La rebelión del espíritu de las letras

Aunque son historias escritas y destinadas a la lectura individual, la forma de contarlas evoca al relato oral que un narrador con oficio refiere ante un pequeño auditorio habituado a escuchar este tipo de leyendas en las largas noches invernales.

 

Por Jaime Fernández

Sucedió en Asiria, bajo el reinado de Asurbanipal. Todo empezó con un cuchicheo en la biblioteca de Nínive. Algunos lo atribuyeron a las lenguas que les fueron arrancadas a los prisioneros babilonios ejecutados tras la frustrada rebelión del hermano mayor del rey y que fueron amontonadas hasta formar una pequeña montaña. Pero no era posible que los espíritus deslenguados pudieran conversar. Finalmente, se concluyó que el cuchicheo provenía de los libros o las letras. Asurbanipal ordenó a un viejo erudito que investigara el asunto.

Así empieza La catástrofe de las letras (1942), uno de los ocho cuentos incluidos en la antología del escritor japonés Atsushi Nakajima (Tokio 1909-1942), que Hermida Editores publica por primera vez en español con el título El poeta que rugió a la luna y se convirtió en tigre, traducidos por Daniel Villa Gracia y Makiko Sese. En el epílogo esta última explica aspectos de la vida y trayectoria literaria de Nakajima, un autor que le resultaba desconocido hasta que el editor Alejandro Roque Hermida le comunicó su propósito de publicarlo.

Cubierta de “El poeta que rugió a la luna y se convirtió en un tigre”.

Los otros siete cuentos son historias fantásticas, ambientadas en épocas y civilizaciones remotas: en el Egipto del rey de Persia Cambises II, en la China del emperador Xuanzong, de la dinastía Tang (742-756), en la misteriosa tribu neuri, mencionada por Heródoto, en la China del periodo de las Primaveras y Otoños (722-481) y en la del periodo de los Reinos Combatientes.

En casi todos algún espíritu se apodera del personaje principal, normalmente un hombre corriente, transformándolo en una persona muy distinta de la que era antes de la posesión. Fenómenos y entes sobrenaturales como los espíritus, los dioses, la mutación corporal, la reencarnación y los sueños premonitorios o de deseo, determinan el destino de unos individuos que si no hubiese sido por estas influencias habrían pasado por el mundo sin  pena ni gloria.

El narrador se limita a referir los hechos escuetamente, como lo haría un cronista, con una naturalidad que contrasta con el tono misterioso de sus historias. Los cuentos, rebosantes de sabiduría perenne, no concluyen con moraleja alguna, pero dan que pensar al lector y le incitan a plantearse preguntas.

Atsushi Nakajima

Influido por la fecunda tradición cuentística de China y Japón, Nakajima pertenece a la vieja estirpe de los narradores natos, como Hebel, Kleist, Stevenson, Poe, Leskov y Mérimée, para quienes el arte de narrar era una labor artesanal, libre de sofisticaciones psicológicas y de juegos verbales. Aunque son historias escritas y destinadas a la lectura individual, la forma de contarlas evoca al relato oral que un narrador con oficio refiere ante un pequeño auditorio habituado a escuchar este tipo de leyendas en las largas noches invernales.

Al transcurrir en épocas y civilizaciones remotas, los lectores se sienten transportados a mundos muy diferentes del suyo, sin que por ello perciban las historias con extrañeza, ajenas a su universo moral. Pueden identificarse con sus protagonistas, individuos con una personalidad propia, en ningún caso arquetipos.

Retrato de Nikolái Leskov

Precisamente el protagonista del primero de los relatos, La posesión, es un narrador inesperado, un hombre simple que, poseído por el espíritu del hermano asesinado por una horda de nómadas, de repente empieza a atraer a las multitudes, seducidas por las historias inventadas que les relata. Hasta que un día sus cuentos adoptaron temas propios de la sociedad humana de su alrededor y el decano del pueblo, sintiéndose aludido, hizo correr el rumor de que descuidaba sus deberes como ciudadano, no trabajaba y tampoco cuidaba los caballos. La gente empezó a darle la razón.

