ASISTIR A UN OCASO

Escribe / Carolina Zea Fernández – Fotografías / Carolina Zea Fernández

El abuelo duerme en el mueble de la sala. Se ve incómodo. Está recostado de lado, con la cabeza apoyada en el brazo del mueble y las piernas dobladas sobre el asiento. Tiene un pedazo de gasa en la frente. Pero duerme profundamente. Y mamá también. Aprovecha el sueño del viejo para descansar, pues sabe que en cualquier momento despertará y tendrá que ponerse alerta. Desde hace tres meses es así. El abuelo deambula por la casa la mayor parte de la noche y mamá vigila sus pasos como si se tratara de un niño que aprende a caminar. Ya se ha caído un par de veces y se ha golpeado la cabeza. La otra noche abrió la pipeta del gas. Por fortuna, el olor expandiéndose logró despertar a mamá.

Ella se ve más vieja y más cansada. El cuidado de su nuevo niño grande la está desgastando. Pero asume el intercambio con entereza. Ahora es ella quien cambia los pañales de su padre. Quien lo toma de la mano para que no caiga. Quien lo baña. Quien le da la comida a cucharadas. Quien le soba la cabeza y le habla para que se quede dormido.  

A sus 94 años, el abuelo seguía teniendo ese aspecto conservado que despertaba admiración en quienes preguntaban su edad. Su imagen, estática, negaba el paso del tiempo. Y su ánimo también. Su figura fornida, esbelta, y su atuendo siempre bien cuidado. Salía todas las mañanas a caminar y a tomarse -cumpliendo un rito sagrado- la bebida funcional que le vendía una señora a la salida de misa y a la que atribuía su vitalidad.

Luego volvía a casa para cambiarse la sudadera y los tenis por su acostumbrado atuendo: pantalón de paño, camisa manga corta de botones y sombrero. Vestido así, iba y se sentaba en Los tres mosqueteros, el bar de la esquina. Escogía una de las mesas que daba a la calle y se pasaba toda la tarde tomando tinto, escuchando tangos y saludando a la gente que pasaba, levantándose el sombrero y agitándolo en el aire.

Recuerdo que desde que yo estaba pequeña e iba al colegio, lo veía ahí sentado siempre que regresaba de clases. También a mí me saludaba levantando el sombrero. Pasarse las tardes allí sentado fue su pasatiempo durante años. Pero desde hace unos meses empezaron a traerlo recurrentemente a casa con la cara, los codos o las rodillas llenas de sangre. Y tuvo que pasar muchas veces. Tuvo que someterse a muchas curaciones y a muchos regaños de mamá.

Lo que lo convenció de renunciar a seguir saliendo fue el vértigo por una caída en la que un bus casi lo atropella. Solo entonces aceptó que ya no dominaba la calle, y se resignó a quedarse encerrado en casa, triste y aburrido. Intentando quizá colmar el vacío que le dejaba abandonar el hábito de ir a los tres mosqueteros, se procuró una nueva rutina. Empezó a sentarse en la sala a escuchar música en el tocadiscos todo el día. Uno a uno, día tras día, fueron sonando los discos que tenía guardados desde hace años en el cajón de su cuarto. 

Eran el tesoro de su vida. Una colección de discos de tango que había reunido a lo largo de sus años de melómano y aventurero. Años que me eran ajenos, porque a mí no me tocó el abuelo bohemio de las historias que me contaba mamá, igualmente vestido de sombrero, camisa y pantalón de paño, que se sentaba, no a tomar tinto, sino aguardiente, y a hablarle al que se le arrimara sobre compositores y cantantes. El que más joven y enérgico, recorría los bares de la ciudad buscando nuevos materiales y entreteniendo la vida. A mí me tocó un abuelo más distante y silencioso, ausente en las brumas de la vejez.

***

 

Su fluir en declive comenzó tras una fuerte caída que le produjo una fisura en el cráneo. Cuando regresó del hospital estaba más callado y más quieto. Y desde ahí, estuvimos obligados a asistir a la imagen lacerante de su ocaso. Veíamos al abuelo hundirse en el oscuro mar de su vejez, apenado, casi naufragando, aferrándose desesperadamente a su vida y a su orgullo, sin que pudiéramos hacer nada más que acompañarlo y cuidarlo. Tratar de hacerle la despedida y el dolor un poco más llevaderos.

