“Le presento a mi pareja”, me dijo el tipo al cruzarnos en una esquina céntrica y pasó a hablar del asunto que ocupa las conversaciones en Colombia por estos días: no los diálogos de paz, sino el traspaso de los integrantes de la selección de fútbol a distintas ligas del mundo.
“Mi pareja”, dijo el hombre, y ni siquiera le dio a la mujer la oportunidad de responder al saludo. Con el mismo tono pudo haberme mostrado su nuevo reloj o exhibir su más reciente modelo de teléfono móvil. No dijo mi mujer, mi novia, mi amante o mi moza, para utilizar un vocablo caro a la tradición sentimental colombiana. Los vi alejarse y pensé que, en últimas, pareja puede ser cualquier cosa, incluso una muñeca hinchable o una de esas personas contratadas por horas conocidas como damas o caballeros de compañía. Al fin y al cabo, pareja es todo lo que forma un par.
Así van las cosas. Como todos sabemos, el lenguaje no es solo un instrumento o una simple función de la comunicación. Ante todo expresa una manera de ver los seres y las cosas: una cosmovisión. Por eso, seguirle el rastro a sus usos, abusos y transformaciones constituye una buena manera de aproximarse al espíritu de los tiempos.
Una de las características del capitalismo tardío consiste en hacer de todas las decisiones y acciones de las personas un acto de consumo y derroche, al punto de que esto último define el ser: consumo, luego existo. De lo anterior se deriva una forma extrema y refinada de la asepsia. No comprometerse con nada ni con nadie para no ensuciarse pero, sobre todo para no sufrir su pérdida. Me despojo de los seres y las cosas antes de que ellos me abandonen. Dentro de esa concepción del mundo, cualquier forma de dolor deviene antítesis del placer. La conquista de este último, en su sentido más elemental, constituye la premisa básica del mercadeo y la publicidad
Por ese camino, hasta las cosas más amables y amadas acaban por despersonalizarse. Se despojan de su contenido. Cuando digo mi pareja reduzco al otro a su condición más funcional: la de distraer mi ineludible soledad. De ese modo intento vaciarla de su biografía, vale decir, de todo lo que la hace impredecible, compleja, y por eso mismo deseable.
La historia personal del otro – no de “mi pareja”: del otro- implica un sendero de goces y desdichas por el que debo transitar, si de veras quiero acceder a una parte de su ser y solidarizarme con sus heridas y expectativas. En esa pequeña y frágil parcela acontece lo que llamamos conocimiento o, cuando menos, intuición de lo más esencial de nuestros compañeros de viaje. Y, como lo sabe cualquiera que se haya hecho al camino, el conocimiento cuesta.
Esta última cuota es la que nos negamos a pagar. En el mundo diseñado por la publicidad y el mercadeo todo brilla y se nos presenta rodeado por el aura seductora de lo fácil. En los comerciales de televisión pareciera que todo se encuentra al alcance de la mano. Nadie nos advierte que para obtenerlo es preciso alienarse del propio ser y convertirlo en moneda intercambiable en el mercado.
Nada mejor que el cancionero popular para acercarse a las esperanzas y desdichas de la gente. Si usted hace el ejercicio, entre millones de canciones escritas abundan los vocablos novio, amiga, amor, amante, esposa, amado y moza, pero no pareja. Esta última pertenece al lenguaje de sicólogos y terapeutas, cuyo objetivo último es adaptar o readaptar los individuos al sistema o, lo que es lo mismo, engancharlos a la cadena de la producción, el consumo, el descarte y la vuelta a empezar.
La sola masificación de esa palabra debería alertarnos sobre un decisivo cambio en nuestra manera de disfrutar y padecer los sentimientos. A lo mejor todavía estemos a tiempo de vivir las experiencias del corazón y el deseo de una manera menos dispareja.