ENCIERROS A CAL Y CANTO

La justificación del encierro a cal y canto es la pretendida seguridad de las personas y los bienes, por eso muchas veces no basta con los muros altos y los setos espinosos, sino que además se instalan cercas electrificadas o concertinas que hacen ver todo el contorno como el sistema de seguridad de una cárcel.

Escribe / Pablo Felipe Arango – Ilustra / Dall-E

Hay quienes se suponen privilegiados porque viven tras las paredes o los setos espinosos de alguna urbanización. Creen que son más ricos, mas dichosos e incluso mejores porque han pagado una suma de dinero elevada por protegerse de la mirada de otros ciudadanos, aunque vivan exponiendo, paradójicamente, aún más su intimidad, porque creen que sus vecinos, que tienen la misma idea de privilegio, no son tales, sino casi hermanos. Es decir, se ocultan con sumo cuidado de las miradas de algunas personas y se exponen en cambio, sin vergüenza, ante otros, prevalidos de que son sus pares. Esa es la explicación para ese exhibicionismo que les permite a los habitantes de un conjunto cerrado pasearse por las calles de su condominio tal como no lo haría en un lugar realmente público. Claro, también es cierto que una razón poderosa para tal comportamiento es que aquellas calles no las sienten públicas, sino apenas la extensión de su propiedad privada, aunque estén pobladas de extraños, lo mismo que la calle o el barrio abierto.

La justificación del encierro a cal y canto es la pretendida seguridad de las personas y los bienes, por eso muchas veces no basta con los muros altos y los setos espinosos, sino que además se instalan cercas electrificadas o concertinas que hacen ver todo el contorno como el sistema de seguridad de una cárcel, y no como un lugar habitado por ciudadanos libre.  Se instalan además cámaras de monitoreo constante, acompañadas de luces que se encienden ante el tránsito de algo o alguien, y se cuelgan letreros que advierten del sistema de seguridad o del control remoto por parte de compañías de vigilancia privada, o incluso, y este es el colmo del absurdo o de la falta de estado, letreros que informan que el lugar esta vigilado por la policía, como si todos los demás no debieran estarlo siempre y sin necesidad de advertencia alguna.

Todo el conjunto de seguridades se completa con un grupo de vigilantes, casi siempre armados, cuya característica principal es que desconfían de todo extraño y son inmensamente obsecuentes con los habitantes internos.

El resultado de todo el anterior despliegue de seguridades es, sin embargo, algo contrario a lo buscado: no son lugares propiamente seguros, ni tienen la garantía de tranquilidad que pretendían. Los conjuntos son paradójicamente un despliegue de maldad insolente, al menos de una forma de maldad insolente: falta de solidaridad, desconfianza, incumplimiento de normas básicas de convivencia, envanecimiento humano, inseguridad, intromisión en los asuntos personales y familiares, luchas intestinas por un podercito mínimo, en resumen, una absoluta manifestación de los más abyectos afanes. Si, nada diferente a lo que sucede en cualquier otro rincón humano, pero en este caso manifestado como si se tratara de valores y de solución a las bajezas naturales de la sociedad. Las mismas bajezas de las que se deseaba huir a través del encierro, solo que ahora reconcentradas y validadas por la supuesta privacidad.

Pero hay algo peor que lo descrito, porque al fin y al cabo cada uno vive como quiere o puede. La segmentación de la ciudad en barrios cerrados y en centros comerciales, la destruye y la inhabilita. Una ciudad pierde su esencia si se fragmenta, porque ella es, justamente, en la medida que amalgama y que favorece los encuentros sinceros, intempestivos y furtivos; de seres y de cosas.

Ismael Grasa, el escritor español, profesor de filosofía en un liceo y actor eventual de reparto, advierte que “no se puede ser feliz si uno vive simplemente protegido tras el muro de una urbanización”, y por eso sugiere tener el centro de la ciudad “como referencia, con su pasado, sus plazas públicas y sus edificios antiguos y algo deteriorados”.  ¿Qué tipo de ciudadano entonces es aquel que niega o desprecia el centro de su ciudad o las calles más concurridas para huir al suburbio? Claramente ha dejado de ser ciudadano sin alcanzar la condición de campesino. Lo grave es que su huida es torpe e inútil:  “Dijiste: Iré a otra tierra, iré a algún otro mar./ Mejor que esta habrá alguna otra ciudad…/ No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares./ Tras de ti irá la ciudad. Y por las mismas/ calles vagaras. Y en los mismos barrios envejecerás/ y canas te saldrán en estas mismas casas…/ Siempre arribarás a esta ciudad…/ Al arruinar tu vida aquí, en este rincón mínimo,/ para toda la tierra tu ya la has destruido.”, escribió el poeta Cavafis.

A veces transito en carro, al atardecer de los domingos, por nuestra calle principal y siento envidia de las parejas o las familias que van caminando: serenas, enamoradas, gozando. Ejercen sin saberlo la recomendación de Grasa: “Uno elige una prenda que ponerse, coge de la mano o del brazo a alguien querido y camina por una de esas aceras con firmeza. Porque esas avenidas o bulevares no dejan de ser la continuación de la calle más bella de Budapest, de Nueva York o de Buenos Aires”. Mientras tanto, algunas otras parejas, se sumergen en la depresión en alguna urbanización supuestamente lujosa.