Yo era un joven imberbe que visitaba en la escuela y en el colegio las bibliotecas; pero mi enamoramiento por la poesía se dio en el Instituto Universitario de Caldas, que tenía una antología de poesía hispanoamericana…
Por: Jorge Triviño
Cuando un hombre que encontré en mi camino —en un asiento de un bus intermunicipal— me declamó Romance de la casada infiel, quedé prendado, y para siempre, de esa poesía llena de encanto y de belleza por su forma tan particular de describir los hechos.

El declamador ignoraba cuál era el autor de tan preciosa poesía, pero sus palabras estaban llenas de dulzura y de cierta picardía.
Yo era un joven imberbe que visitaba en la escuela y en el colegio las bibliotecas; pero mi enamoramiento por la poesía se dio en el Instituto Universitario de Caldas, que tenía una antología de poesía hispanoamericana, la que leía con bastante asiduidad, después de la clase de gimnasia; además de disfruMar de los grabados de Gustave Doré, en las obras La divina comedia de Dante Alighieri, El Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra y en Fábulas de La Fontaine.
La poesía entró a mi vida sin darme tregua ni tiempo, pues me enamoraron la armonía, la belleza y el ritmo; más tarde, comprendí que mi alma estaba formando su propia estética, pues como dice Fulcanelli, en su obra El misterio de las catedrales: “Acaso nuestra alma no es la araña que teje nuestro propio cuerpo?”
Nicolás Guillén, Pablo Neruda, Juana de Ibarborou, Gabriela Mistral y muchos otros admirables poetas alimentaron mi alma en esa preciosa época de mi vida.

Un descubrimiento
Posteriormente conocí obras de muchos bardos, dentro de los cuales el granadino Federico García Lorca colmó mi alma de alegría. Un poema de gran sencillez, Encuentro de un caracol aventurero, me anonadó totalmente, al tratar el tema de Dios, de manera magistral. He aquí algunos apartes:
Hay dulzura infantil
en la mañana quieta.
Los árboles extienden
sus brazos a la tierra.
Un vaho tembloroso
cubre las sementeras,
y las arañas tienden
sus caminos de seda
—rayas al cristal
limpio del aire—.
En la alameda,
un manantial recita
su canto entre las hierbas.
Y el caracol pacífico
burgués de la vereda,
ignorado y humilde,
el paisaje contempla.
La divina quietud
de la naturaleza
le dio valor y fe,
y olvidando las penas
de su hogar deseó
ver el fin de la senda.
Echó a andar e internóse
en un bosque de yedras
y de ortigas. En medio
había dos ranas
que tomaban el sol,
aburridas y enfermas.
Esos cantos modernos,
murmuraba una de ellas,
son inútiles. Todos,
amiga, le contesta
la otra rana, que estaba
herida y casi ciega:
Cuando joven creía
que si al fin Dios oyera
nuestro canto, tendría
compasión. Y mi ciencia,
pues ya he vivido mucho,
hace que no la crea.
Yo ya no canto más.
Pero hay una parte del poema, que es trascendental y lleno de filosofía pura, de sencillez y de belleza.
Las dos ranas mendigas,
como esfinges se quedan.
Una de ellas pregunta:
¿Crees tú en la vida eterna?
Yo no, dice muy triste
la rana herida y ciega.
¿Por qué hemos dicho, entonces,
al caracol que crea?
Porque… no sé por qué,
dice la rana ciega.
Me lleno de emoción
al sentir la firmeza
con que llaman mis hijos
a Dios desde la acequia.

Aquí, la convicción de una de las ranas, nos da la sensación de que las filosofías son inútiles cuando una verdad está enraizada en nuestros corazones, lo cual, es realmente valedero. La ciencia aún está oscurecida por sus planteamientos de carácter mental, pero la sensibilidad tiene mayor valor en nuestras vidas, aunque los demás traten de demostrarnos lo contrario, o de convencernos de algunas cosas, cuando el alma nuestra en verdad lo siente.
Hay el conocimiento aprendido mediante la mente, pero el alma, que está más allá de lo puramente tridimensional, está segura de aquello que percibe, pues ya lo ha vislumbrado a través de su prístino cristal. Una mente pura no requiere de cierto entrenamiento para poder intuir las trascendentales verdades y esto es lo que el autor nos dice en esta parte del poema.
Me es imposible dejar de transcribir el final de tan bello poema:
El caracol suspira
y aturdido se aleja
lleno de confusión
por lo eterno. La senda
no tiene fin, exclama.
Acaso a las estrellas
se llegue por aquí.
Pero mi gran torpeza
me impedirá llegar.
No hay que pensar en ellas.
Todo estaba brumoso
de sol débil y niebla.
Campanarios lejanos
llaman gente a la iglesia.
Y el caracol, pacífico
burgués de la vereda,
aturdido e inquieto,
el paisaje contempla.