Pronto el hombre fue abandonado por el espíritu que lo había poseído hasta entonces. Su lengua perdió viveza, ¿acaso por su decisión de prescindir de la inventiva sobrenatural que se apoderó de él, buscando los temas para sus historias en la realidad inmediata? El relato termina con un festín caníbal… Tal vez se imaginen cuál fue el manjar más apreciado por los comensales, sobre todo por el decano del pueblo. Una advertencia para esos novelistas bisoños que, careciendo de imaginación, escriben como si fuesen “una grabadora andante” de sus propias experiencias (Bernard Malamud).

En La momia un comandante del ejército del rey de Persia, Cambises II, con aspecto de soñador, pueblerino y hazmerreír de todos, observa que entiende la lengua en la que hablaban los prisioneros del ejército egipcio capturados durante la invasión de estas tierras por las tropas del rey, a pesar de no haber pisado jamás el país de las Pirámides. El lector descubrirá la causa cuando llegue al final de la historia.

Miniatura que representa al rey Cambises II.

Los sueños nocturnos pueden alterar la vida de los soñadores como nunca habría podido hacerlo la realidad. ¿Quién dijo que los sueños, sueños son? Al menos no lo fueron para los dos protagonistas del cuento La felicidad, un criado miserable, de aspecto grotesco y edad indefinida, que solo pide a los dioses que alivien los males que le envían, y su amo, un hombre muy rico y orondo, pero despiadado.

Un día el sirviente sueña que él también es rico y que come a su antojo. Curiosamente, uno de los criados que se le aparece en sueños se asemeja a su amo, solo que con una apariencia muy distinta: un tipo flaco y miserable. Todas las noches tiene el mismo sueño. Como resultado de la repetición, el soñador rejuvenece, recobrando un semblante saludable: la comida abundante empieza a hacerle efecto. El relato no termina aquí. Hay sorpresa…

Como lector atento de Pascal, es posible que Nakajima imaginara su relato a partir del pensamiento en el que éste dice que si todas las noches soñáramos con lo mismo, “los sueños serían tan reales y nos afectarían como los que vemos y experimentamos de día”. Pascal ilustra su reflexión con el caso de un artesano al que si se prometiese que iba a soñar cada noche que era rey durante doce horas seguidas, seguramente viviría feliz.

“Y si un rey soñase en las mismas condiciones que era un artesano llegaría también a creerlo”.

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Retrato de Blaise Pascal

La venganza calculada de un parricida, hijo ilegítimo de un potentado y viva encarnación del “mal más estricto del mundo”, recorre el argumento de El hombre búfalo, un relato que empieza con un sueño de salvación y concluye con otro sueño, pero esta vez de condena. El último cuento, Una historia funesta, recrea los enredos eróticos de la hija del duque Mu, la enigmática Xia Li, con el duque de Ling, del estado de Chen, y sus sangrientas consecuencias.

De vuelta a La catástrofe de las letras, el anciano doctor Nabu-eje-eriba al que el rey Asurbanipal encargó que investigara el origen del cuchicheo en la biblioteca de Nínive, descubrió que provenía de los libros o de las letras escritas en las tablas de arcilla (en Asiria no se escribía sobre papiro, como en Egipto). Al poco tiempo experimentó una sensación insólita: a medida que clavaba los ojos en una letra, ésta se deshacía. ¿Cómo era posible que un mero conjunto de líneas desordenadas representase un determinado sonido y su significado? Su respuesta fue que había un espíritu que las unía, el espíritu de las letras.

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Tabla de arcilla con escritura

cuneiforme de Babilonia (2000 a 1700 a. C.)

Nabu-eje-eriba preguntó a personas que habían aprendido a leer recientemente si les había sucedido algo extraño. Una abrumadora mayoría les respondió que eran incapaces de atrapar piojos, el color del cielo les parecía menos azul. El espíritu de las letras devoraba los ojos de las personas. Algunos encuestados empezaron a toser, estornudaban mucho, tenían hipo y diarrea. Desde que habían memorizado las letras se les caía el cabello, notaban las piernas cada vez más débiles y se les desencajaba la mandíbula. Los artesanos perdían destreza, los cazadores fracasaban al cazar leones. Ya no disfrutaban haciendo el amor con sus parejas. ¿Y si las letras fueran sombras de los objetos que designan?

El placer y la sabiduría entraban directamente en las personas cuando no había escritura. Pero desde que aprendieron a leer solo atisbaban las sombras de las cosas. Por ejemplo, un cazador que había aprendido las letras de la palabra “león” apuntaba siempre a la sombra de león, en vez de al león de verdad. Lo mismo le ocurrió a hombre que estudió la letra “mujer” y hacía el amor con la sombra de la mujer, en vez de con la mujer real.