Y es que durante los primeros meses, mientras aún tenía algo de consciencia sobre su estado, nos dejaba ver lo insoportable que le resultaba sentirse débil. Adivinábamos que sentía lástima por sí mismo y esa lástima se extendía hasta nosotros. Trataba de ocultarla bajo la coraza de la dignidad, pero la vejez y el tiempo avanzaban inclementes, engulléndolo. Sus ojos, brillantes de tristeza, lo delataban.

También la irritabilidad y vergüenza que mostraba ante sus nuevas incapacidades. Se quejaba amargamente por no poder pararse solo o porque mamá lo tuviera que bañar. Costó mucho convencerlo de usar pañal, y al final lo aceptó más por sentido práctico: la incontinencia obligaba a cambiarlo varias veces en el día, y las sudaderas y pantalones ya no daban abasto. Pero refunfuñaba cada vez que mamá se lo tenía que cambiar. Se adentraba en su noche lentamente, con pasos resignados. 

Mamá lo desnudaba para bañarlo y la imagen era conmovedora. Su cuerpo blanco, encorvado y la piel de apariencia frágil. Las costillas profundamente marcadas. Las clavículas sobresaliendo. Él, apenas sosteniéndose de los brazos de mi madre. Al principio, se apenaba.

Después, ya no le importaba. Podía uno quedarse allí, mirando todo el proceso, y era como si no se diera cuenta. Como si su propia imagen, desnuda bajo el agua tibia, no significara nada. Al menos ya no el pudor, la vergüenza ante la exhibición, todo eso que uno construye al rededor del cuerpo desnudo. Despojado de todo eso, solo era un cuerpo recibiendo complacido la lluvia de la ducha.

Por eso luego todo fue un poco más fácil. La demencia lo despojó del pudor. Lo volvió dócil y blando. Aunque no obediente. Madre debía obligarlo a realizar la mayor parte de las acciones cotidianas, que finalmente ejecutaba entre insultos balbuceados. Adivinábamos que eran insultos por el tono, pues las palabras que salían de su boca, vacía de dientes, no se entendían. Por alguna razón, no soportaba la caja de dientes y la escupía cada vez que mamá se la ponía. Pero era una protesta verbal, nunca oponía resistencia física. No tenía fuerzas para hacerlo. Tan solo se resguardaba en la trinchera de las palabras y el silencio. Hasta que fue dejando de hablar. Entonces la comunicación con él se tornó un adivinar de gestos y expresiones. Un esfuerzo por entender, a veces, qué quería, qué necesitaba, por qué se veía incómodo, tal como se hace con un niño que no ha aprendido a hablar.

***

 

Las noches ya no eran noches. La noche era un día sin luz que albergaba la zozobra y en la que brotaban enloquecidos los desvaríos. Por razones aún no claras para la ciencia, los síntomas en pacientes con demencial senil tienden a agudizarse en las noches.

Aunque mamá estaba ahí con él, alerta, cuidándolo, los demás éramos incapaces de dormir. Dormitábamos a intervalos que se interrumpían por la voz del abuelo hablando o alegando, o con el sonido de sus pasos arrastrados, o de algún objeto que movía. También es común en pacientes con demencia que surjan compulsivamente sus más profundas obsesiones o preocupaciones. 

Entonces florecían en medio de la noche las obsesiones, que se repetían como una pesadilla. Algunas madrugadas se sentaba a repasar sus discos. Se paraba frente al cajón a mirarlos todos. A contarlos una y otra vez, deteniéndose largamente en los títulos y las carátulas. Otras veces se sentaba a contar plata, especialmente por los días en que llegaba la pensión. En el silencio retumbaba el sonido de las monedas, toda la noche. Contaba y recontaba el dinero que tenía. En otras ocasiones se vestía, se arreglaba, se ponía su camisa y su sombrero, malcombinados con la sudadera y los tenis, y nos despertaba, convencido en medio de la madrugada que teníamos que ir al centro a hacer alguna diligencia.

