Hoy el sol amaga no esconderse. Desciende a la arena con un hueco en el estómago. Camina con nostalgia por la playa. Tiende su cuerpo al lado de un cuerpo igual al suyo para tomar la última bocanada de mar. Las olas continúan con su vaivén monocorde.
Un turista consume las últimas horas de sus vacaciones caminando por la playa. El mar está despoblado de barcos. Un perro persigue a los cangrejos que corren a esconderse, y en el cielo parecen avivarse las brasas de una fogata encendida por los ángeles. Tiende su cuerpo en la arena para tomar una última bocanada de mar. Lo tranquiliza el rumor de eternidad bajo las palmeras, el lento transcurrir del tiempo porque en la isla las distancias son más cortas. Piensa que en unas horas tiene que abordar el avión para regresar a un cielo cubierto por una nube de esmog, a un paisaje tapiado de edificios que impiden ver la puesta del sol.
Una banda de alcatraces vuela en formación hacia el horizonte; descienden a nivel del mar y juegan con las olas. Envidia que ellos puedan ser reflejo desde lo alto mientras él solo puede ser sombra en la arena. Piensa en la poca vanidad que les permite continuar el vuelo sin detenerse a contemplar el reflejo de sus alas extendidas sobre el agua. Cierra los ojos. Lo acunan las olas con su rumor monótono de mensajes desvaídos y lejanos. Hoy el mar parece inofensivo. Ha superado el sobresalto de creerse ahogado después de remontar a crol doscientos metros mar adentro pretendiendo llamar la atención de una muchacha. El sonido de unas gaviotas lo eleva hacia las nubes. Arriba el aire es más fresco. Contempla su reflejo deformado sobre el agua. Desde arriba el mar parece detenido y estriado. Recuerda a los alcatraces y continúa el vuelo. Mira el horizonte. Siente vértigo al chocar con el infinito de un círculo muy grande, con el abismo donde parece que acude el agua a despeñarse. Hoy el sol amaga no esconderse. Desciende a la arena con un hueco en el estómago. Camina con nostalgia por la playa. Tiende su cuerpo al lado de un cuerpo igual al suyo para tomar la última bocanada de mar. Las olas continúan con su vaivén monocorde. Un avión pasa muy bajo y lo despierta. Se levanta y sacude la arena de sus nalgas. Mira las brasas en el cielo siendo apagadas por la noche.
Sopesa perder el vuelo y quedarse para siempre, salir a pescar por las mañanas y tenderse todos las tardes en la arena a volar por un instante. Pero un grillete con un perno de sonido de motores y olor de gasolina no lo deja. No cree ser capaz de moverse mayormente por el agua; no soportaría la sal todos los días pegándose a su cuerpo. Sin embargo, el mar lo tienta a atravesarlo nadando hasta la próxima costa y encallarse en otra vida, en la existencia sosegada de una aparente muerte para los que lo conocen; de vaciarse de nombres, fechas especiales, direcciones y teléfonos, encuentros sociales y responsabilidades adquiridas sin darse cuenta. Dejar el ‘yo’ de la ciudad tendido ahí en la arena muriéndose de hambre y nostalgia, mientras él se lanza a la aventura sin importar la fatalidad de un calambre o de un monstruo desconocido, piensa. Pero una ola fatigada le toca la planta de los pies y siente que mira un precipicio.
Entonces corre al aeropuerto apretando la garganta. Un sonido de motores lo eleva. Siente envidia del avión que puede ser sombra en el mar mientras él es solo un hombre asustado, incapaz de huir de una ciudad abrumadora, caótica y hostil, donde todos los días muere alguien a manos de los otros, o una moto con afán le interrumpe el sueño donde sigue el vuelo de los alcatraces y puede detenerse a contemplar su reflejo deformado sobre el agua.