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Biblioteca de Nínive

Con la difusión de las letras la gente había dejado atrás la memoria. Las personas no podían recordar nada si no lo escribían. El doctor Nabu-eje-eriba consultó la cuestión con un erudito aún más sabio que él, que sabía leer sumerio y armenio, podía descifrar los jeroglíficos egipcios y memorizaba y acariciaba las letras y los libros. Aunque conocía al dedillo los acontecimientos antiguos que se habían consignado en palabras, ignoraba si el día era soleado o si estaba nublado. Sabía qué palabras de consuelo le dijo la pequeña Sabit a Gilgamesh, pero él mismo no sabía consolar a su vecino que acababa de perder a su hijo.

El espíritu de las letras devoraba sus ojos, era muy miope y caminaba muy encorvado. Sin embargo, era un hombre feliz, tanto que provocaba envidia. Nabu-eje-eriba concluyó que este sabio era víctima del espíritu de las letras. En una conversación con un joven historiador, este le preguntó si  la historia era aquello que sucedió a las letras escritas en tablas de arcilla. El doctor le respondió que tanto lo sucedido como la descripción del suceso eran iguales: “Lo que no está escrito no existió”.

Cuando el espíritu de las letras se apropia de un acto, este obtiene vida eterna, y al contrario, los hechos que no han llegado a manos del espíritu de las letras desaparecen. Los sumerios no sabían lo que eran los caballos hasta que se inventó una palabra para designarlos. En eso consiste el poder del espíritu de las letras, del que los hombres no son más que humildes siervos.

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Poco a poco el espíritu de las letras hizo enfermar al doctor Nabu-eje-eriba. Los primeros síntomas aparecieron desde que miró fijamente una palabra durante dos días. Mientras contemplaba una casa, vio cómo ésta se descomponía en un conjunto sin sentido de vigas, sillares, ladrillos y yeso. Otro tanto le sucedió con las personas. Todo se podía analizar por partes, pero su conjunto carecía de sentido. Temía enloquecer si continuaba investigando el origen del espíritu de las letras.

Por fin, le entregó el informe al rey Asurbanipal, quien al leerlo se indignó, destituyéndolo de inmediato. Nabu-eje-eriba pensó que ese rechazo era otra venganza del espíritu de las letras. Dos días después hubo un gran terremoto en Nínive. El doctor, que se encontraba en la biblioteca de su casa, murió aplastado por los cientos de tablillas de arcilla que se precipitaron sobre él.

Lo llamativo a primera vista del relato es el descubrimiento de la fragilidad que se adueña de los pocos que en una cultura mayoritariamente oral han aprendido a escribir y a leer. Esta percepción se halla en las antípodas del criterio dominante en la civilización occidental.

 

 

Figura de Gilgamesh

del palacio de Sargón II.

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Asurbanipal junto al árbol de la sabiduría.

La senda hacia las luces, un concepto acuñado en la Ilustración, en el llamado Siglo de las Luces (lumières en Francia y Aufklärung en Alemania), comienza por la alfabetización masiva de los pueblos desde la misma infancia y el auge de la cultura escrita que en los dos siglos siguientes habría de segregar una cantidad formidable de material impreso de calidad desigual. No importaba que la letra tuviera que entrar con sangre. Merecía la pena pagar ese doloroso tributo a cambio de una conquista duradera.

El aprendizaje de la escritura y de la lectura ensancha la conciencia, propicia la reflexión personal y la introspección, fomenta la individualidad, frente a los reclamos simplistas de la tribu, y libera a las personas de la ignorancia y del oscurantismo, predisponiéndolas a una casi segura emancipación de orden moral. Hasta que los crímenes de la Alemania nazi, el país probablemente más culto en la Europa de la época y con una fecunda tradición filosófica y literaria, refutaron esta presunción.

En este sentido, resulta pertinente relacionar la preferencia por la oralidad, en perjuicio de la cultura libresca, que mostró desde sus orígenes el régimen nacionalsocialista, con el retroceso moral que representó hasta su derrumbamiento en 1945. Hitler se jactaba de sus dotes de orador, a las que debía su éxito en la política, y jamás ocultó su desprecio por la palabra escrita -una vez en el poder se arrepintió de haber publicado Mi lucha-, en beneficio de la palabra hablada, que no deja huella y, al contrario que la escrita, favorece la repetición y la memorización automática, sorteando de este modo el filtro de la conciencia.

