Joyce, Stendhal, Bolaño

 

Por: Iago Fernández

 

I

 

Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, y Retrato del artista adolescente, de James Joyce, cuentan con una escena complementaria. Está entre las mejores de cada libro y sintetiza el carácter de sus respectivos protagonistas, Arturo Belano, alter ego de Bolaño, y Sthephan Dedalus, alter ego del propio Joyce. En la primera novela, Belano se bate en duelo con el crítico literario Iñaki Echevarne y le pide a una enfermera con la que ha tenido un affaire, Susana Puig, que acuda como espectadora. El duelo tiene lugar en las playas de Calella del Mar. Finalmente, Susana lo ve desde el asiento del coche. Los hechos más definitorios de la escena son que Belano se bata en duelo para defender su honra literaria y que requiera la presencia de un espectador al margen de los padrinos del duelo. Ambos también concurren en la novela de Joyce, no en la misma escena, pero sí en dos prácticametne contiguas. Primero Dedalus se pelea con sus compañeros de colegio a las afueras de una taberna para defender la calidad literaria de Lord Byron, y no mucho después, protagoniza una función de teatro para los padres del alumnado a la que también asiste su joven amor. Esta última es la escena complementaria. Sus implicaciones, sin embargo, son bien distintas. Veamos.

 

II

 

Bolaño invoca a Stendhal, su héroe literario (toda su obra lo hace), y Joyce, a los poetas románticos (aparte de Byron, a Shelley, a Keats, etc.). La relación de Bolaño con Stendhal se tiende a partir de una cosmovisión parecida, que el primero usurpa del segundo en condición de discípulo aventajado. Para ilustrar este punto, de entre todas las obras de Stendhal elijo La Cartuja de Parma. Rojo y Negro no ha depositado tanto peso en la obra de Bolaño; los libros de viaje, sí; Sobre el amor, también; Lucien Leuwen, a medias. Puede que a Bolaño lo enamore Julien Sorel, el protagonista de Rojo y Negro, como ha declarado en varias ocasiones, pero el que realmente descarga en él su influjo es Fabrizio del Dongo, de La Cartuja de Parma. Al comienzo de la novela, Fabricio es un joven idealista que se alista en las filas napoleónicas. Comparece en la Batalla de Waterloo con intención de combatir, pero una cadena de tropiezos lo aleja del centro del conflicto, al punto de que, cuando éste finaliza, se pregunta: “¿He asistido a una verdadera batalla?”. A lo largo de toda la novela, Stendhal, a pesar de todo, continuará llamándolo “Nuestro héroe”. En esa cita figuran ya los aspectos más importantes del universo de Bolaño, el candor irónico y la épica adolescente, que ambos novelistas, además, traducen en un gusto insensato por las aventuras en pos de una causa perdida. En La Cartuja de Parma, cuando el último de los amores de Fabrizio, Clelia, muere en sus brazos, la historia se zanja con un final sumamente abrupto, en apenas unas líneas y cesa sin explicación. La búsqueda de Hans Reiter en 2666, la de Wieder en Estrella distante o las aventuras de Belano en Los detectives salvajes, ninguna se resuelve ni modulada ni satisfactoriamente. No importa, pues, el desenlace, sino la cadena de episodios que los personajes viven con anterioridad. El disparador de sus andanzas también suele ser el mismo, el apasionamiento, ya sea mediado por las mujeres, en el caso de Stendhal, o por la literatura, en el de Bolaño. En este punto, Stendhal es sumamente más rico y ambicioso de lo que Bolaño ha sido jamás.
A Fabrizio del Dongo, es cierto, lo motiva el amor que siente por una u otra muchacha, pero, tal como apunta Balzac en su excelente recensión de La Cartuja de Parma, Stendhal retrata, sobre todo, el modo en que las pasiones rigen la conducta de los personajes. Al principio de la novela, a Fabricio también lo animan la soberbia juvenil y la admiración por Napoleón. Los personajes que lo rodean, como su tía Gina, son reos de sus respectivos amores. En El rojo y el Negro, la trama se configura según la ambición de Julien Sorel, su protagonista, y concluye a través de una ex amante vengativa. Por esto mismo Nietzsche había visto en Stendhal a un gran psicólogo. Bolaño me temo que está muy lejos de idear una visión del hombre tan vasta y darle forma, debido principalmente a la nefasta influencia que ha ejercido en su educación sentimental el surrealismo francés. Su manera de comprender el apasionamiento es mucho más parecida a la de André Breton. Éste sólo conoce la pasión amorosa, que liga indefectiblemente al arte, su canal transmisor por excelencia. La poesía, en su caso, se vuelve una herramienta capaz de transformar la realidad del poeta y alentarlo a nuevas experiencias, precisamente por surgir del subconsciente cargada de pulsiones, como indican El amor loco o Nadja. Esta transformación, no obstante, es tan determinante y convulsa como la de un enamoramiento. Llevada a las últimas consecuencias, induce al suicidio, al alcoholismo, a la locura, etcétera. En cualquier caso, como decía Bolaño, a un éxtasis “que quema”. Las vidas de los escritores surrealistas, así como las de sus mentores, los poetas malditos que antologara Verlaine, ya dan buena cuenta de todo ello, y la generación de Bolaño se intoxicó perdidamente con referentes de esta clase. Del mismo modo, los personajes centrales de las obras de Bolaño están vinculados a la literatura por un rasero semejante y comprenden, se mueven y actúan en el mundo a través de ella. Pienso en Weider, el poeta, fotógrafo y performer asesino que desencadena Estrella distante. Pienso en Hans Reiter, el novelista alemán que, tras una vida errante, finaliza sus días desaparecido en México, y en Arturo Belano, Ulises Lima o García Madero, los infrarrealistas que viajan sin apenas recursos alrededor del globo. Todos, por supuesto, recaen o se establecen en la frontera del crimen, la inadaptación y la transgresión social. Este “amor loco” que posee a los personajes limita a Bolaño brutalmente frente a Stendhal. Sólo es quien de concebir, primero, esta clase de pasión amorosa, segundo, a través de la estricta vinculación al mundo de la literatura, tercero, radicada exclusivamente en la marginación. Puede que haya miles de personajes en su obra que vivan peripecias distintas o se cataloguen de diferente manera, pero sólo cobran vigor al pisar este pequeño espacio de tres dimensiones. En Stendhal, por el contrario, las pasiones se despliegan y engullen la realidad toda.

