“Hay que leerlo”, reza el aforismo esencial que desaconseja suscribir opiniones “solapadas”. Hay que adentrarse capítulo a capítulo en esta geografía erizada de peligros, minuciosa como una pesadilla, de la mano de su agrimensor, de este K enviado de muy lejos para enfrentar la otredad de un país que se ha acostumbrado a darse la espalda…
“¿Cuántos muertos deja un kilo de coca en su camino?”
Texto / Juan Guillermo Álvarez
Fotografías / Federico Ríos
Sobre Verde tierra calcinada, libro de crónica de Juan Miguel Álvarez, Rey Naranjo Editor, 2018, 319 pp.
Que un texto periodístico se yerga sobre su método y materiales para alcanzar la condensación del símbolo es el mayor logro estético que un libro de este género puede alcanzar y tratándose de Verde tierra calcinada la expectativa se cumple. Como tal, un libro que trasciende su objetivo inmediato de comunicar y raya en arte, trae a la memoria —o puede traer— otros libros, indicios de la influencia que resulta casi inevitable (y que Piglia llegó a llamar “infernal”), en este caso Verde tierra… me hace evocar fuertes concomitancias con Meridiano de sangre, cumbre narrativa de ese huésped de pozos petroleros y residencias de becario nato en Knoxville, Tennessee, Cormac MacCarthy, que forma parte del Canon Occidental de Harold Bloom. Su mérito moral, el papel catártico o revulsivo que pueda jugar en el escenario de atonía moral que vive la actual generación milennial colombiana ha sido celebrado por tuiteras indignadas que posan exquisitas en Instagram y que se indignan aun más al elevar el trino a esa esfera donde se pondera el desempeño ético.
Un libro que aborde esta temática (el conflicto, sus víctimas, experiencias de reconciliación en las que fundar una esperanza, reformulada varias veces a lo largo de sus páginas, conforme su hermenéutica lo va sugiriendo o la instrucción de la editora lo determina, y aquí se me ocurre un parangón con la saga de Carlos Castaneda, ese antropólogo asimilado al saber ancestral del protagonista de sus historias, el nagual Juan Matus), se impone tocar la sensibilidad del lector, y Verde tierra calcinada lo hace; si también elicita esa emoción que deparan, por ejemplo, la cercanía del mar y las mujeres, que curiosamente conocemos como una fórmula de Borges, con todo y su connotación machista (por cierto, Borges definió magistralmente el machismo: “recelo casi femenino de haber sido ofendido”, definición que de seguro será tildada de machista por cierto sector del público), que resulta en verdad más heredada de Conrad y de Byron que de su propio coleto vivencial (salvo por aquel breve escarceo con la chica andaluza y los affaires con Estela Canto y Elvira Alvear, es fama la conducta erótica más bien astringente del genio rioplatense); si logra ambos objetivos, y de paso es elegido como uno de los 200 favoritos para un selecto público lector reclutado entre académicos con motivo del Bicentenario, su propuesta resulta redonda.
La genealogía del título del quinto libro de Juan Miguel Álvarez viene de Mc Carthy, de su Meridiano de sangre sin duda, donde los paramilitares van por las cabelleras de los mejicanos y los indios cosechándolas con el patrocinio del señor Gobernador y regresan con las ristras ensangrentadas en el cabestro de sus monturas apocalípticas. Los “falsos positivos” están allí, y la calcinación es el signo y común denominador de toda la tierra fronteriza (fronteriza es la región caucana donde el autor hace un alto para interrogar a los humillados y ofendidos, cuyo linde mismo es ese cerro sobre el que se yerguen las mudas ofrendas del Leviatán colombiano: la carcasa del camión y el mascarón de la iglesia chamuscados, fe y progreso quemados en la pira de la barbarie, inexorablemente devorados por la selva, absorbidos por el olvido del que volverán regurgitados por el odio que recicla su pesadilla y que los estudiantes de la Nacional reeditan una y otra vez con el tedio de un Sísifo).
Un eterno retorno de lo mismo, atrocidad y marasmo, nos deja plantados en el curso de la historia, respondiendo apenas reactivamente al llamado del mundo, a las exigencias del mercado, a los dueños del poder y a sus tozudos aspirantes.
Latinoamérica es un crisol de etnias y una tara común, una bandera popular retomada por populistas de la laya y el laboratorio final del comunismo trasnochado que denunciaron en vano lúcidos como Orwell o Milosz (porque los pueblos, como los individuos, solo aprenden tras cometer sus propios errores), la postergación de la equidad social que se hace indefinida, la manida promesa electoral y su infaltable decepción como cara y sello de una misma moneda, y del populacho nacen o más bien se replican las parodias de una violencia panóptica: ristras de cabezas decoran, macabras, centros comerciales en Guadalajara y penden como tótems goyescos del cableado en avenidas principales para que todos las vean y aprendan a temer.
