ROBERTO

Tengo tantas cosas para contar sobre mi hija, que seguramente usted pensará que exagero. Sin embargo, no es así.

 

Por / Camilo Peláez

-Se encuentra en Urgencias…

“La vida con mi hija ha sido la deseada por muchos padres. Jamás dio ningún problema en su infancia y adolescencia. Académicamente no destacaba, pero tampoco tenía algo que reforzar. Después que su madre falleciera, víctima de un cáncer mortal, ella se licenció como maestra de música. Recuerdo perfectamente la primera vez que tocó el piano. Sus manos, pequeñas y regordetas no alcanzaban las teclas negras, y la disociación no se le daba muy bien.

Tengo tantas cosas para contar sobre mi hija, que seguramente usted pensará que exagero. Sin embargo, no es así. Ella es la flor del campo, la luz del sol, la brisa del mar. Tiene un corazón que, de grande, le duele. De pequeña ya se le veía su bondad, salvaba la vida a las hormigas cuando tenía que hacer aseo en la casa. No soportaba la muerte de ningún organismo vivo. Si una flor se marchitaba y no florecía más, ella se encargaba de darle digna sepultura. Curioso ¿no?

Perdón, aún no me he presentado. Me llamo Roberto, tengo setenta años y mi hija nació cuando yo tenía 30. Ya estará haciendo las cuentas ¿eh? Pero ella no revela su edad, su tez es límpida y aún conserva la candidez de sus pómulos. Ya no tiene las manos pequeñas y regordetas; se han hecho delgadas y sus dedos son largos, incluso su anular guarda la sombra de una argolla que en otro tiempo brillara. Es soltera, quizás, porque como suele ocurrir con lo que es bueno en la vida, produce temor y lo arruinamos.

Esta mañana salió de casa a la misma hora de siempre. Lo sé, porque antes de irse al colegio, suele llamarme. No le gusta cambiar las costumbres, por eso no sospeché nada. Eso del sexto sentido es un obsequio reservado para las madres; a los padres nos llegan las noticias como un puñal frío en el pecho. Nada nos permite intuir qué pueda estar pasando con nuestros hijos. Precisamente, estaba bebiendo un café cuando ustedes llamaron. “Se encuentra en Urgencias”, dijo una voz diáfana después de hacerme las preguntas de rutina. Dejé la casa tal cual, tomé mi bastón y me fui para el hospital.

“No puede ingresar”, me dijo un vigilante en la entrada. Era pequeño y gordo, como si su exceso de peso compensara su falta de autoridad. “Debe solicitar un permiso para entrar”. ¿Permiso para entrar? Había llegado diez minutos después del horario de visitas y, según Valencia –ese era el apellido del vigilante– ya no se admitían visitas, salvo si estas poseían una autorización para ingresar.

¿Les conté que mi hija canta? No canta para todos, sólo para mí. A sus estudiantes les enseña afinación y entonación con cintas grabadas. Su registro de voz es bajo y le gustan las cumbias y los porros. Espero que en Urgencias ella esté cantando, seguro llorarían, porque más que tener una linda voz, ella sabe interpretar; toma las letras de las canciones y las hace suyas, se apodera de ellas y, sin haber vivido esas experiencias, te hace sentir que así fue.

Valencia me dijo que debía dar la vuelta al hospital para solicitar el ingreso. Allí me atendió un jovencita de cabello recogido. Me dijo que primero debía registrarme, entrar al hospital, subir al tercer piso, reclamar una ficha y esperar. Hace unos años era más fácil entrar a un hospital; te presentabas en la puerta, decías hacia dónde ibas y ya. Cogí el turno, me senté y esperé; diez personas estaban delante de mí, entre ellas una mujer en embarazo. Cuando mi hija tenía treinta años perdió una hija. Una preeclampsia a los seis meses le produjo un aborto involuntario. Seguía siendo una mujer alegre y bondadosa con los demás, pero se volvió más tímida. Era niña y su nombre hubiese sido Alma. Su esposo la dejó tiempo después.

Me atendieron media hora después. Allí me pasaron un formulario que debía llenar para hacer constar, primero, que soy el padre, segundo, que, si algo pasaba, yo me haría responsable. El joven que me atendió, me envió al sótano del hospital, que era contiguo a la entrada de Urgencias. Allí me encontré con otro funcionario, al cual le entregué el formulario que tenía en el encabezado “Permiso para entrar”. Lo leyó y me dijo, con un rostro adusto, que tenía que redactar una carta para enviarla a la administración y poder ingresar.

Sonó mi celular y me dieron la noticia. ¿Qué gano con enojarme ante la burocracia? Tengo setenta años, me llamo Roberto y mientras escribía esta carta para poder entrar al hospital, una enfermera me llamó para decirme que mi hija había muerto. La noticia fue como la causa de su muerte: repentina. Un infarto había marchitado la vida de mi flor y mis lágrimas estaban esperando para regar sus raíces.”

La secretaria tomó la carta, la guardó en el sobre, la puso en la bandeja de reciclaje y siguió con sus labores.