 

III
Joyce domina el otro lado del espejo. A pesar de la pelea de Dedalus con sus compañeros a las afueras de la taberna y de la actuación teatral frente a su enamorada, Retrato del artista adolescente no es una novela pródiga en aventuras al estilo de Sthendal o Bolaño. El romanticismo, en general, tampoco. La vida de Lord Byron se ha tomado, casi siempre, como la quintaesencia del romanticismo, pero en cuanto se atiende a sus textos y a los de sus compañeros de generación, pronto se advierte que el movimiento nunca se ha caracterizado por los excesos materiales. Al contrario, las conquistas del romanticismo fueron de carácter exclusivamente mental. La más destacada sería el descubrimiento de la interioridad como fuente de vitalidad y poder cognitivo. De ahí proceden la exaltación visionaria de Blake, el ensanchamiento espiritual de Wordsworth, el arrobo de Keats con la flora y la fauna, o en su defecto, la carencia de todas ellas. Las mayores encarnaciones de esta vitalidad y este poder han sido el arpa eólica, de Coleridge, y el Viento del Oeste, de Shelley. Byron, como demuestran Los viajes de Childe Harold o el maravilloso Al cumplir mis 36 años, no deja de ser un vividor abrumado por la interioridad, con la que conoce, media y tasa el mundo, arrebatado comúnmente por sus emanaciones. Joyce no lo invoca en vano por boca de Dedalus. Retrato del artista adolescente relata la lucha de esta fuente de vitalidad y poder con el entorno que rodea al protagonista. Su propia conciencia hace de escenario. Para poder mantener limpia la fuente, Dedalus deberá preservar su individualidad a toda costa. La doctrina que los jesuitas le imparten en el Colegio y en el instituto, los dictados del gusto de sus compañeros, la invitación a vestirse los hábitos, todo ello contribuye a oprimirla. Dedalus unas veces se opone, otras a punto está de sucumbir. El desenlace final presenta el triunfo definitivo, cuando emigra para buscar “La conciencia increada de su raza”. Esta raza a la que hace referencia es la raza de Byron, Shelley, Blake o Keats, los poetas románticos, y si su conciencia aún permanece “increada”, se debe a que Dedalus no ha conquistado todavía su autonomía. Cuando se bate con sus compañeros a la salida de la taberna, es su individualidad lo que defiende. Cuando actúa frente a su enamorada, su interioridad desbordante lo sume en una especie de éxtasis que lo hace salir corriendo y dejar atrás a sus padres, a sus amigos e incluso a la chica.
A Belano o Ulises Lima, protagonistas de Los detectives salvajes, les ocurre justo al contrario. No conocen apenas la interioridad: viven por efecto de una sola pasión, la pasión amorosa, que además los influye exclusivamente por medio del arte y en relación a un contexto marginal. Por consiguiente, según la lógica joyceana, carecen también de su correspondiente autonomía, de ahí la necesidad de que Susana Puig acuda a ver el duelo de Belano con Echevarne. Al contrario que Dedalus, Belano actúa para que otros lo vean, sean testigos de su hazaña y ésta cobre sentido en la medida que pueda impresionarlos. Sin ese tercer ojo Los detectives salvajes sería una novela imposible. Las peripecias por el mundo adelante de sus dos protagonistas las narran los cientos de personajes que participaron en ellas de manera tangencial, como  Susana Puig, y lo mismo sucede con todos los personajes centrales de Bolaño. Se descubre la historia de Wieder, el poeta asesino de Estrella distante, debido a que Belano la investiga. La de Hans Reiter, un narrador prácticamente desconocido, a que cuatro profesores universitarios inician su búsqueda desesperada. Cesárea Tinajero, dentro de la propia novela de Los detectives salvajes, repite el mismo patrón. No ocurre así con Stephen Dedalus, que nunca necesita de los ojos de nadie y se basta él solo. Un personaje de Los detectives salvajes, Laura Jáuregui, advierte ya al comienzo de la novela que el infrarrealismo, el movimiento poético de vanguardia que dispara las aventuras de Belano y Lima, no era más que un reclamo amoroso. Lo único, en fin, con lo que Belano podía llamar la atención de ella, su ex novia, para declararle su amor públicamente. La mejor parte de Los detectives salvajes son las 100 primeras páginas, que encuadran este tipo de vida bohemia en la conciencia de García madero. Recién estrenado infrarrealista, quizá pudiera haber llegado a ser un Stephen Dedalus en potencia. La novela, sin embargo, prefiere centrarse en Belano y Lima, los alter ego del autor y de su mejor amigo, el también poeta Mario Santiago Papasquiaro, y alargar hasta la extenuación ese reclamo amoroso. A medida que las páginas transcurren, pues, Belano sólo revela su completa falta de substancia como personaje literario.
Pero, aunque me repatee su visión mito-maníaca de la juventud, Bolaño es el mejor lector que Stendhal ha tenido jamás y el mejor escritor en lengua castellana desde Gabriel García Márquez.