Colgó la llamada, se levantó y entendí que se encontraba desorientada, perdida… Sin saber a dónde dirigir sus pasos ni qué hacer con su cuerpo. Caminó unos metros en dirección a la cocina y luego se volteó hacia mí…
Por: Camilo Villegas
Alrededor de la una de la mañana escuché el timbre de mi celular, que parecía proceder del estudio. Inicialmente pensé que se trataba de un sueño; después, que lo había dejado encendido en la mesa del comedor. Salí de la habitación, encendí la luz y sorprendí, en medio de la sala, a una mujer que buscaba su iPhone por todos los bolsillos de su pantalón, con una mano, mientras me apuntaba con un revólver que llevaba en la otra.
Difícil decir quién estaba más perturbado, si ella o yo. Por fin, encontró el aparato y contestó la llamada de mala gana: “¿Qué es lo que pasa?”, preguntó furiosa por tan inoportuna llamada. Seguidamente, al escuchar lo que le decían, se dejó caer sobre una esquina del sofá como si le hubieran dado la peor noticia de su vida. “Ha muerto mi padre”, dijo. “Lo siento mucho”, le contesté, ridículamente semicubierto por una pantaloneta y con el torso desnudo.
Comprendí que tenía que aprovechar ese momento de debilidad de la chica para hacer algo, pero no sabía qué. Miré alrededor en busca de algún objeto contundente y no vi más que un par de zapatos tirados en el piso y un encendedor que había sobre la mesa.
Aunque de haber dispuesto de algo más sólido y duro, tampoco habría sabido cómo usarlo. Había visto que los golpes en la cabeza eran letales, pero se trataba de un simple conocimiento teórico. Nunca en mi vida he golpeado a nadie. Entonces, de un momento a otro ella empezó a sorberse los mocos como una niña chiquita para contener las lágrimas.
Colgó la llamada, se levantó y entendí que se encontraba desorientada, perdida… Sin saber a dónde dirigir sus pasos ni qué hacer con su cuerpo. Caminó unos metros en dirección a la cocina y luego se volteó hacia mí y preguntó: “¿Tienes cigarrillos?”, le pasé un Marlboro, después volvió a preguntar: “¿por dónde es la salida?”. Entonces la guie por el pasillo. Una vez en la puerta, me preguntó si conocía la manera de ir a la Fundación Santa Fe.
“Espera un momento”, respondí. Regresé al cuarto, me puse encima de la pantaloneta unos Levi’s y cubrí mi torso con un saco, luego la llevé en el carro. Cuando llegamos a la clínica de la 116, aún sostenía el revólver en una mano y el celular en la otra. Le metí la pistola en su bolso, le abrí la puerta y la vi alejarse en dirección a las instalaciones de la clínica. Yo regresé a mi casa y al otro día fingí que todo había sido una pesadilla.