Del sexo como curativo

justine-dibujosPor mis manos febriles, más que por mis ojos, cruzaron páginas de lo más execrable de la literatura, según el canon imperante en esa época. En este punto, cabe decir con toda honradez que mi guía fue otro libraco que reposaba en la misma bodega: el Index de la Iglesia Católica.

 

Por Antonio Molina

Una escena que me causa risas siempre que la recuerdo, desde aquellos tiempos en que encontré el dichoso libro entre los desperdicios guardados en la bodega de la biblioteca del colegio, una escena, repito, es aquella donde un anciano romano ordena a su esclavo meterse de manera furtiva debajo de la cama para que le ayude con el movimiento de su espalda a darle ritmo a la pasmada relación que sostiene con un imberbe adolescente.

Es El satiricón, de Cayo Petronio, un delicioso y decadente noble romano que supo retratar en su libro las costumbres de la corte imperial que le correspondió en suerte. La imagen se quedó grabada en mi mente y aún hoy me hace sonreír cuando rememoro su lectura.

Esa primera muestra de la literatura erótica abrió las puertas a todo un mundo de placer que en meses, en medio de la ebullición de hormonas juveniles, me dieron las clases magistrales suficientes para en el resto de la vida practicar las artes amatorias.

Por mis manos febriles, más que por mis ojos, cruzaron páginas de lo más execrable de la literatura, según el canon imperante en esa época. En este punto, cabe decir con toda honradez, que mi guía fue otro libraco que reposaba en la misma bodega: el Index de la Iglesia Católica, un grueso volumen lleno de polvo donde se reseñaban los títulos y autores prohibidos para los castos ojos de los viejos cristianos.

Una total paradoja, pero gracias a esa magnífica guía empecé a perseguir autores desconocidos. Eso sí, cabe la salvedad que no todos eran autores de literatura erótica, pero sí muy interesantes para cualquier mente inquieta. Y la mía lo era en extremo.

Pero vuelvo atrás. Allí, en esa estupenda guía enviada desde las mismas entrañas de El Vaticano, pude hallar títulos como El amante de Lady Chaterley, de D.H. Lawrence, donde un esposo incapacitado tolera las más enrevesadas aventuras sexuales de su esposa.

Siguiendo con las pesquisas, pronto hallé un autor que marcó mi vida: Henry Miller. Licencioso a más no poder, justo el alcahuete que necesitaba un tímido adolescente como yo. Sus ya clásicos Trópico de cáncer y Trópico de capricornio hicieron arder llamas dentro de mí. De hecho, ambos títulos provocaron que me suscribiera al Círculo de lectores, donde entre libros de cocina, autoayuda (sí, esa maleza no es legado exclusivo de este siglo) y otros de mejor factura, encontré a Miller, acompañado del Kamasutra y otros títulos igual de sugestivos.

Hasta que llegó el autor que rebosó la copa: Donatien Alphonse François de Sade, o simplemente el Divino Marqués de Sade para sus prosélitos. La primera joya erótica suya fue Justine. Lo adquirí de manera intuitiva, pues Google estaba lejos de todos nosotros en esos años ochentas, pero a cambio tenía el centenar de volúmenes de la Enciclopedia Británica, ubicada en lugar preferencial de aquella muy bien dotada biblioteca del respetable Instituto Universitario. Leyendo con avidez cada una de sus entradas, literalmente me empapé de lo mejor de la literatura –erótica y de todos los tipos–.

Esas lecturas adolescentes me curaron de dos males que aún hoy veo con tristeza en las almas de muchos caminantes, incluso varios de ellos imberbes jóvenes como los descritos por Petronio: la mojigatería y la hipocresía. Esa fue la gran cura que me dio la literatura erótica.