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“La maestra joven”, de Chardin.

Para la mentalidad formada en la tradición oral, la escritura y la lectura obstaculizan no ya el conocimiento inmediato del mundo, sino que confunden y obnubilan a los alfabetizados. En La catástrofe de las letras las palabras son percibidas por quienes han aprendido a escribirlas y leerlas como sombras de las cosas que nombran, algo que no les ocurría antes del aprendizaje.

Entonces sólo pensaban en las cosas que necesitaban, imaginándolas cuando estaban fuera de su alcance. Bastaba con recordar su nombre y llamarlas para acceder a ellas. La escritura todavía no se había alzado como un muro entre las cosas y las personas. Pero desde que éstas sabían escribir y leer, lo primero que les venía a la mente eran las palabras escritas que nombraban las cosas. Así que cuando trataban de alcanzar alguna, el signo se interponía en el camino, obstaculizando el acceso al objeto designado.

Los hombres creyeron que las letras escritas se someterían dócilmente al fin práctico para el que las inventaron –ver las cosas, sin necesidad de mirarlas, a través de las palabras que las designan–, como cualquiera de los instrumentos que inventan con el propósito de facilitarles algunas de las tareas que realizan en el desenvolvimiento de su vida cotidiana. No previeron que, al contrario que esos instrumentos, tuviesen vida propia y pudieran desobedecerles.

Atsushi Nakajima

La catástrofe de las letras fue en realidad la rebelión de las letras contra aquellos que, al fijarlas en signos escritos, en contra de su idiosincrasia, las transformaron en cosas, equiparándolas con los objetos que designaban. Ante el ultraje del que se sintieron víctimas, reaccionaron comportándose no precisamente como los objetos inánimes en que se había tratado de convertirlas, sino como espíritus pletóricos de vitalidad, que no hacían más que gastar travesuras a los culpables de su reificación.

En los pueblos de tradición oral se asocia la palabra hablada a la vida y la escrita a lo inánime. Las palabras que pronuncia el hablante vuelan, danzan, gritan y cantan. Son fáciles de memorizar y de transmitir, sobre todo si se las dota de ritmo, como hacen los poetas, aedos, rapsodas, bardos y trovadores. Pero las palabras escritas son mudas, estáticas, lapidarias. Para memorizarlas es preciso estudiarlas. Por eso se las utiliza para dictar leyes, sentencias y máximas, una tarea que se encomienda a los letrados y eruditos.

En su esclarecedor ensayo Oralidad y escritura, Walter Ong sugiere que, tras la invención de la imprenta moderna, la reificación de la palabra escrita habría de completarse en cuanto se la imprimió en caracteres tipográficos. Más aún, la impresión tipográfica alfabética

“marcó profundamente la palabra misma en el proceso de manufactura y la convirtió en una especie de mercancía”.

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Walter J. Ong

En sus pesquisas para averiguar la causa del cuchicheo de las letras, el doctor Nabu-eje-eriba fue quien sufrió en mayor medida la ira del inquieto espíritu que habitaba en ellas, causándole incluso la muerte. Las palabras, como el lenguaje en general, sirven para utilizarlas, sin más miramientos. Aquél que se dedica a escudriñarlas, a hurgar en ellas, cruza una frontera prohibida que solo le conducirá a la perdición o cuando menos, al enmudecimiento.

Nabu-eje-eriba intentó dominar las palabras sin sospechar que fuesen estas las que llegasen a dominarlo a él. En su caso, la rebelión no se redujo a travesuras y bromas pesadas, como las que el espíritu de las letras gastaba a quienes habían aprendido a escribir los nombres de las cosas, sino que afectó a la forma de percibir éstas. De ahí que se descompusieran ante sus ojos en múltiples partes, sin que pudiera verlas en su integridad, como el resto de los mortales.

En las culturas orales, la escritura y la lectura eran solo accesibles a una minoría privilegiada compuesta por autoridades políticas y religiosas, funcionarios, cortesanos, escribas, eruditos, juristas e historiadores. Tradicionalmente, el ejercicio del poder ha estado asociado al dominio de la escritura. El poder ansía no solo dominar en el tiempo presente, sino influir en el futuro. ¿Qué mejor recurso para asegurar esa influencia que la escritura de textos sólidos y perdurables, avalados por la posteridad?

