Puente que cruzo / Paula Winkler

Nació en Buenos Aires el 26 de enero de 1951. En su identidad se funden varias nacionalidades, religiones e ideologías. Alemania, Italia, España, Austria. El peronismo y el socialismo. El catolicismo y el protestantismo. La clase acomodada y la pobreza. Los valores burgueses, todo se combina para definir a Paula Winkler. Publicamos “Sujeto y precariedad simbólica”, conferencia del 15 de octubre de 2011 en el auditorio Arturo Frondizi de la Universidad Kennedy, Buenos Aires, Argentina.

 

Sujeto y precariedad simbólica

El hecho que el ser humano sea biológicamente materia y energía no impide que exista una ontología de primera persona, es decir que el mismo posea además una subjetividad. Esto que parece obvio no lo es tanto para la mirada científica y cognitiva, que prefiere reducir al ser humano a su dimensión de materia y considerar al lenguaje como un mero, aunque amplio, espectro de operaciones lógicas. La subjetividad a la que me refiero ahora es aquella por la cual se interesa el psicoanálisis. No hablaré, por tanto, de las filosofías de la subjetividad, en tanto voy a abordar al sujeto del inconsciente (además de que, claro, existe un sujeto de la razón), un sujeto éste cuya constitución por estructura no excluye, por decirlo de alguna manera, al ello ni al superyó. Todo lo contrario, las fuerzas pulsionales son su centro -conceptos estos en nada ajenos a este auditorio, en virtud de la naturaleza de la convocatoria. (Recordemos que, para Freud, el yo es la parte del ello influenciada en forma directa por el mundo exterior.)

El sujeto del siglo XXI se debate en medio de la encrucijada del tener y del poder; el ser ha quedado relegado a un real inexistente, desde la “Geworfenheit” contemporánea del sujeto al nacer (hallazgo este conceptual de Heidegger para referirse a que el nacimiento nos pone de cara a la brutal y nuda existencia). Es que, como se verá, prácticamente hoy el sujeto es arrojado para hacer lazo social a un mero campo de la mirada. Es decir, se ha suscitado el arrojamiento del sujeto que nace a una existencia compartida con un Otro (no barrado –diría Lacan-) que es pura imagen -la devuelta por la construcción cultural que de él se hace en los medios (un otro que, asimismo, al demandar en las sociedades con mayor pobreza económica, produce paranoia; un otro como mero objeto a y como tal, sometido a la permisión de ser devorado en sus diferencias gracias al paradigma de la igualdad a toda costa; un otro masificado por la publicidad o la propaganda; un otro que viene a desempeñar sin intención el rol de Eco para los Narcisos).

Aunque algunos expertos de la cultura aludan de momento y en cuanto a la imagen, a una visualidad sin fundamento, a una banalidad inevitable, a una reducción fatal de la expresión, nadie puede negar hoy, razonablemente, la eficacia comunicativa de la imagen visual fija o en movimiento. De hecho, el mensaje publicitario –el más omnipresente hoy en nuestras vidas cotidianas– cuenta sustancialmente con tal herramienta para sus prácticas, incluso si sustituye la palabra por ésta. Habría que afirmar, asimismo, que, lejos de la criticada iconología de Panofsky, ninguna línea semiótica sostendría, a la fecha, la posibilidad seria de someter las imágenes que circulan y se renuevan ante nuestros ojos invitándonos perceptualmente en forma vagabunda, aleatoria y arbitraria sólo a las habituales investigaciones sobre textualidad y discurso: la imagen se nos ha transformado socialmente en una especie de prótesis inevitable. Es que, al decir de González de Ávila, estas imágenes que nos acompañan de la noche a la mañana se han constituido en el contexto ecológico en el que vivimos, ya no tiene sentido alguno negarlo: se vive en un mundo en el que los objetos/mercancía se hablan entre ellos para goce del consumidor y en el cual la publicidad hace rato que dejó de vender productos o servicios, pues ahora trabaja (y muy bien) para ella misma. Los creativos de las agencias son los poetas del capitalismo, destellan imaginación y humor, buscan la provocación, todo lo incluyen en sus mensajes o lo transforman; en una palabra: ellos forman parte –les guste o no, sean bien remunerados o no- de quienes producen actualmente los signos sociales, al tiempo que una gran masa de consumidores simplemente los reproducen y, claro, los consumen.