Estos son otros poemas de su extensa obra. Este, pertenece a Balada de un día de julio.
Esquilones de plata
llevan los bueyes.
—¿Dónde vas niña mía,
de sol y nieve?
—Voy a las margaritas
del prado verde.
—El prado está muy lejos
y miedo tiene.
—Al airón y a la sombra,
mi amor no tiene.
—Teme al sol, niña mía,
de sol y nieve.
—Se fue de mis cabellos,
ya para siempre.

Baladilla de los tres ríos
El río Guadalquivir
va entre naranjos y olivos.
Los dos ríos de Granada
bajan de la nieve al trigo.
¡Ay, amor que se fue
y no vino!
El río Guadalquivir
tiene las barbas granates.
Los dos ríos de Granada,
uno llanto y otro sangre.
¡Ay, amor
que se fue por el aire!
La Lola
Bajo el naranjo,
lava pañales de algodón.
Tiene verdes los ojos
y violeta la voz.
¡Ay amor,
bajo el naranjo en flor!
El agua de la acequia
iba llena de sol.
En el olivarito
cantaba un gorrión.
¡Ay amor,
bajo el naranjo en flor!
Luego, cuando la lola
gaste todo el jabón,
vendrán los torerillos.
¡Ay amor,
bajo el naranjo en flor!
Este es un poema toreril, en su concepción, de los que abundan en su producción literaria; sencillo, musical, lleno de luz, del canto del agua de la acequia, y, sobre todo, infantil.
Sus poemas tienen la magia de mover los corazones por la gracia musical, por la armonía y la belleza; este es otro ejemplo.

