Era un mínimo después de ese máximo que pudo haberse logrado si los responsables de la nación, residentes en Bogotá, hubiesen tenido más entrañas…
Por / Jáiber Ladino Guapacha
Una de las frases más socorridas para acercar a la espiritualidad de Juan de la Cruz es aquella de que al final de nuestras vidas seremos juzgados en cuanto al amor. Como todo lo que escribe un poeta, y más si se trata de un místico, es exacerbado: es una apuesta por la locura. Sin embargo, él, exégeta del Cantar de los cantares, había comprendido bien que cuando su Amado resumió la Ley hebraica en amar a Dios y al prójimo, incluso más de lo que se ama uno mismo, la sentencia de su amiga, la monja andariega, podría ser un lema de vida: ama y haz lo que quieras.
El amor es un exceso, los místicos lo saben y en lugar de prevenirlo, lo que hacen es encender la pira, alimentarlo cuando parece entibiarse y las pavesas caen en los rostros de quienes asisten temerosos. Al final de esa biblioteca que los cristianos han leído hasta la ceguera sin entenderla muy bien, entre las epístolas, está la de un Juan que asegura: en el amor no hay temor.
Todo este recorrido palpita en mi cabeza después de terminar la lectura ininterrumpida de Los sordos ya no hablan de Gustavo Álvarez Gardeazábal. De un lado me queda una lección y de otro una inquietud: el miedo apoca, el temor del ridículo frena. ¿Y si lo que hizo falta para salvar a Armero fue amor?
Las fuentes de este eco me vienen de los personajes que habitan el libro, rostros entresacados del pantano que vuelven a escena para ese juicio final sobre lo que se hizo, o más bien se dejó de hacer, por falta de amor o por exceso de comodidad.
Gardeazábal se inmiscuye en su obra literaria de manera que el límite entre la ficción y la realidad le dan a la obra el matiz de una crónica novelada. Es él un fiscal que aporta el seguimiento que desde su columna Notas profanas, hizo de las alertas en las que demandaba acciones concretas para evitar el desastre. La información oportuna y reincidente que aportaba en ella lo llevaron hasta Armero, donde compartió con otros tulueños que hacían próspera la ciudad y que ahora trae al estrado para ser interrogados.
Como lector, hago las preguntas retóricas que pueden hacerse a los muertos que con el silencio se responden. ¿De qué vale el acervo bibliográfico si el hombre de ciencia lo pospone por el placer en la hamaca? ¿De qué, si el hombre que debe leer a Dios en su creación, aplaza la interpretación de los signos pretextando una reunión diocesana? Una dañina observancia de la norma cuando se precisó de tomar la iniciativa y colocarse por encima del protocolo, es el delito hallado. El lodo petrificado por los años exige reparación. No es necesaria una maldición para destruir veinticinco mil vidas, suficiente la comodidad de la autocensura. Repaso algunas líneas de la última carta de Mario, fechada en noviembre 13 de 1985:
“Está cayendo ceniza desde las tres de la tarde y antes de que se vaya el carro del correo de las cinco, me provoca decirte que me da miedo, que hoy, más que nunca, me estás haciendo falta, mucha falta […] Quiero tenerte cerca para volver a olerte, para calmar este hijueputa miedo oliendo debajo de tus hombros, oliéndote el ombligo, llenándome con tus sudores, oliendo por entre medio de esas nalgas tuyas ese sudor de macho que se confunde con el pino silvestre […] Tengo miedo, pero me parece que si ya te hubiera quitado toda la ropa y te hubiera bañado la ceniza ya estaríamos debajo de la ducha, llenándote de jabón, ahogándonos a besos. Tengo miedo, mucho miedo y sabes que con miedo no sé hacer nada, sino dormir”.
Quien redacta la carta es el encargado de la emisora en Armero, encerrado en esa angustia de sentirse señalado por amar a otro varón, es incapaz de una rebelión más, aquella de utilizar su medio para alertar a los vecinos y comenzar una evacuación que hubiese salvado más vidas. Era un mínimo después de ese máximo que pudo haberse logrado si los responsables de la nación, residentes en Bogotá, hubiesen tenido más entrañas, de esas que sólo puede adquirirse en el camino de las comunidades y menos de esa desidia acostumbrada.
La lluvia no había borrado aún el tizne del Palacio de Justicia incendiado días antes, todavía en el suelo estaban impregnadas las huellas de la toma y la retoma, todavía el murmullo de las llamadas telefónicas pidiendo negociación con el gobierno intentaba sobreponerse al ritmo de las balas y la detonación, cuando la avalancha arrasaba la próspera ciudad de Armero. De esa semana a esta ya van 35 años y tendríamos que preguntarnos por qué padecemos esa parálisis del espíritu que no nos permite superar la polarización y prepararnos para superar esos retos con los que el planeta demanda otro tipo de relaciones.
Algo de ese noviembre del 85, se respira en el ambiente. Las muertes de líderes sociales, campesinos, ambientales. Una naturaleza indómita que no ha precisado el espectáculo de la erupción volcánica pero que con un virus nos ha encarcelado durante semanas y meses.
Ante esa desazón, luego de volver sobre la novela de Gardeazábal, me pregunto si no hemos estado ante un profeta que no ha dejado de clamar, como voz en el desierto, por cambios. Desde sus columnas, desde las crónicas que prepara y lee cada mañana, en las que reconoce, agradece, celebra, y también advierte, cuestiona, ataca, el “Divino” tulueño sigue demostrando su amor por el país. ¿Acaso un combustible diferente mueve a este hombre?
Repasar sus empresas como profesor, concejal, alcalde, gobernador y periodista, nos daría el balance de un hombre de acción, estratégico. Su escritura diáfana, ágil, coloquial, informada –tan parecida a su conversación–, trasciende el análisis y se convierte en soluciones. ¿No será que para corresponder al amor de Gardeazábal tan solo es necesario emprender, actuar, iniciar? Quizá este profeta exquisito, tanto en las viandas como en los amantes, espera que salvemos el roto país, no con la tacañería y el ayuno, sino con la generosidad y la solidaridad.
Quizá estemos en la última noche y no sea el momento de tomar la pastilla para clausurar el miedo con el sueño. El amor bien conoce las reglas para saltárselas y realizarse. La prudencia es el momento que demora la mirada en reconocer la dirección en que viene el zarpazo, no debe durar mucho; total, al final de nuestra existencia seremos juzgados en cuanto al amor.
@j_guapacha