El hombre de la gabardina

En el centro, en el parque principal, un par de ancianos, de esos que van cada tarde a jugar ajedrez debajo de los árboles de mango, discutían sobre por qué el escaque alquilado era verde. Sin poner reparo en ello, aunque meditativos por la cuestión, acomodaban las fichas con minuciosidad para reiniciar la partida.

 

Por Diego Firmiano

El hombre, que caminaba sospechoso pero despreocupado por el centro de la ciudad, parecía tener un aspecto desaliñado. Traía una barba semejante a una peluquería mal barrida, vaqueros desteñidos y una camisa a cuadros de leñador. Lo único que le daba presencia era una gabardina como la que usaban los detectives policiales de los años noventa. Sudaba como un caballo.

En el centro, en el parque principal, un par de ancianos, de esos que van cada tarde a jugar ajedrez debajo de los árboles de mango, discutían sobre por qué el escaque alquilado era verde. Sin poner reparo en ello, aunque meditativos por la cuestión, acomodaban las fichas con minuciosidad para reiniciar la partida.

El hombre de la gabardina, que se hacía llamar M (eme), se acercó. Las jugadas de los dos hombres eran dispares. El anciano de la derecha en su primer movimiento usó el “Ruy López”, sacó el peón del rey E2, luego el caballo a F3 y el alfil quedó libre; el anciano, en cambio, echó mano de una limpia ”apertura inglesa”, movió un peón C2, y el otro a la posición G2, para así liberar el alfil del rey. Eme pujó. El anciano, que tenía un aspecto tierno, con un bigote que parecía algodón debajo de su nariz y cabello blanco como la leche, respondió: «¡qué!». Las miradas se cruzaron. Y el anciano notó un bulto debajo del abrigo

― «Pero que es lo que llevas debajo, joven», preguntó.

La frente de Eme estaba surcada por grandes perlas de sudor.

― «Es una piedra».

― «Lo sé», dijo el anciano. «Hasta un ciego vería eso. Pero para qué».

Eme indiferente volvió la vista al tablero y jugaba mentalmente con su técnica de inicio el “gambito del rey”, mover un peón E2, y otro a F2, aunque pensaba que un comienzo así lo podía dejar vulnerable.

― «¡Jovencito!», interrumpió el otro hombre, el contrincante que jugaba con el anciano.

― «El adulto le ha hecho una pregunta».  Eme se incomodó.

― «Es una casa para la venta», respondió. Todos se echaron a reír.

― «¿Una casa? Pero es solo una piedra. ¿Cómo puede ser una casa?».

― «Sí, es una muestra. Es la casa más grande y más bella que hay en todo Cerritos. La estoy vendiendo».

Los espectadores alrededor de la partida de ajedrez cobraron interés y no sabían si preguntar, o mejor, afirmar que el hombre estaba loco de remate.

― «¿Y por qué desea venderla?»

― «Bueno, es una herencia legada a mi familia»

― «¿Y qué dicen ellas de la venta?»

―«Pues…», vaciló. «No creo que les importe mucho. Una de ellas tomó el velo, se hizo monja; la otra optó por la bragueta… ya sabe. Ambas son tan diferentes entre sí como el blanco y el negro, o como el color original del escaque».

El juego de ajedrez se interrumpió y Eme tenía toda la atención del público. Algunos le pidieron la piedra para observarla y pesarla con la mano. Era polimorfa, de mineral puro, se veía compacta. Otros miraban a Eme con incredulidad, pensando si acaso no era un “bobo-vivo”.

― «¡Jovencito!», exclamó el anciano con bigote blanco como lana. «Quiero darte un consejo».

― «¿Un consejo o una instrucción? Señor…».

― «No hay diferencia», agregó.  Un extraño silencio se hizo en esa parte del parque. «Evita andar por ahí diciendo que vende una casa con tan solo mostrar una piedra. Podrías ir al manicomio».

― «¿Y qué haría yo allá? Acaso un loco podría comprar mi casa».

El anciano hizo silencio. Uno de los espectadores, flaco, con tacañería de carne y que tenía aspecto de no bañarse en días, sacó un billete de mil pesos arrugado como el adulto que le había dado el consejo a Eme y se lo mostró.

― «¿Sabes qué es esto?»

Con indiferencia Eme respondió que era un billete de mil pesos con la cara de Jorge Eliécer Gaitán y la de Fidel Castro a la derecha.

― «Se equivoca», dijo el hombre. «Es una herencia de millones. Solo tengo una muestra. Ni porque estuviera loco cargaría todo mi dinero en los bolsillos. La ciudad es insegura».

Lo que al principio parecía un sarcasmo del espectador y un intento de ridiculizarlo, pareció un buen argumento a Eme para responder.

― «De igual manera pienso. No podría cargar mi casa. La delincuencia es mucha».

Los ánimos se estaban caldeando entre los presentes. Y al cobrador del parque que prestaba el ajedrez según el tiempo de juego, no le importó. Mientras pasaban los minutos seguía esperado la cuota de los participantes.

Un policía en bicicleta que pasaba por el lugar se acercó a husmear entre la multitud qué hacía coro. Según el nuevo Código de Policía, tres o más son multitud y nadie podía manifestarse sin permiso municipal.

― «Este hombre vende una casa», dijo el anciano al agente. Y todos aseguraron con él lo mismo.

― «Bueno», dijo el policía, intentando calmar a la muchedumbre. «Y qué dimensiones tiene la casa. ¿Cuánto vale?, ¿Ha pagado valorización? Esto y otras cosas más son importantes a la hora de comprar una propiedad»

―«Usted no entiende, señor agente. El hombre vende una casa, y ha traído como muestra una piedra».

― «¿Una piedra?». Se rascó la cabeza y se aventuró a preguntar.

― «¿Puedo verla?». Eme la sacó debajo de su gabardina y la depositó con cuidado en las manos blancas y pulidas del agente.

― «¡Es pesada! Parece ser de las canteras de Santuario. Material fino». Las personas miraban al policía esperando que tomara medidas drásticas con quien parecía era un estafador de poca monta.

― «¿Y?», preguntó el anciano.

― «Pues no sé…». El agente del orden puso cara de indeciso. Luego miró a Eme de arriba abajo. Eme estaba tranquilo como una ardilla encima de un mango. Con voz poco convincente, el agente ordenó:

― «¡Usted viene conmigo!». Y lo alejó de la multitud por la carrera octava hasta el parque el Lago. Lo llevó de gancho, pero sin esposarlo para evitar la curiosidad de los transeúntes. Caminaban tranquilos como dos amigos que van a tomar cerveza al Pavo.

Ya en el parque, lo sentó en las bancas de cemento y preguntó:

― «¿Podría hacerme algún descuento por la casa?»

Eme sonrió y se dispuso a darle todas las especificaciones de la propiedad, contarle sobre la herencia, sus dos hermanas, y prometió darle un descuento especial por ser un agente que preservaba la ley y el orden. El policía agradecido le estrechó la mano y quedaron en una cita para cerrar el negocio.