Medea y bricolero

Emiliana ha revuelto una caja con papeles que tengo sobre mi escritorio. Se trata de un cacharro donde pongo todo lo inútil que por alguna razón quiero guardar.

 

Por / Pablo Felipe Arango

Un lector ha dicho que tejo en poco espacio escenas que parecieran no tener qué ver la una con las otras y al final las encajo de manera imprevista. La verdad es que, si acontece, no sé bien cómo; de lo único que soy consciente es de que, a partir de una imagen, o un hecho o una lectura, comienzo a trazar líneas mentales que luego se van cruzando con otras, hasta quedar, más o menos, en una suerte de cesta donde hay algo. Pero no es una cesta ordenada y simétrica, sino más bien un nido de arrendajo, que además pende de unas débiles hebras –otras líneas– que hacen que todo bambolee y se estremezca. Sin gracia alguna: de un lado, meros desperfectos mnemotécnicos, y del otro, representaciones de como percibimos nuestro universo, que aparentemente funciona de manera caótica y sin embargo, por momentos, creemos armónico. Aunque lo de la armonía es una forma de decir que algunas veces comprendimos algo; que presentimos de qué iban sucesos aparentemente inconexos.

 Emiliana ha revuelto una caja con papeles que tengo sobre mi escritorio. Se trata de un cacharro donde pongo todo lo inútil que por alguna razón quiero guardar. Algo así como un archivo que tiene el propósito de hacer agradable el futuro. Cuando meto algo, imagino el placer de volver a ver, por ejemplo, la factura de una librería que no volveré a pisar, o la entrada a un concierto o a una obra de teatro, o un recorte de prensa, o la faja prescindible de un libro, de esas que no aparece el nombre del libro ni del autor, pero sí un insulso y general comentario firmado por algún escritor más o menos reconocido. En fin, naderías.

 Y en esa búsqueda dio ella con una noticia de prensa más que genial, que narra un suceso en Paterson, Nueva Jersey, hace sesenta años. Yo que lo había guardado no recordaba para nada que el asunto había pasado en ese lugar, aunque tenía presente el fabuloso suceso, así como el nombre de la joven involucrada. Pero Paterson no estaba en mi memoria, y ahora saltaba del trozo del periódico como si fuera lo más importante. Paterson es el título del poema que William Carlos Williams escribió y publicó en cinco volúmenes entre 1946 y 1958, y es, además, como he dicho, una de las poblaciones de Nueva Jersey. Otra es Rutherford, donde nació y vivió el poeta. Las calles de ambas se confunden y en medio de ellas se encuentra el St. Mary’s General Hospital, donde iba Williams a trabajar como pediatra.

 Así que las líneas de Emiliana, la jovencita Ramírez, Paterson –la ciudad y el poema–, Williams, el probable St. Mary’s Hospital, un vestido, Medea, y un poema leído hace treinta años vinieron a cruzarse, sin motivo, y solo por el placer de hacerlo, como sin duda importa a quien sea que importe, y como quiso advertirlo el poeta justo en aquellos cinco volúmenes que recogen todo lo que era posible recoger: conversaciones escuchadas, letreros publicitarios, recuerdos e invenciones; sí, todo lo que se va apareciendo, y que parece trivial, o es.

 La muerte de Josefina Ramírez, la joven caldense, oriunda de Manzanares, ocurrida en extrañas circunstancias en un hospital de Paterson, está siendo materia de investigación por las autoridades médicas de Estados Unidos. Un grupo del servicio de salubridad federal se trasladó ayer de Cincinnati a Paterson para verificar inspecciones al vestido que originó la muerte de la muchacha caldense, y ha producido en Estados Unidos extraordinaria alarma, por tratarse del primer caso ocurrido, ya que la erupción provocada por el contacto con la tela, le quemó la piel, según lo declaró el doctor Albert Yager.

 Esa es, casi íntegra, la nota de prensa, que yo olvidé. Eurípides, en su tragedia, narra cómo Medea herida de celos ante el segundo matrimonio de su esposo Jasón con Glauce, la asesina por celos, enviándole con sus hijos “un velo envenenado de vivos colores”, que hace que a la víctima “le broten de los labios unas espumas pálidas, y que los ojos se le pongan en blanco, y que sin sangre se le quede el cuerpo” mientras huye con sus cadáveres en el carro de Helios hacia el bosque sagrado de Hera, en Atenas. De tal forma que aquella historia de Josefina Ramírez no hacía más que recoger, de pobre manera, el mito griego. 

Vuelvo a Williams, al hecho de que era médico y que hubiese sido posible se enterara de Josefina y sus atribuladas hermanas, que lloriqueaban por los pasillos de la clínica, que bien pudo ser St Mary’s Hospital. Él habría pensado en Medea, por supuesto, pero también habría recordado que ya había escrito:

 Y no obstante de algún modo uno llega, 

se descubre soltando los broches 

del vestido de ella

en una alcoba extraña-

siente cómo el otoño

deja caer sus hojas de lino y seda

en torno a sus tobillos.

 El cuerpo y sus venas luminosas emerge

retorcido sobre sí mismo

¡como un viento de invierno…!

 

La blancura traslúcida del amor o de la muerte.

No obstante, Williams habría pensado, también, que el único poema posible, en todo caso, era uno que narrara el mundo tal cual lo percibimos: inconexo, como lo hizo en Paterson; así como intentamos hacerlo otros con esas cajas o cajones de un bricolero.

Manizales, 24 de septiembre de 2020.