En materia de semiótica o semiología –la primera derivada del matemático norteamericano Charles Sanders Peirce y la segunda, del lingüista ginebrino, Ferdinand de Saussure-, se estudia el signo. Interesa en lo que voy a decir ahora la comprensión de Peirce acerca del símbolo, en tanto la concepción del signo de Saussure binaria (significante/significado que tomara Lacan en sus primeros seminarios) no ofrece la amplitud –y precisión- que veremos enseguida. (Recuérdese por lo demás que ya en el Seminario 7 Lacan cita a Peirce textualmente.) Para el padre de la semiótica, los signos ofrecen varias clasificaciones posibles conforme la forma, el valor y la existencia. Distingue Peirce, así, en una primera y básica clasificación, entre los signos índices (existencia); los íconos (forma) y los símbolos (existencia, forma y valor). El símbolo, uno de los signos que ahora nos interesa pues vamos a referirnos a la precariedad de la época actual, constituye para este lógico una relación entre objeto y representamen a través de una norma regular para el interpretante, como lo es, vgr. la misma palabra, una bandera, un libro como el Quijote o el Martín Fierro, etcétera. Adviértase que expreso “regularidad”, esto es: función de relacionamiento constante entre objeto y representamen para el sujeto interpretante a través de una cierta habitualidad representacional e interpretativa que otorga la tradición cultural sobre la base de la atribución para alguien de algo para otro y dentro de un contexto espacial e histórico determinado. No ajeno a esto, Lacan trabaja con las tres dimensiones de lo imaginario, lo real y lo simbólico.

A su vez, el signo lingüístico, por excelencia la palabra, constituye, a través de las dos funciones más importantes del lenguaje – la metonimia y la metáfora – una articulación del sujeto a la naturaleza, de ésta al sujeto y del sujeto a los objetos de la cultura.

¿Pero existe hoy regularidad en los relatos? ¿Continúa enseñándonos la tragedia, y dejando su ejemplaridad el bagaje de mitos que nos legó la historia? ¿Se adhiere a ese signo positivo el valor de la tradición que nos enseña la hermenéutica? ¿Existe una dimensión simbólica social para el sujeto hoy, que haga barrera a su goce respecto del objeto a y con relación al otro? O, más bien, con aquella expresión de Nietzsche, nada desafortunada por cierto, “Dios ha muerto”, ¿se han extinguido con el idealismo algunos signos y, con ellos, la habilidad de pensar simbólicamente por parte del sujeto para poder resistir, por decirlo de alguna manera, a las fuerzas de la naturaleza y a las imposiciones de la cultura?

Me voy a apropiar de una cita (tomada a su vez de otra cita) del profesor Antonio Caro Almela, cuyo último libro “Comprender la publicidad” (no para denostarla, banalizarla ni negarla) amerita su larga y detenida lectura. La cita en cuestión data del año 1916 y pertenece al poeta español Juan Ramón Jiménez, quien probablemente maravillado –en varios sentidos- por las marquesinas de Time Square en Nueva York escribía: “Broadway. La tarde. Anuncios marcantes de colorines sobre el cielo. Constelaciones nuevas. El Cerdo, que baila, verde todo, saludando con su sombrerito de paja a derecha e izquierda. La Botella, que despide, en muda detonación, su corcho colorado, contra un sol con boca y ojos. La Pantorrilla eléctrica, que baila sola y loca, como el rabo separado de una salamanquesa. El Escocés, que enseña y esconde su whisky de reflejos blancos. La Fuente, de aguas malvas y naranjas, por cuyo chorro pasan, como en una culebra, prominencias y valles ondulantes de sol y luto, eslabones de oro y hierro que trenza un chorro de luz y otro de sombra… El Libro, que ilumina y apaga las imbecilidades sucesivas de su dueño. El Navío, que, a cada instante, al encenderse, parte cabeceando, hacia su misma cárcel, para encallar al instante en la sombra… Y… -La luna- ¿A ver? –Ahí, mírala, entre esas dos casas altas, sobre el río, sobre la octava, baja, roja ¿no la ves…?– Deja ¿a ver? No… ¿Es la luna, o es un anuncio de la luna?”

