Pobreza

Es cierto: nuestra pobreza no sabe cómo traducir la falta de perspectivas o de oportunidades cuando llega el inesperado momento de elegir. Y lo que es peor: ni siquiera nos interesa. La avaricia, el descreimiento y la pereza han sido las principales causas del abandono que nosotros mismos hemos creado a lo largo de décadas y décadas. 

 

Jhonattan Arredondo GriPor: Jhonattan Arredondo Grisales    

Desde hace veinte años vivo en uno de los lugares más visitados en tiempos de elecciones. Ese lugar, por supuesto, es un barrio pobre. En todo caso, esta situación no es nada extraño en un país donde nos hemos acostumbrado a seguir —con los ojos vendados— toda la palabrería del político que cada cuanto se convierte en el portador del cambio.

Sin embargo, no sé qué tanto sea cierto eso de que nos hemos acostumbrado a seguirlos con los ojos vendados, pues sospecho que esta ceguera se deba únicamente a los mecanismos de la impostura. No: las respuestas deberían empezar a ser otras.

Tal vez, una de ellas, se encuentre en el continuo fracaso de nuestros gobiernos. Cada uno, con su notable indiferencia, ha hecho posible, paso a paso, el fácil convencimiento de sus pobladores. Es decir: el mercado, los materiales de construcción, el puesto público o  los veinte mil pesitos, son la prueba de que cualquier comunidad oprimida políticamente está destinada a la resignación.

Es cierto: nuestra pobreza no sabe cómo traducir la falta de perspectivas o de oportunidades cuando llega el inesperado momento de elegir. Y lo que es peor: ni siquiera nos interesa. La avaricia, el descreimiento y la pereza han sido las principales causas del abandono que nosotros mismos hemos creado a lo largo de décadas y décadas. Ellos son tramposos, despilfarran, roban. Nadie que pertenezca a un estrato social bajo —incluso medio o alto— diría lo contrario. Esa es una verdad, paradójicamente, con las puertas abiertas.

Entonces, ¿qué sucede cuando vienen con su discurso igualitario? He querido creer —más allá del sentido de pertenencia que sí tenían nuestros abuelos— que este fenómeno social se debe a los bajos índices de educación superior, a la escasez de espacios culturales y a la ausencia de formación ciudadana. Hechos que sin lugar a dudas construirán otros senderos. Quizás, ahora lo imagino, sea una simple utopía. Quizás, también, sea otra manera de volver a preguntarnos si aún tenemos esperanzas.