Nuestras vidas se comenzaron a reconfigurar. Todos empezamos a sufrir las consecuencias de la falta de sueño. La vida empezó a ser una cosa rara, acompañada por una especie de bruma. La mente, embobada por la falta de sueño. La disminución del rendimiento. La incapacidad para estar atento. Y la indiferencia del mundo. La necesidad de cumplir a las obligaciones, de no llegar con excusas. De seguir rindiendo, a pesar de todo. Aunque nuestro mundo doméstico se derrumbara. 

La casa también tuvo que pasar por una serie de cambios. Las escaleras de la entrada se convirtieron en una rampa. La cama de madera vieja del abuelo fue reemplazada por una cama de varillas de hospital. Se instalaron unos pasamanos en el baño. Una de las sillas del comedor se arrinconó para dar lugar a la silla de ruedas. Y mamá también cambió. Bajó de peso considerablemente. Su cabello comenzó a caerse y a encanecerse con rapidez, y prefirió hacerse un corte más alto. Le salieron unas ojeras enfáticas. Y el cuerpo del abuelo se transformaba más notoriamente. La vida, en su transcurrir orgánico, obligaba cambios en todo. 

***

 

La vanidad era otra de sus obsesiones. Aunque su orgullosa figura se desdibujó cuando empezó a bajar de peso y a encorvarse, y aunque a veces se olvidaba de sí mismo y perdía la consciencia de su cuerpo, en su lucidez afloraba intacta la preocupación por su aspecto. En los pocos momentos que la visita de alguien lo agarraba en un momento de claridad, nos apuraba para que le trajéramos un sombrero. No se dejaba ver de alguien ajeno a la familia sin su sombrero. Como si el sombrero, ese solo objeto, sostuviera la imagen de sí mismo, de lo que él era. Aquella imagen que antes le admiraban. Aquella imagen que se desvanecía y que él trataba de retener.

Y así, con su sombrero puesto y sentado en la sala, el 15 de febrero, al medio día, empezó a cantar. Canción tras canción, fueron regresando a su mente las letras aprendidas desde hace años. Conmovidos, no lo detuvimos en su serenata. Cantó todo el día, interrumpiéndose en pequeños momentos para tomar agua. Al principio, la abuela interpretó la escena como un atisbo de lucidez. Parecía buena señal que recordara todas esas canciones con tanta exactitud, y que las estuviera trayendo con su voz débil pero contenta. La abuela lo acompañó en algunas canciones.

Cuando llegó la noche seguía cantando. Ese atisbo de lucidez se iba desvaneciendo en un gesto que, por su insistencia, empezó a preocuparnos. “¿Por qué estás cantando tanto?”, y no respondía. Seguía, sumergido completamente en los recuerdos musicales de su cabeza. “Ya. Vamos a descansar, abuelo”. Pero no nos escuchaba. Decidimos no insistir porque aunque nos preocupaba, parecía feliz. Y el canto empezó a sofocarse por sí solo. Las letras comenzaron a salir con una melodía cansada. Pero insistía. Nos empezaron a llegar fragmentos de las canciones. Palabras apenas audibles, aisladas, separadas por balbuceos. Hasta que ya no hubo más palabras, solo murmullos.

Y luego, los murmullos también cesaron. Se quedó sentado, en silencio, como dormitando. Lo volvimos a escuchar a las 11 de la noche. Ahora era su respiración, que sonaba pesada y con un silbido en el pecho. Mamá lo llevó a su cama. Le quitó el sombrero. Las plantas de las manos y los pies se le empezaron a poner moradas. Llamaron al médico. El aparato marcó una saturación de 82. Es muy baja, y sus demás signos vitales están descendiendo. Está apagándose. “Les recomiendo que se despidan” nos dijo el doctor. Los demás fueron pasando uno a uno, pero yo no pude.

Por cobardía quizá. No quería empañar la imagen de la vida del abuelo, con la siempre terrible imagen de la muerte. Preferí quedarme con esa última imagen de él. El abuelo, sentado en la sala, con su sombrero, cantando sus tangos. Salvándose de las brumas por un instante para despedirse de su felicidad.