DISERTACIONES SOBRE EL LENGUAJE

Al carecer de alas, el hombre aprende, obligado por la realidad a volar con sus palabras

 

Por / Wilmar Ospina Mondragón

 

El lenguaje es un laberinto de caminos. Vienes

de un lado y sabes por dónde andas; vienes

de otro al mismo lugar y ya no lo sabes”

Ludwig Wittgenstein.

 

La rareza del ser humano no radica en la postura vertical y erguida en que mantiene su organismo. Tampoco en la pérdida de su cola y, mucho menos, en la habilidad y destreza desarrollada por el uso de herramientas a través de sus manos. El hombre ni siquiera es diferente porque utiliza un sistema de signos llamado lenguaje. Por ello, antes que la carne, al ser humano lo definen sus palabras.

En el fondo, lo que hace de los hombres una excepción con respecto de los demás animales, consiste en que la estructura lingüística que domina la ha trascendido de tal forma que, con ella, simboliza y metaforiza el mundo, lo que le permite elaborar mensajes con otros matices, quizás más profundos, en los que la realidad que le circunda puede mimetizarse y revelarse con otras maneras, con otras máscaras, con otros significados.

Aun así, es fundamental resaltar que el lenguaje, al encriptar la realidad que desvela, sigue siendo un enigma porque, a decir verdad, con la palabra enunciada nace el objeto referenciado, pero, al mismo tiempo, también muere, cae; se normaliza. En tal caso, la palabra tiene tantos sentidos que es un deber casi filológico que cada sujeto aprenda a domesticar su lengua a partir de sus necesidades comunicativas.

Construir una lengua dista, entonces, de las purezas gramaticales del lenguaje, puesto que su uso o su abuso la convierten en una causa de sí misma. Con este argumento no pretendo descalificar el ordenamiento sintáctico-semántico de un idioma determinado; el propósito que deseo demarcar es que la palabra como signo o código lingüístico no solo formaliza las cosas y la realidad, sino que, de una u otra forma, también las hace distintivas, diferentes, orgánicas.

De hecho, si el lenguaje está en función de la realidad, esta es la causa por la cual la palabra sustituye, por medio del código lingüístico, todo aquello que vemos y que, por supuesto, imaginamos, pues la imaginación es parte fundamental del lenguaje porque, con esta capacidad de transformar las cosas que nos rodean, el mundo a nuestro alrededor se reconstruye, se reescribe.

El universo, y el mundo en particular, es un espacio estático de la realidad, está ahí como cosa en sí, como un objeto incalculable en sus dimensiones; sin embargo, es la palabra y su capacidad de multiplicidad y de plasticidad la que posibilita que ese mundo y ese universo muten de piel, transformen sus procesos; en otros términos, para que el hombre comprenda que el todo deviene de la nada, así como la palabra subyace de su arbitrariedad, de esa capacidad de evidenciar lo ausente.

Ilustración / Getty Images

Este es, por supuesto, uno de los principios de este texto: manifestar que el lenguaje no es una facultad dura e inquebrantable, poco flexible; una estructura que todo lo tematiza; al contrario, cada lengua se apropia de otros medios como la metáfora o la virtualidad de la palabra para demostrar que el lenguaje no solo es materia, sino, también, sustancia.

Así, por ejemplo, en la medida en que enunciamos la palabra águila hallamos que esa ave majestuosa no está en la palabra; más bien está en el imaginario que hemos fundado alrededor del nombre que denomina al animal. De igual forma, el gemido o el grito durante un encuentro sexual dice mucho menos que la semántica lingüística que se teje alrededor de la humedad en ese acto placentero entre los seres humanos.

La única diferencia que yo descubro entre los animales y el hombre es que, este último, provisto de la insatisfacción del no-ser, de la incertidumbre y la inquietud, como principios rectores del desarrollo y el dinamismo, realizó y llevó a buen puerto uno de los mayores inventos en la Historia de la humanidad: el lenguaje, la escritura.

Ahora bien, la ciencia y la tecnología no serían posibles si el genio humano no hubiese conjeturado, hace miles de años, la escritura como requisito obligatorio para adelantársele a las cosas, a la vida y a la especie misma. Quizás, por ello, el lenguaje y la escritura se consideran una tecnología del intelecto.

Pensemos que, en tiempos anteriores, la oralidad tuvo la obligación de rememorar el pasado, de recordar la historia. Mientras tanto, con el nacimiento de la escritura, el futuro y el porvenir, augurios del oráculo y de los desdoblamientos de la mente, dejaron de ser utópicos y se vincularon, directamente, con la vida del hombre, con la proyección de la materia y con la postulación de la imaginación como una opción que surge de las entrañas mismas de la realidad que nos rodea.

Nuestra obligación como especie que domina un lenguaje es, entonces, saber que el significado de un término dado depende, en muchas situaciones, del sentido que le otorgamos y, por lo tanto, esta multiplicidad del lenguaje es lo que ha hecho del pensamiento humano un mundo complejo: indescifrable. Es más: desligar al hombre de su lenguaje es coartar cualquier noción de transición, transformación y desarrollo.

Al respecto es fundamental pensar que la escritura, como proceso de fijación e inalterabilidad de la lengua, es precisamente lo que la altera, porque el lenguaje, a través de la palabra escrita, plasmó un objetivo más profundo en nuestra razón de ser: cambiar el genio, sustituir la realidad por la expresión exacta y, por ende, evolucionar el proceso neuromotriz que se da entre el cerebro y la mano.

Es ahí, en ese profundo abismo de las palabras, de la oralidad y de la escritura, la facultad en la cual debemos, por obligación y por necesidad, decantar todo devenir lingüístico, demostrando que la lengua no es un ente funerario ni amortajado, sino dinámico, industrial, caleidoscópico; subterráneo, si se quiere.

Lo relevante, para un sujeto que piensa su lengua, es desmantelar cómo las palabras renuevan, con su potencia significativa, las mismas cosas. Así, a la luz de esta acepción, lo verdaderamente importante consiste en advertir, lejos de todo condicionamiento, cuándo el hombre es su palabra y, además, desvelar de qué manera lo es.

Fotografía / La Voz

En este sentido, queda definido que en el lenguaje el hombre se hace más humano, porque todas sus ausencias, en la palabra adecuada, se manifiestan como presencias inmediatas. A mi modo de ver, es nuestro deber comprender que el hombre no trata de perecer en el lenguaje; es al revés: trata de ser, de hallar la cosmovisión de lo humano en lo profundo de la palabra, porque, para aprehenderse del mundo, no existe otra forma distinta al lenguaje, a ese nudo lingüístico con el cual el hombre se amarra a la existencia de sí mismo y de las cosas que lo circundan.

No hay, en los preceptos teóricos y pragmáticos del lenguaje, una sola idea que lo explique todo. Con la palabra como metáfora del silencio y del señalamiento, el mundo, en apariencia, se paraliza; pero es cierto además que, en gran medida, se aclara.

Lo más paradójico y significativo es que la palabra estructurada, la establecida bajo las normas convencionales y culturales que corresponden a cada lengua, casi siempre terminan en la más insensata rigidez.

Y es de esa manera porque la palabra rigurosa y normativa, la poco flexible y carente de sentidos, no hace más que señalar el mundo con la espesa oscuridad de su grafía. Sin embargo, esa oscuridad, esa decadencia de lo establecido es lo que gesta el desespero y el desequilibrio en el significado de las palabras, otorgándole profundidad y, a la vez, claridad al lenguaje; es decir, plasticidad. Por ello, al carecer de alas, el hombre aprende, obligado por la realidad, a volar con sus palabras.

@wilmar12101

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