Repito y destaco “(…) la luna, o es un anuncio de la luna”. Es decir, dónde hablar de ficción y dónde de realidad. ¿Subsiste la diferencia entre hecho/suceso y noticia, entre lo público y lo privado, entre lo imaginario y lo real? ¿Qué sucede en las sociedades que gustan de exagerar el imaginario, fomentan la permisión en sí misma, borran lo singular, prometen el Edén mediante el consumo de marcas y estilos de vida, y anulan la metáfora por un exceso de exhibición del detalle: el ojo vigilante, las cámaras de seguridad que todo lo registran, el festín para el espectador de la intimidad, de la de él, del otro, de cualquiera?

“Ya no hay vergüenza”, dice Lacan en “El reverso del psicoanálisis” (Seminario 17), reescritura de alguna manera de “El malestar en la cultura” de Sigmund Freud. También Lacan, al aludir a lo Real, se refiere a lo imposible, es decir a aquello que (saussuriana y psicoanalíticamente) escapa de la significación y está fuera del orden de lo simbólico. El real, como carente de ley –prohibición del incesto-, pues lo que vulgarmente se conoce como “realidad”, hasta ahora y en la época de aquel psicoanalista, sería una especie de cruce entre lo simbólico y lo imaginario a partir de lo real. ¿Es esta la “realidad” contemporánea, o más bien cómo opera la nueva realidad, carente de ley, como si se tratara del real lacaniano?

Como nos enseña Iris Zavala en el Libro 3, “La Impudicia y lo obsceno” de su texto “La di(famación) de la palabra”: “Si en el sistema en el que estaba Lacan se podía decir todavía “dar vergüenza” —nos recuerda Jaques-Alain Miller—; la impudicia, de impudicicia, proviene de pudicitia, y significa desvergüenza, falta de recato y pudor, que hoy ha progresado mucho, se ha convertido en norma. Pero si la impudicia es la norma, Lacan sostiene que lo obsceno desaparece”. Así, pues, podríamos decir que la impudicia es subjetiva y lo obsceno lo fenomenológico. Lo obsceno, del griego aidoion, obcenus en latín, designaba las partes vergonzosas que el pudor nos lleva a ocultar. Como indica su etimología, es aquello que quedó “fuera de escena”. (En psicoanálisis conocemos bien los efectos de ese fuera de escena vinculado a la matriz familiar del sujeto.)

La época que nos toca vivir confunde lo del orden de lo fenoménico con lo del orden de la ficción (obsérvese que los escritores somos grandes mentirosos). Por lo tanto, al someterse lo ontológico a los solipsismos extremos, desaparece la línea entre el real lacaniano y la realidad moderna como la concebíamos antes, y todo es discutible: hasta los hechos. Lo cual conlleva necesariamente la relatividad de la importancia de ostentar ideas. Vale decir, según Lacan, lo obsceno no podría ser nunca un acto libre, al pertenecer al orden de lo fenoménico: un medio entre lo Real inaccesible y su imposible representación. Esto aparece en “Le synthome”, 1975-6, Seminario 23. Claro que cada civilización ha creado ejemplos de impudicia y obscenidad, formas de convertir el goce en una compleja estructura simbólica de apetencias. Empero, la cuestión que nos detiene ahora es qué sucede en la época del hoy, cuando no hay deseo sino más bien goce promovido y el cuerpo es el objeto de batalla por excelencia. Ante todo, de la mirada tecnológica y de la ciencia. El cuerpo ya no pertenece, precisamente entonces, al Otro, en el sentido cristiano y católico del término cuando el cuerpo de Cristo se transformó en una escena sacrificial e histérica para la salvación humana.

Es así que en el cuerpo del sujeto se inscriben hoy sólo los paisajes propios y ajenos, como si en lo real de este sujeto “autónomo” pudieran converger los relatos y la memoria que la fugacidad del hoy va anulando sin remedio. En ese cuerpo constan los peircings de la vida, los tatuajes del amor -pruebas de algún nacimiento, el nombre de un amante o de los hijos-; es en el cuerpo de ese yo individual posmoderno por el que circula y se transmite la bondad de alguna marca de la publicidad. Vbgr. aquellos hombres, de tránsito urbano, que portan remeras con un nombre comercial o con el logo de revistas, de una marca, portan alguna propaganda política o hasta se difunden a sí mismos al cansancio con la fotocopia impresa de una fotografía familiar o propia. En ese cuerpo, como antaño, está autorizado el goce. Sólo que mientras el goce y la pulsión permanecen idénticos respecto del sujeto en el tiempo, lo que cambia siempre es la época. Y la pregunta: ¿cómo una época, esta época, vive la pulsión, el goce? ¿En qué coordenadas le toca vivir a nuestro sujeto?

