LEER ES PLURAL

El fuego como representación del lenguaje, de la literatura, de lo que mejor nos define como especie: la posibilidad de ver el mundo de otra manera.

 

Por / Jhonattan Arredondo Grisales

Durante este confinamiento mis más reales interlocutores han sido los libros. Sospecho, aunque sólo es una conjetura, que las personas que tienen como hábito la lectura están de acuerdo conmigo: al alejarnos de nuestros seres queridos, los personajes de los textos que leemos, día tras día, se han convertido en la principal fuente para fomentar el diálogo. Naturalmente, uno silencioso, íntimo, simbólico. Pero, en últimas, verdadero; porque quien lee buenas historias, sea en el transcurso de la trama o sea alcanzado su final, no está exento de ser perseguido por preguntas que quizá nunca resuelva. Los dilemas de sus héroes —la carta que nunca llega, el collar que perdió en el baile o el encuentro frustrado con el amante— se vuelven sus propios dilemas.

La literatura es el mejor lugar para colocarnos en los zapatos de los demás. Incluso en los zapatos de los criminales. Juan Gabriel Vásquez, uno de los mejores escritores colombianos en la actualidad, ilustra lo anterior con este ejemplo: “El asesinato de la vieja usurera en Crimen y castigo nos horroriza a todos, pero ningún lector de esa novela ha dejado de sentir por un breve instante que (horriblemente) entiende a Raskolnikov”. En otras palabras, lo que nos señala es que las grandes ficciones tienen la capacidad de hacernos adentrar en el pensamiento de quien, aun cometiendo un hecho atroz, nos conmueve porque ese lado oscuro, ese lado perverso, también hace parte de nuestra naturaleza. Asimismo, entender las motivaciones encubiertas detrás del implacable hachazo. No justificarlo, por supuesto; pero sí mirarlo, creo, desde una perspectiva amplificada.

Esa visión de la que hablo se ensancha, sobre todo, cuando compartimos la experiencia lectora con los otros. El argumento confuso, los versos incomprensibles y las estructuras complejas, por ejemplo, luego de una conversación pueden llegar a esclarecerse. Por eso, leer es un verbo que se cumple a cabalidad cuando se convierte en un ejercicio colectivo. Es cierto que en esta actividad no se admite terceros, es decir, una pequeña interrupción y la magia desaparece. Sin embargo, gracias a esa tercera instancia, que no permite el momento específico de la lectura (pero que sí permite el momento del diálogo), los libros que leemos adquieren dimensiones que no habíamos previsto.

Esto último sucede a menudo con el cuento. Como se trata de un género donde, generalmente, lo más importante se presenta en los terrenos de lo invisible, las dudas que encierra el punto final suelen ser diversas. Ernest Hemingway habla del cuento como un iceberg: éste debe reflejar tan sólo una parte pequeña de la historia, dejando el resto a la lectura e interpretación del lector. Ricardo Piglia, por su parte, nos dice que un cuento siempre cuenta dos historias. Y añade lo siguiente, en relación con la teoría del escritor norteamericano: “La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión”.

El estudiante es un relato de Anton Chejov donde lo anterior queda explícito. El argumento, en realidad, es bastante sencillo: Iván Velikopolski, un joven estudiante de la academia eclesiástica, cuando regresa de cazar lo embarga un repentino sentimiento de tristeza y profunda desolación. La naturaleza a su alrededor parece confabularse: empieza a oscurecer y el frío arrecia debido a la llegada del invierno. “No tenía ganas de volver a casa”, comenta el narrador. Pero, en su camino, se detiene en la casa de unas viudas. Allí, después de una conversación sobre unos pasajes bíblicos, frente al calor de una hoguera, ocurre “lo no dicho”.

Finalmente, el estudiante se despide, satisfecho por haber logrado conmover a la viuda Vasilisa y a su hija Lukeria. Y algo significativo: su estado de ánimo cambia por una “súbita alegría”. Traigo este cuento a colación porque después de leerlo varias veces seguía convencido de que en la historia no sucedía nada. El cambio de ánimo del personaje, afirmaba, se debía al hecho de causar un impacto en las dos mujeres. Pero un día un amigo cercano, con quien suelo (bueno, solía) sentarme a conversar en un café, me dijo que no, que el cambio de ánimo se debía al fuego de la hoguera frente a la que hablan los personajes. El fuego como representación del lenguaje, de la literatura, de lo que mejor nos define como especie: la posibilidad de ver el mundo de otra manera.

@Jhonattan_1990