el carro a don Enrique cuando él lo mandaba o enseñarle a nadar a la niña Pilar o hacerle masajes en la espalda al joven Marcelo cuando llegaba de jugar rugby, ah no, era polo lo que jugaba, ya ni me acuerdo. Le confieso que me sorprendía la torpeza de la niña Pilar, nadar es algo con lo que se nace, bueno, al menos para los que nacemos a orillas del Atrato.

Después la cosa cambió. Me gustaba sobre todo estar en mi pieza porque podía cerrar la puerta y hacer de cuenta que estaba allá junto al rumor del río. Lo más normal es que ponga un poquito de mí en el lugar donde vivo: cosas como dejar mi ropa tirada, darle color a las paredes de la pieza o poner a ChocQuibTown con poquito volumen (cosa difícil) eran una forma de esconderme en un rincón y volverlo mío. La primera vez que usté vino a mi pieza para decirme que me tocaba ir al club donde ustedes son socios a servir los pasabocas en un dizque coctel literario (donde tuve que atendé a la gente hasta las cinco de la mañana) me llamó la atención ver cómo fruncía la nariz cuando pasaba junto a mi ropa y mis cosas, parecía con ganas de salir rapidito. Algo parecido pasaba cuando usté me hablaba pero se dirigía a la pared a un lado mío, siempre mirando donde yo no estuviera. Solo una semana de trabajo llevaba y qué diferente se puso todo, usté parecía otra. Un día, creo que había venido el señor Peralta a almorzá, no supe en qué momento serví una papa entera en su plato y de inmediato usté vino y me habló con cara de culebra: «Ya se lo he dicho, es de mal gusto, no crea que está cocinando para su gente, ¿cierto que lo sabía?, ¿acaso no le di instrucciones?, ¿por qué lo hace?». Mi sangre está cargada de una herencia maldita: ordena sentir culpa así no exista, solo por el hecho de que ustedes nos señalen culpables. La culpa del negro siempre fue la existencia en un mundo ajeno. Brincó la herencia esa y me sentí menos y cargué culpa como un bulto al hombro. Lo recuerdo porque justo fueron esos los días en que a ustedes les dio el arrebato de andá con tapabocas entre la casa. Yo qué me iba a imaginá que fuera por mi gripa.

No se preocupe que no me traje nada de su casa, todo lo del cuarto de servicio se lo dejé bien en su lugar. Allá dejé también parte de mi dignidá, pero eso es otro tema. De la cantidad de cosas rarísimas y caras que decoran su casa, no había una sola que yo pudiera ver bonita. Eran mamarrachos, así nomás, pero ustedes hablaban de arte y cosas así. Ni aunque me gustaran hubiera pensado siquiera en traerme algo, pero usté no perdonaba requisa a mi bolso cada que yo salía de la casa. Me tenía que atragantá de rabia cuando, al salir de la pieza que ustedes llamaban la biblioteca, después de limpiarla, usté me hacía levantar la falda dizque pa’ ver si no se me había enredado algún libro. Imagino que ese es el cuidado del libro que usté enseña en su famoso taller de lectura en la biblioteca municipal.

Ya el señor Enrique me había requisado una vez, pero como ahora él no estaba, seguro le encargó la tarea a usté. Me acuerdo que durante esos días él tuvo que salir del país, según ustedes decían, pero se me hizo raro verlo un día en el noticiero acompañado de un poco de agentes de policía, junto a esas imágenes aparecían las palabras indagatoria y peculado, cosas así. Es que era bien importante el puesto que tenía don Enrique. Bien dicen en mi pueblo que confiar en la honestidá de los políticos es como creer en la generosidá de un banco. Parece que en su casa, señora Lourdes, la obligación de ser honrada caía solo sobre mí, aunque el respeto completico era solo para ustedes.

El aire del señor era bien pesado, podía sentirlo porque tan pronto como llegué el cogió la costumbre de ir a la cocina. Nunca entendí por qué, si cuando cualquiera de ustedes quería algo me llamaba con un grito y yo corría a llevárselo hasta donde estuviera. Pero él insistía en venir justico después de comer, cuando usté se iba a sus reuniones de la Asociación de Escritores Municipales. Hablo del aire del señor Enrique porque sí que lo sentí, cómo no, si mientras yo lavaba los platos él muy disimuladito se acercaba dizque para coger un vaso y me apretaba por detrás, sonriendo en silencio y diciendo que quería comprobar eso de que “a las negras les sobra el sabor”. Yo me ponía sin saber a qué santo rezarle, y solo atinaba a salir corriendo y meterme en la pieza. Con los días eso no servía ya de nada, porque una noche muy tarde entró y se me plantó junto a la cama. Insistía con la misma pregunta: «Negra, cómo te ha parecido este trabajo, ¿querés seguir?, ¿querés seguir?» Yo le decía que tenía que madrugá, que me dejara dormir, pero él parecía no oírme y seguía repitiendo: «¿querés?, ¿querés?», y al mismo tiempo me estrujaba su cuello de toro sobre la cara, hasta que un día me quitó la cobija de un tirón y me puso encima toda la masa de su cuerpo, con una mano me tapó la boca, pasaba su lengua por mi cuello, por mi nariz, y entre mi oreja decía pasito: «Nomás obedezca, negra, obedézcale al patrón». Yo temblaba, apretaba los ojos y trataba de hacerme a un lado, pero no podía con tanto peso encima, tenía la fuerza a su favor, tenía todo a su favor. Sostuvo su mano fuerte en mi boca hasta que terminó, se puso de pie, y tal vez por mi llanto me tomó del pelo y me arrojó a un lado de la cama, como quien tira a la calle el empaque de una golosina que acaba de comerse. Pasé el resto de la noche en el suelo, con asco de mí misma, atontada, paralizada. Cuando pensaba en renunciá, venía como un rayo la obligación, las angustias de la plata, la enfermedá de mi amá. Yo no sé si la culpa sea cosa de pobres. Hasta he llegado a pensá que este tipo de ricos no saben qué es bueno y qué es malo, solo se preocupan por decir qué es arte y qué no.