No se olvide que en el síntoma es donde se articula lo que cambia y lo que no. En la época, en cambio, los sujetos dependen de las coordenadas sociales, económicas y políticas, ya que pese a que se haya impuesto un modelo de sujeto autónomo, que no hace lazo social y que vive por sí y para sí, el malestar advendrá de todas formas porque si no hay barrera reglada al goce, la barrera caerá igual: desde lo real y en todo su peso. Una cultura –decía Freud- constituye un modo de distribuir el goce, pero qué distribución hacer si el goce no tiene barreras y los objetos del mercado se encuentran a disposición del sujeto y como imperativo de ese goce. Como diría Miller, hoy la clínica es una clínica de los excesos más que del vacío. La histeria de conversión se alojó en las anorexias y los estallidos colectivos, la obsesión tomó a la ciencia, el narcisismo se ríe del otro y porta a diario la gran pancarta del éxito.

Cuando en una sociedad las instituciones declinan su misión de mediar entre el sujeto, su goce y el otro mostrando en el horizonte la posibilidad de la ley y del deseo, si además el pensamiento ha desmontado los relatos haciendo lo propio ya no sólo con los textos literarios sino con lo fenoménico para relativizar la existencia de la ontología y caer en los solipsismos de las prácticas productivas de los signos, ¿cómo se resuelve hoy el goce? ¿Si la pulsión empuja y todo está permitido y a disposición, qué lugar ocupa el símbolo ligado al deseo y a la prohibición?

La metáfora opera siempre en forma oblicua y lateraliza la lectura obligándonos a pensar sobre la base de la analogía. Es esta un recurso de mediación semiótico que genera las condiciones de posibilidad de apertura a la infinitud del otro, quien interpretará lo suyo conforme la pluralidad de sentidos que posibilita este recurso de la Retórica, a la vez forma del pensamiento. Pero la metáfora en este siglo XXI, en el panorama de precariedad simbólica en que se encuentra debido a la profusión de los imaginarios, o bien murió o está mustia y a punto de fenecer. Véase el dolor humano expuesto por ante una cámara, el género snuff del cine, las cirugías a cielo abierto transmitidas como divulgación científica en los canales de televisión abierta. Es así que prepondera, en cambio, la metonimia al reducirse todo a los grafos de los mensajes de texto y habida cuenta de las limitaciones por la rapidez de circulación en las llamadas “redes sociales” tales como el twitter. Las representaciones sociales están abandonando al sujeto, el cual queda a la vera de la práctica social de producción significativa de unos pocos. La metáfora aquella que estudiaran Freud y Lacan, hoy –digámoslo francamente y sin eufemismos- sólo obra rescatada por la literatura del síntoma y por los poetas del capitalismo, los creativos de las agencias de publicidad.

Véase si no, la última campaña de Benetton/Toscani, una recreación metafórica, es decir de traslado de sentido, de las posiciones del kamasutra hacia el ecologismo textil y una vuelta a la naturaleza del sexo -un humorístico y asombroso lavado de culpas, que supone un conocimiento y una habilidad de expresión –publicitaria- que no se observa siempre en otros oficios ni disciplinas-. Un modo (¡gracias Toscani!) de perpetuar como se pueda aquello simbólico que ya quedó fuera del sujeto para poder ser recreado, aunque más no sea, en el mercado de las marcas y de la moda.

 ¿Pobreza de recursos estilísticos y operativos semióticos en el pensamiento frente a la polisemia del arte pop, de los hiperrealismos y de la eficacia fotográfica de los spots publicitarios y televisivos? Permítaseme la ironía para aludir a una realidad bien comprobada: los creativos publicitarios en toda su potencia frente a un pensamiento, en su mayoría, empobrecido y de fotocopia.

El problema, señores y señoras, alumnos y colegas, es que no estamos hablando aquí de metalenguajes sino de una sociedad con sujetos, cada vez más alejados de la esperanza y sumidos en el malestar de su propia cultura. Estamos hablando, nada menos, que de una precariedad simbólica y sus consecuencias antropológicas.