La pluma, en efecto, es lo primero, ya se ha dicho, lo más seguro de los maestros que conducen la palabra.
Por / Charles Augustin Sainte-Beuve*
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Puede ser que haga falta una cantidad considerable de cualidades y defectos para la creación de un gran orador; o al menos sabemos que ciertas cualidades propias del momento debutante, cuando se es muy joven, parecen más bien defectos que virtudes reales. Así la confianza en las ideas propias y la certeza afirmativa, antes que autoridad, suelen verse como temeridades. Mentiría si no menciono que fue el caso de Montalembert [Charles René Forbes, conde de Montalembert]. Nunca, bajo el pretexto de haber perdido su humildad, de una vez por todas, a los pies de la Santa Sede, un talentosísimo joven orador tomó conciencia de sus facultades hirientes, altivas e irónicas, jugando tan libremente como si lo hubiera hecho siempre. Nunca, a favor de una convicción religiosa profunda, tuvimos menos inquietud o benevolencia por el adversario. Y puesto que ya estamos en las observaciones críticas sinceras (¿y para quién mejor que este noble talento cuya alma es la sinceridad misma?) haré alguna sobre el trasfondo.
Desde el primer día, Montalembert entra en la arena con una idea absolutista. Siendo un niño hizo el juramento de Aníbal contra la Universidad, prometió guerra y aversión eterna. Ejerció durante dieciocho años su reiterada y encarnizada conclusión, su Carthago delenda est, como Catón. Retomando las palabras de Voltaire también escribió: ¡Aplastemos al infame!
La Universidad era, en efecto, el enemigo mortal del cristianismo, el seminario de la incredulidad que debía exterminarse. Montalembert vivió muy golpeado sufriendo las graduales y progresivas pérdidas de la fe católica entre las jóvenes generaciones, cuyas causas son muchas y combinadas. Pensando que cortaba de tajo, se creyó en la obligación de denunciar su época y entonces separó vivamente la parte sana de aquella que no lo era más. Se dedicó, en consecuencia, a desplegar en batalla las armas católicas: disciplina y morigeración; a eliminar y depurar, con el riesgo de disminuir la cantidad de fieles. Supresión de los neutros. En Francia, hasta esos momentos, todo hombre que no dijera No soy católico, era sospechoso de serlo. Se dedicó a demostrar que la mayor parte de esas personas no eran más que aliadas del enemigo. Establecía de una manera profunda el duelo entre los que llamó hijos de los Cruzados e hijos de Voltaire. Repetía sin cesar: Nosotros los verdaderos católicos, en lugar de Nosotros los católicos, como antes se decía. A sí mismo y a los suyos los representaba como en un estado de opresión evidente, aislados, ofreciendo la imagen donde el catolicismo en Francia no es más que un gran partido, una enorme secta. Yo celebró su franqueza, el respeto de Polyeucte a su fe, el desprecio a los tibios con la fortaleza de una esperanza superior que reclama, sin duda, la victoria del desigual combate; pero sobre la moral y la política quisiera mejor no continuar, y me detengo aquí para que crezca la confusión.
Si queremos demostrar a una aglomeración de hombres que se creen todavía católicos que ya no lo son, ¿qué podríamos ganar? Montalembert, después del 24 de febrero, parece haberlo comprendido, y fue alegría cuando escuchamos consentir, en su discurso sobre la libertad de enseñanza, del 18 al 20 de septiembre de 1848, que la religión cristiana es independiente del grado de fe individual, considerándola ahora desde el punto de vista social y político, y aceptando como cooperadores a todos aquellos que, el ejemplo es Montesquieu, la conciben del mismo modo.
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¿Recita o improvisa Montalembert?, ¿escribía apartes del discurso mientras avanzaba o las preparó solícito? Son respuestas que permanecen en el secreto, y sobre las cuales es difícil pronunciarse conjeturalmente. Si creo en la información veraz, Montalembert, en su proceso de composición oratoria, pasó por las diferentes fases familiares que los expertos exponen. Al principio simplemente escribir los discursos, leerlos y recitarlos después. La pluma, en efecto, es lo primero, ya se ha dicho (1), lo más seguro de los maestros que conducen la palabra. Envalentonado rápidamente habla de cosas simples y, si no me equivoco, mezcla maneras y materias con la pura improvisación que no deja nunca de alimentarlo. Todo se conduce por una suerte de viva circulación sin obstáculos, y parece que, lanzados al inevitable momento, los pensamientos, anotados o pensados al instante, como partes autónomas, se unen, se entrelazan con agilidad, y como un mismo cuerpo terminan moviéndose. Cualquier orador verdadero sabe cuánto progreso resta para lograr ese gran ideal que solo en los mejores desespera. Tiene entonces Montalembert qué ganar con el porvenir, sobre todo si es verdad, como lo señaló el antiguo Solón en bellos versos, que el enlace perfecto de pensamiento y elocuencia se halla con plenitud entre los cuarenta y dos y cincuenta y seis años. Comprensiva y justa observación, ¡parece una ley!
Muchos ejemplos, alrededor de nosotros, la confirman.
(1) “Stylus optimus et praestantissimus dicendi effector ac magister”, Cicerón, [De Oratore, 1, 33]. “La pluma es el mejor y el más eminente de los artesanos y amos del bien decir”.
[Fragmentos]
* “M. de Montalembert orateur”, Causeries de lundi, París, Garnier frères, 1857 (3e éd.), tome premier. Versión de Kevin Marín Pimienta (@_sobreeldolmen_).