Tokio es una fiesta

Tokio es una fiesta. Una privada. El tiempo no pasa acá. El reloj son las personas barriendo sus portales, arreglando el jardín, o sentándose a jugar parqués, dominó, naipe o billar.

 

Por: Diego Firmiano

Tokio es un barrio periférico. Periférico como su gente. Lo único central es el calor y la música; el juego y el ruido de los motores. Las ventas de comida alimentan a un contingente que transita por las calles polvorientas. Todas sus esperanzas y promesas orientales están guardadas dentro de una casa mono familiar. Casas de todos los colores.  Mirados por encima, los techados parecen pinturas del maestro Botero. La música estridente en el ambiente invita al festín, mientras los perros, con causa justa, ladran sin cesar. No hay quién los moleste, no conocen el concepto de igualdad, clase o raza. Hay pocas sanciones sobre los chuchos estipulados en el nuevo código policial.

Alrededor del barrio hay un cinturón verde, de pastos, cafetales y malezas. La gente de este lugar ama las plantas. No hay una casa sin ellas. Esta naturaleza atestigua el movimiento de corotos y luces que se apagan y se prenden todos los días. El viento serpentea deliciosamente entre las callejuelas como si este lugar estuviera emplazado al borde del mar. La lluvia visita el barrio casi todos los días. Los chubascos hacen correr a los niños que juegan en el parque o a la rayuela.

Aquí convergen todos los colores. Blancos, negros, amarillos… rojos. Algunos le llaman el color de piel; yo lo llamo raza o fiesta emergente de colores al margen de la bulliciosa ciudad; esa ciudad de edificios y corazones cerrados; de policías y comerciantes nerviosos; de perros que saben cruzar avenidas y personas que se venden en las esquinas.

Tokio es una fiesta. Una privada. El tiempo no pasa acá. El reloj son las personas barriendo sus portales, arreglando el jardín, o sentándose a jugar parqués, dominó, naipe o billar. La gente es bella. Es melaza que ríe y modela. Nadie sabe a quién le pertenecen esos deliciosos cuerpos.  Las esperanzas no están a la venta.  Cada una conserva su lugar.

Las casas son iguales como las caras de un diamante.  No hablan de derechos humanos ni necesitan hacerlo. Cada uno con lo suyo. El jolgorio lo empareja todo.  Aun se practica el viejo ritual de la minga.  Hombres, mujeres, ancianos, niños, cada uno se siente útil adornando esta periferia. Solo es un lugar que les importa a ellos.

Raramente es visitado por los vendedores de promesas: políticos, religiosos y asesores de servicios funerarios. La gente no piensa en la muerte tanto como en existir hasta donde el cuerpo resista. Los chuchos, los gatos, las aves, también lo saben.

Las personas juegan y cantan porque es su patrimonio, la identidad que aun no les ha sido usurpada por una ciudad que engulle hombres como una máquina. La gente sigue soñando porque este es su paraíso oriental.