El Examen de Palacio en presencia del emperador era el nivel más alto en el sistema de examen imperial que regía en la antigua China para los candidatos a funcionarios.

Todo lo escrito tiene más posibilidades de perdurar que lo que se transmite oralmente, amenazado no solo por el olvido sino por la tergiversación. La escritura nace para frenar el olvido de cuanto se hizo y se pensó en el pasado, de manera que a través de su recuerdo continúe influyendo en el futuro. “Lo que no está escrito no existió”, asevera el doctor Nabu-eje-eriba.

Sin embargo, en La catástrofe de las letras se dice que quienes habían aprendido a escribir dejaban atrás la memoria, una reacción de la que Sócrates, que no dejó nada escrito, advirtió a sus contemporáneos. El sabio ateniense descartó que lo escrito no solo pudiera memorizarse sino también garantizar su transmisión. La réplica a esta última advertencia es que los Diálogos de su discípulo Platón hayan llegado hasta nosotros precisamente porque los transcribió o recreó en un texto.

Como en la sociedad ágrafa en la que transcurre el relato de Nakajima, en la Grecia clásica la escritura estaba en manos de una minoría selecta. La oralidad, basada en el recurso de la repetición, promovía el uso de la memoria, a la que se confiaba la transmisión de los conocimientos que, por su utilidad, se consideraban dignos de ser transmitidos. Pero si todo el mundo empezaba a escribir, ya no sería necesario memorizar. Se temía que la escritura hurtase a la memoria humana la función de guardar y conservar los conocimientos transmisibles.

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Busto de Platón, copia romana de un original griego (siglo IV d. C. )

El cuento que guarda cierta semejanza con La catástrofe de las letras es La luna sobre la montaña, en el que se inspira el título del libro. También en este su protagonista, un erudito y poeta frustrado, es castigado por haber querido llegar más lejos en su arte de lo que le permitía su capacidad.

Funcionario joven, casado y con un hijo, Li Zheng de Longxi no confiaba en nadie salvo en sí mismo ni se conformaba “con ejercer una posición humilde”. Se mostraba obstinado y, como era de esperar, no congeniaba con sus colegas. Un día dimitió de su cargo y regresó a su tierra natal, apartándose del mundo, para entregarse a la poesía. Su máxima aspiración era que cien años después de su muerte se lo recordarse como un poeta de renombre. Sin embargo, le costaba obtener prestigio literario y cada día se volvía más severo y huesudo.

El tigre es uno de los animales más representados en la pintura china.

Ante la evidencia de su fracasada tentativa de granjearse la fama de poeta inmortal, retornó a su puesto de funcionario. Pero sus antiguos compañeros habían ascendido de rango y ahora tenía que obedecerles. Amargado, al año siguiente se marchó de viaje por motivos oficiales.

Una noche pernoctó a orillas de un río. Al poco tiempo se despertó con el rostro alterado. Alguien le estaba llamando insistentemente en la oscuridad. Echó a correr tras aquella voz, adentrándose en el bosque. Sentía que su cuerpo estaba inundado de fuerza y saltaba ágilmente sobre las rocas. Cuando se dio cuenta tenía pelo en los extremos de las manos y en los codos. Después de varias batidas por los montes y campos cercanos, no hallaron rastro alguno de su paradero. Se había transformado en un tigre feroz que devoraba a los viajeros.

Al principio creyó que se trataba de un sueño, pero enseguida se percató de que no estaba soñando. “Aceptamos dócilmente aquello que nos han impuesto sin saber la razón y seguimos viviendo sin saberlo. Esto es el destino’ de nuestro ser”, le confesó un año después al director general de inspección, antiguo amigo suyo, y con quien, después de reconocerlo, se topó casualmente en un camino.

Esculturas de tigres de la antigua China´.

Aprovechando las dos únicas horas al día en las que podía recobrar forma humana, le refirió la triste historia de su mutación en tigre. Él mismo reconocía cuán ridículo era que un hombre incapaz de convertirse en un poeta se transformase en un tigre. Y todo por aquel sentimiento altivo de vergüenza y orgullo que, además de alejarlo de otros poetas, junto a los cuales hubiera mejorado su métrica, le impidió abrazar las enseñanzas de un maestro.