Yo no sé si usté lo supo, a lo mejor sí y no dijo nada, porque los ricos están acostumbrados a escondé bien pa’ dentro, no vaya a ser que los amigos del club se enteren de sus inmundicias caseras. Pero dígame, yo en una ciudá tan lejana de mi pueblo, sin un solo conocido, pa’ dónde más me iba a ir, me tocaba aguantarme. Con 23 años no es mucho lo que puedo saber de la vida, aunque conocerlos a ustedes siempre le agranda a una la experiencia. Mi abuela siempre decía que la riqueza del negro es la capacidá de aguante. A ella le aprendí a no escondé nada, a templá el espíritu y seguir. De pura bravura fue que aguanté quince meses en su casa, señora Lourdes, más largos que esperanza e’pobre. También de pura necesidá, el tratamiento para curarle el reumatismo a mi amá no se paga solo. Cuesta mucho reemplazar las tardes luminosas de viento y rojizas y cantadas del Atrato por la mudez fría y oscura de una ciudá de cemento.

Como me tenía que estar tan calladita con lo que pasaba, esta carta es para decir todo lo que no pude. Qué va, a usté esta carta le va a importá un upite. En realidá le escribo pa’ ver si se van mis demonios. Escribir para limpiarse por dentro, o para ajustarse mejor a la mugre. Es bien jodido estarse callada cuando muerde la crueldá. A mí sí se me hizo raro que el joven Marcelo me mirara tanto, y más cuando usté no estaba, y no era una mirada amable como las que me echaba Calixto allá en el pueblo, mirada pícara pero mansa, que acompañaba de palabras dulcitas como cocada: “Ay, Luz, vos tenés unas curvas en la cintura igualitas a las del Atrato, tenés piernas de sirena y un caminao que ahoga”. En cambio Marcelo no decía nada, ponía una cara de diablo muy diferente a la de cuando había una visita, ahí él era un ejemplo de decencia. Terminé de conocerlo cuando una noche tocó la puerta de mi pieza dizque para que le recomendara un buen remedio para el dolor de espalda y sin más ni más se fue sentando en mi cama y arrimándoseme con soberbia, me agarró del pelo y se echó encima mío, apretándome duro y diciéndome al oído: «¿No es esto lo que les gusta a las negras?, disfrute entonces. Ya sabe, calladita o le vienen problemas». Y entonces otra noche de asco de mí misma, y otra y otra y muchas más. Una no aguanta todo eso, por más necesidá que tenga. Resolví largarme sin decir nada a la mañana siguiente, pero vea si es sucia la vida, ahí fue cuando me llamaron del pueblo a decirme que la seguridá social no cubría los gastos de hospital de mi amá. Yo no sabía que dar significa darse una completica. Entonces lo supe, y tocó morderme la boca y amarrá el orgullo: tuve que seguir, porque qué más.

Por esos días mi trabajo aumentó. Me tocaba servir no solo en su casa, señora, sino también en la casa de su hermana Lucy unas dos veces por semana, y por el mismo sueldo. Acuérdese, usté muy clarito me dijo que tenía que hacerlo porque “somos la misma familia, negrita”. Pero por más pesao que fuera ese trabajo, yo era capaz de hacerlo con tal de no soportá el inmundo trabajo nocturno al que me sometían los machos de su casa. Una noche el uno, la siguiente el otro. Un día, mientras lavaba el baño de su pieza, “habitación”, como usté me hacía decir, un corrientazo salió de bien adentro mío y no aguanté las ganas de vomitá. Usté debe acordarse bien de ese episodio, porque su cara se puso roja como brasa de carbón y me empujó sobre el vómito hasta que se cansó de arrojarme agua fría dizque para lavarme hasta la raza. Lejos estábamos las dos de imaginar que ese malestar se debía a que mi raza se estaba abriendo paso en mi vientre, ahí estaban mezcladas su raza y la mía, señora Lourdes. Ahora somos tres en mi casa: mi amá, el hijo que hace cinco meses llevo en la panza y yo. ¿Señora Lourdes, qué vendrá siendo usted de este bebé que espero? ¿Habrá algún grado de parentesco para la esposa y madre del papá de mi bebé? ¿O debería decir “los papás”? Por eso, el mejor regalo que puedo darle a mi hijo es llevarlo, aun sin nacer, a sentir la luz de cielo de mi pueblo, a vivir la delicia serena de la tarde feliz junto al Atrato.

Amablemente, Luz del Atrato.