Madrigalillo
Cuatro granados
tiene tu huerto.
(Toma mi corazón
nuevo)
Cuatro cipreses
tendrá tu huerto.
(Toma mi corazón
viejo).
Sol y luna.
Luego…
¡Ni corazón,
ni huerto!
Como todo un maestro, García Lorca juega con imágenes, generalmente de cosas existentes, para finalizar con su ausencia. He aquí una muestra de su genialidad, de su expresión cándida y pura.
Gacela del amor con cien años
Suben por la calle
los cuatro galanes.
Ay, ay, ay, ay.
Por la calle abajo
van los tres galanes.
Ay, ay, ay.
Se ciñen el talle
esos dos galanes.
Ay, ay.
¡Cómo vuelve el rostro
un galán y el aire!
Ay.
Por los arrayanes
se pasea nadie.
En el siguiente, trata la muerte de cuatro palomas, de magnífica manera, insinuando apenas, que hubo disparos.
Cazador
¡Alto pinar!
Cuatro palomas por el aire van.
Cuatro palomas vuelan y tornan.
Llevan heridas
sus cuatro sombras.
¡Bajo pinar!
Cuatro palomas por la tierra están.
Sin duda alguna, el poeta granadino era un admirador de la poesía de Juan Ramón Jiménez, a quien le dedica el siguiente poema.
Juan Ramón Jiménez
En el blanco infinito,
nieve, nardo y salina,
perdió su fantasía.
El color blanco, anda,
sobre una muda alfombra
de plumas de paloma.
Sin ojos, ni ademán
inmóvil sobre un sueño.
Pero tiembla por dentro.
En el blanco infinito.
¡qué pura y larga herida
dejó su fantasía!
En el blanco infinito.
Nieve. Nardo. Salina.
Pero, también tiene algunos versos llenos de sutil erotismo.
Lucía Martínez
Lucía Martínez.
Umbría de seda roja.
Tus muslos como la tarde
van de la luz a la sombra.
Los azabaches recónditos
oscurecen sus magnolias.
Aquí estoy Lucía Martínez.
Vengo a consumir tu boca
y arrastrarte del cabello
en madrugada de conchas.
La soltera en misa
Bajo el Moisés del incienso,
adormecida.
Ojos de toro te miraban.
Tu rosario llovía.
Con ese traje de profunda seda,
no te muevas, Virginia.
De los negros melones de tus pechos
al rumor de la misa.
Su poesía se destaca sobre todo por los romances, dentro de los cuales, resalta el siguiente.
Romance de la luna luna
La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira, mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
—Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
—Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.
—Huye luna, luna, luna.
que ya siento tus caballos.
—Niña déjame, no pises
mi blancor almidonado.
El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua del llano.
Dentro de la fragua el niño
tiene los ojos cerrados.
Por el olivar venían
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.
Cómo canta la zumaya
¡ay, cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con un niño de la mano.
Dentro de la fragua lloran
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.
El dramaturgo y poeta dejó un hermoso testamento, en el cual cuenta la razón de su existencia.
Lamentación de la muerte
Sobre el cielo negro,
culebrinas amarillas.
Vine a este mundo con ojos
y me voy sin ellos.
¡Señor del mayor dolor!
Y luego,
un velón y una manta
en el suelo.
Quise llegar adonde
llegaron los buenos.
¡Y he llegado Dios mío!…
Pero luego,
un velón y una manta
en el suelo.
El siguiente poema, publicado entre 1921 y 1922 en El cante jondo, triste como la noche en que fue asesinado. ¿Acaso aquel suceso que presenció era una premonición de lo que ocurriría al final de su vida? ¿Qué íntimas fibras de su corazón tocó aquel acontecimiento? ¿Qué pensó el vate en estos momentos? Sin duda alguna hubo estremecimiento y angustia en su ser.
Pero los seres sensitivos ven más allá de los límites. ¿No ocurre, tal vez, que la videncia se despierta cuando acontece un hecho análogo que está en sincronía con un presentimiento? Dejo al lector la reflexión.
Sorpresa
Muerto se quedó en la calle
con un puñal en el pecho.
No lo conocía nadie.
¡Cómo temblaba el farol!
Madre.
¡Cómo temblaba el farolillo
de la calle!
Era madrugada. Nadie
pudo asomarse a sus ojos
abiertos al duro aire.
¡Qué muerto se quedó en la calle,
que con un puñal en el pecho
y que no lo conocía nadie.
Hay, además, otro poema que parece más bien, una solicitación, para cuando ya no esté.
Memento
Cuando yo me muera
enterradme con mi guitarra
bajo la arena.
Cuando yo me muera,
entre los naranjos
y la hierbabuena.
Cuando yo me muera,
enterradme si queréis,
en una veleta.
¡Cuando yo me muera!
Pero el poeta nos dejó, además, una bella despedida:
Despedida
Si muero,
dejad el balcón abierto.
El niño come naranjas
(Desde mi balcón lo veo)
El segador, siega el trigo.
(Desde mi balcón lo siento).
¡Si muero,
dejad el balcón abierto!
La siguiente composición poética, que más parece un legado para la posteridad, encierra la máxima de su labor alquímica, de su transformación interior.
La sombra de mi alma
La sombra de mi alma
huye por un ocaso de alfabetos,
niebla de libros
y palabras.
¡La sombra de mi alma!
He llegado a la línea donde cesa
la nostalgia,
y la gota de llanto se transforma
alabastro de espíritu.
(¡La sombra de mi alma!)
El copo del dolor
se acaba,
pero queda la razón y la substancia,
de mi viejo día de labios,
de mi viejo día
de miradas.
Un turbio laberinto
de estrellas ahumadas,
enreda mi ilusión
casi marchita.
(¡La sombra de mi alma!)
Pero no es la sombra de su alma la que se queda con nosotros. Es su alma transparente y límpida, la que iluminará nuestro sendero vital, ya que su vida fue diáfana como el agua, hermosa como las flores, iluminadora como la luz del sol y ejemplarizante.
Para finalizar, nos quedaremos con sus palabras.
Quise llegar adonde
llegaron los buenos.
¡Y he llegado, Dios mío..!