Como él mismo admite, el tigre en que se había transformado lo llevaba ya dentro de sí antes de la metamorfosis. Era aquel hombre arrogante que atormentaba a su esposa y a su hijo e irritaba a sus amigos. “Todo mi ser estaba formado por un temor ruin a desvelar mi falta de talento y la pereza”, le confiesa a su antiguo amigo. Alguien que estaba más preocupado por su fracaso como poeta que por cuidar de su esposa e hijo merecía el destino de convertirse en una bestia. Ahora se arrepentía de todo ello, ahora que ya no podía vivir como hombre.

Atsushi Nakajima

Cuánto le hubiera gustado a Kafka esta historia, y no sólo por la predilección que sentía por la literatura de la antigua China. En ella confluyen dos de los motivos presentes en buena parte de su obra: el choque frontal entre las duras exigencias de la vocación poética y las demandas del mundo real, y la constante inseguridad del poeta que, corroído por la desconfianza en sí mismo, busca vehementemente el reconocimiento de los lectores.

Una vez que su elección no tiene vuelta atrás, tiene que cargar con la lacerante sospecha de haberse equivocado en su apuesta por la literatura en detrimento de la vida y, lo que es peor, del afecto a los seres queridos. Esta doble traición fue la que deshumanizó a Li Zheng, transformándolo en un tigre feroz.

Pero tan sorprendente como la afinidad de estos motivos con la obra de Kafka es la similitud de los destinos de Li Zheng y Gregor Samsa, el joven comerciante de La transformación que una mañana se despertó en su lecho convertido en un bicho gigantesco, aunque, al contrario que el tigresco Li Zheng, se mostrase tímido e inofensivo. La diferencia que los separa es que, al carecer ambos de una respuesta que explique su trágica suerte, Li Zheng opta con buen criterio por buscar en sí mismo, en su pasado, la causa de la transformación en un tigre, mientras que Gregor Samsa se siente tan abrumado por la suya que no le quedan fuerzas para indagar en el motivo de su trastorno. Bastante tiene el pobre con sobrevivir a su nueva identidad de insecto gigantesco en la casa familiar y defenderse de los ataques de su padre. Kafka deja que el lector de la historia explore las posibles causas de la metamorfosis, si es que las hay.

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Cubierta de la primera edición de “La transformación”, de Franz Kafka

Li Zheng recibió un castigo proporcional a su ambición desmedida. El poeta que ansió la inmortalidad, en lugar de cuidar y mejorar su arte; que, azuzado por el deseo de reconocimiento, corrió detrás del aplauso y de la fama, desentendiéndose de sus responsabilidades familiares; que, ensoberbecido por su dedicación a la poesía en sus ratos libres, menospreció a sus compañeros de trabajo, se convirtió en un animal salvaje, temido por los hombres. ¿No quería ser más que ellos? Pues he ahí que el destino hizo que al fin viese satisfecho su deseo.

El autor de estos cuentos maravillosos y terribles, Atsushi Nakajima, murió a los 33 años (ocho menos que Kafka), víctima de una neumonía causada por el asma que padeció desde la infancia. Nacido en Tokio, en el seno de una familia de estudiosos de la China clásica, tras cursar letras en la Universidad Imperial, se dedicó a la enseñanza del japonés e inglés en un instituto femenino de Yokohama. Pasó la adolescencia en Corea. Su novela El paisaje donde hay un policía. Un bosquejo del año 1923 está inspirada en los recuerdos de su estancia en Keijyó, la actual Seúl.

En China viajó por Manchuria y después por Sanghái, Hangzhou y Suzhou. Más tarde recorrió varias islas del Pacífico, incluyendo Palaos, donde enseñó japonés. En los últimos años de su vida se dedicó en cuerpo y alma a la escritura. Se dice que incluso en la cama del hospital donde fue ingresado siguió escribiendo.

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Confucio

Nakajima escribió varios relatos que se publicaron después de su temprana muerte, una recreación de la vida de Robert Louis Stevenson en Samoa (Luz, viento y sueños) y una obra de corte autobiográfico, Diario de un hombre confuso. Interesado en la obra de Confucio, Spinoza y Pascal, al que dedicó un enjundioso estudio, tradujo a autores como Aldous Huxley y publicó una serie de cuentos divididos por temáticas y géneros. Los estudiantes de enseñanza secundaria de Japón están familiarizados con su relato La luna sobre la montaña.