CHARLAS DEL LUNES / LA CUESTIÓN DE LOS TEATROS Y EL TEATRO FRANCÉS EN PARTICULAR

En todo encuentran límites las doctrinas absolutas, mientras los buenos espíritus se esclarecen mediante la experiencia.

 

Por / Charles Augustin Sainte-Beuve*

15 de octubre de 1849

Se está elaborando una ley sobre el teatro. Se discute en el Consejo de Estado, y se hará en la Asamblea. No me voy a ocupar de esas disposiciones ni pretendo discutirlas. Pero se trata de un asunto que se presta para la observación literaria, también moral, y me gustaría entonces mencionar algo.

En todo encuentran límites las doctrinas absolutas, mientras los buenos espíritus se esclarecen mediante la experiencia. La libertad absoluta del teatro tiene sus inconvenientes y peligros. En ningún caso uno pensaría en asimilarla con la libertad de prensa. El teatro ofrece a la visión y al oído lo inmediatamente vivo; son tantas las circunstancias alrededor de un escenario que los poderes públicos intervienen con regularidad. Con las destrezas necesarias para apagar incendios. De todas formas, el gobierno, otorgándole a la prensa la mayor libertad posible, se reserva un órgano, el Moniteur. ¿En materia teatral, así se acuerden todas las facilidades para la concurrencia, dejará de proteger y, en consecuencia, de vigilar, como lo ha venido haciendo?

Hay tres o cuatro teatros inconcebibles sin protección: l’Opéra, l’Opéra-Comique, le Théâtre-Français y Les Italiens. Son escenarios del lujo, escuelas del gusto. No digo nada del Opéra-Italien, delicioso, exótico lugar, que cada día se aclimata más a nosotros, pero con necesidad de mejorarse. El Grand Opéra es un espectáculo único. Hay que releer Le Mondain y lo que sobre él dijo Voltaire; nos sucede lo mismo. La civilización parisina de los días del esplendor está representada por l’Opéra, sus fiestas recuerdan toda la pompa. Después de cada remezón social, ¿le gustaría sentir la mesura renaciente de la confianza? ¿Quiere saber si el mundo regresa a la vida, si la sociedad encuentra la superficie, si la elegancia puede desplegarse? No hay que ir a la Bolsa sino asistir a la orquesta de l’Opéra para responder estas inquietudes. Y cuando París comienza a divertirse no solo disfruta la clase privilegiada, también todas las beneficiadas de la prosperidad. Si Paris, entonces, está en camino de salvarse, Francia correrá la misma suerte.

L’Opéra-Comique representa el género medio, caro al espíritu francés, en el que la música se mezcla con el drama según una medida que place a nuestro organismo disfrutar sin estudio y esfuerzos; es un género particularmente agradable, que florece en cada estación, y se mantiene naturalmente. Pero el Théâtre-Français es, a pesar de las vicisitudes, una gran escuela del buen gusto, del buen lenguaje, un monumento vivo donde la tradición se concilia con la novedad. En la época en que tantas ruinas se suspenden alrededor nuestro es poco razonable comprometer al azar lo que ha sobrevivido.

“Del hecho de haber cometido una falta no quiere decir que las cometeré todas”, responde Mme de Montespan a quien se sorprendió porque la vio ayunando en la Cuaresma. Ya son tantos los errores cometidos en política que no hay razón para más; un gobierno que, orgulloso, deja de interesarse por lo que puede conservar a la fuerza y con el asentimiento público, razona peor que la susodicha señorita. En las esenciales cosas del Estado si un imprevisible accidente causa un desastre, si una de las columnas del edifico colapsa, hay un momento donde la necesidad que todos sienten puede conllevar a una reparación; pero en el orden delicado, aquel que tiene que ver con los asuntos del espíritu, una vez se forman las ruinas solo ellas permanecen, y cuando la sociedad tiene que combatir tanto para recuperar lo estrictamente necesario, el día de la reparación, puede ser, esperará lo superfluo.

Lo superfluo, entonces, es algo necesario, dice Voltaire, un francés por excelencia, conocedor de su especie. La expresión es necesariamente verdadera en Francia, y sobre todo en París. Se comprende mejor después de su olvido. Afuera encontramos todo tipo de cualidades sólidas y útiles, realidades esenciales: pero la facilidad, el arte de vivir, solo existe en París. Es por eso que debemos estar cerca de aquellos negligentes que quieren convertir la ciudad en un lugar inhóspito y salvaje. Dejémoslos unos instantes en las obras: corrompen el nivel de la civilización en semanas, en horas. Ya se ha visto: en tres semanas se pueden perder los resultados de años, incluso de siglos. La civilización, la vida, recordemos bien, es algo dado e inventado, perfeccionado por el sudor de muchas generaciones, con la ayuda de una sucesión de hombres de genio, seguidos asimismo de una infinita corte de hombres de gusto. Para Virgilio, sin los grandes artesanos de la civilización somos desheredados y de ahí que deban ocupar un primer lugar en importancia; viven en lugares adecuados en su Elíseo; junto a heroicos guerreros, con la castidad pontificia y los poetas religiosos,

 

Inventas aut qui vitam excoluere per artes

[“Mejoramos la vida mediante la ciencia y el arte”: La Eneida, Virgilio]

 

Los hombres, después de algunos años de paz, olvidan esta verdad. Comienzan a creer que la cultura es una cosa innata, que se presenta al hombre como la naturaleza. ¿Tenemos todavía necesidad de lanzar la advertencia? El salvajismo está aquí, a unos pasos, y apenas nos detenemos, avanza. El arte de vivir como enseñan los modernos tiene una forma en París. Es arte perpetuo e insensible, que fluye con la moral; los teatros enseñan, entretienen o alteran. Son el medio para la acción más profunda, el más directo, el más convincente para las masas. Vivimos en una época donde la sociedad imita tanto al teatro, y de la mejor manera: como este no ha imitado la vida. ¿Después de las escenas grotescas y escandalosas que siguieron a la Revolución de febrero, qué fue lo que más presenciamos? El teatro está en las calles. La plaza pública parodia con la mayor seriedad el escenario, regresaron los coliseos de los bulevares, y sentimos el paraíso en el aire. “Esta es la historia de la revolución que pasa”, ha dicho un historiador, divisando a través de su ventana desfilar una parodia revolucionaria. Otro muy bien diría: “Este puede ser mi drama”. Una de las cosas que más estupefacción produce es el carácter de imitación literaria. Sentimos que la frase precede. Usualmente la literatura y el teatro celebran grandes eventos históricos expresándolos: aquí es historia viva imitando la literatura. En otras palabras, uno siente que la gente vive, que el pueblo de Paris siente, por los dramas vistos en los bulevares, y entiende, por la lectura en voz alta de las historias leídas en los talleres. Con la disposición de un pueblo parecido, abandonar al azar la dirección de los teatros, no reservarse alguno, renegar de la gran herramienta que prende el fuego de la acción sobre el espíritu público, no asegurarse la existencia regular de tres o cuatro de ellos, a fuerza de vigilancia y actividad, a fuerza de buenas piezas, de novedades entrelazadas con la tradición que hacen competencia a los teatros más libres y no permiten que uno pueda siquiera decir que París aburre, o que Paris se divierte generando terror, pues eso sería desconocer los hábitos y las exigencias de nuestra nación, la pulsión misma del espíritu francés.

[Fragmento]

*“De la question des théatres et du théatre-francais en particulier”, Causeries du lundi, tome 1, Libraire Garnier Fréres. Versión de Kevin Marín Pimienta (@_Sobreeldolmen_).