Jíbaros extra amazónicos reducen las cabezas de los jóvenes induciéndolos a la adicción, sumando el microtráfico a la estela interminable de nuestros flagelos. Ejércitos irregulares reclutan a los jóvenes en las vastas regiones marginadas donde no hay libertad ni orden y esa zarabanda espectral es cobrada por trofeo de guerra en los falsos positivos.
Y Álvarez va, siguiendo los pasos de esa horda infame, para recoger testimonios de los que siguen ahí, fieles a la tierra y a la sangre de sus mayores para advertirnos de la existencia de esa Colombia amarga, que es la misma que denunciara desde los mil novecientos setentas en sus best sellers Germán Castro Caycedo, y es otra, saqueada por las dragas y las retroexcavadoras de la minería ilegal, contaminada en sus ríos por el azogue de los más despiadados cazafortunas, por los taladores de bosques y sembradores de coca e incendios y segadores de vidas.
Metáfora del abandono, la frontera (aún en el ámbito de la América septentrional, que ha inspirado a McCarthy su magistral trilogía del mismo nombre), significa en nuestra historia la indefinida postergación del pacto social de la República, que ya suma doscientos años de frustración y que recoge tanto una vasta tradición narrativa, desde La vorágine hasta el libro que nos ocupa, como la cinematográfica desde Holocausto caníbal en los setentas hasta los nuevos filmes como El sendero de la anaconda.
La Colombia remota, rastreable en coordenadas precisas pero difusa en esa tierra de nadie, brava tierra del más fuerte que agrimensores amañados y Reales cédulas y más recientemente títulos como el de Primavera en la Orinoquia siempre han dejado en manos de unos pocos dispuestos a hacer valer sus privilegios a toda costa. Una reforma agraria postergada desde siempre y denunciada en vano por Cien años de soledad.
A la frontera huyen por igual el hampón, el que quiere echar tierra a una pendencia personal como Arturo Cova, otro más que no halló eco en nuestro frívolo y bipolar sistema judicial, laxo con quienes alimentan su máquina corrupta y encarnizado “con los de ruana”, el desheredado que busca una oportunidad en el reducto final de la geografía y el comercio humano, y todo aquel que busque fortuna por los medios prehistóricos del Talión y los pactos tácitos, con la certeza de que el Estado no lo alcanzará porque el Estado encarna la desidia de nuestros dirigentes políticos.
Cada capítulo de este libro recoge una experiencia única y es signo de la gran diversidad de nuestro elemento humano cuya cohesión en el común denominador “colombiano”, a través de la política social y la institucionalidad, es uno de nuestros mayores desafíos.
La belleza surge entre sus páginas como un reverbero esperanzador, como ese Teatro por la Paz de Tumaco, en el habla coloquial, en el tesón de las mujeres, en los ecos del folclor y la artesanía ancestral, en una sonrisa del niño o el viejo que hay en todos, tamizados por la alquimia del reportero y capturados en su vibrar por la lente certera de Federico Ríos, con un paisaje no domeñado como fondo (y cuyo epítome propone ese Genaro de diecinueve años que redacta -como un nagual Genaro trasplantado a La Balsa, a orillas del Mira- su versión del código de Hammurabi para su pueblo y logra imponérselo a las mismísimas FARC, baldío, poblado o erial que siempre promete ser venero del caminante exhausto.
Que Sergio Jaramillo, el demiurgo de la paz santista, al ser consultado por la W hace poco sobre el momento que vive el proceso de reinserción de los alzados en armas, se refiera a “la burbuja bogotana” como la instancia donde se juega la suerte diplomática de una reconciliación que debe darse fácticamente en los territorios alejados donde flaquea la ley para señalar el punto de no retorno del proceso, es una muestra elocuente del alcance de Verde tierra calcinada en el público lector.
“Hay que leerlo”, reza el aforismo esencial que desaconseja suscribir opiniones “solapadas”. Hay que adentrarse capítulo a capítulo en esta geografía erizada de peligros, minuciosa como una pesadilla, de la mano de su agrimensor, de este K enviado de muy lejos para enfrentar la otredad de un país que se ha acostumbrado a darse la espalda, seguir las coordenadas que nos da, abordar los sucesivos vehículos que lo acercan a sus enigmáticos destinos, pernoctar en sus hospedajes, magullarnos, luxarnos, acatarrarnos y volver a hacernos las preguntas elementales que nos formulan esos ciudadanos “de segunda” que por fin encuentran una voz audible:
“Cómo siembro una hectárea de arroz y quién me la compra?
Cómo siembro una hectárea de yuca y quién me la compra?
Cómo siembro una hectárea de coco y quién me compra el coco?”
No son silogismos, son cuestiones llanas formuladas con urgencia desde una Balsa anclada en el rezago protoindustrial por cuenta de la apatía administrativa.
Álvarez les da el tono con la neutralidad periodística que nos hará calar en la dimensión humana del conflicto y la palpitación y el resuello que lo tiñen de subjetividad para hacernos tomar partido. Por la verde patria que no podemos dejar que se calcine y se escurra de nuestras manos.